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Cristian Sebastián Card

Recordé que Cristian Sebastián Card era oriundo de Temperley. Carnicero de alma, con sus ciento treinta kilos a cuestas y sus dos duchas mensuales no era un perfecto desconocido entre sus vecinos. También recordé de pronto que murió donde nació. Su primer auto fue un Torino Coupe revestido de moscas hediondas que lo seguían como satélites naturales. Eran su amor incondicional, no como las polleras cortas que lo secundaban por su abultada billetera. Las hacía reír a carcajadas con sus chistes sin gracia y gemir sin placer en la cama de los viernes por la noche después de alguna bailantina borrachera. Pudo jurar amor a más de una, pero jamás concretó aunque se soñó de traje y moño en el techo de su Torino. Tuvo como 10 hijos que nunca reconoció, porque se sabía estéril por su varicocele, aunque todas decían que él era el padre de esos guachos mal paridos de padres desconocidos. Al fin y al cabo era el mejor partido que jamás ganarían las atorrantas de turno, que por su amor clamaban en color verde billete.

Gordo le decían sus clientes cuando lo saludaban y desde sus entrañas, no las que vendía por kilo con alguna achura para los domingos sino las de su corazón, respondía con el tono de voz muy bajito -gordo, más quisieras ser yo, envidioso mal parido-. Acto seguido a voz de buen carnicero respondía... -buen día amigo...qué va a llevar...¡diga nomás querido!-.

Xenófobo y resentido, la vida lo llevo a tiro. Era Temperley su reinado, su Chicago, su New York y Las Vegas. Se paseaba mal vestido pero así era el preferido. Más de una dejó a su marido para pasar una noche con esa masa amorfa, llena de anillos. Siempre regalaba flores y unos pesos para un regalito, decía el gordito mientras acariciaba las piernas de la que a la tarde se le regalaba para soñarse preñada a la noche y así disfrutar de una fortuna que jamás llegaría como herencia de viuda.

Lo recordé, cuando miraba por la ventanilla del colectivo 23.

 

Autor: Fidelio Ram

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