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Un poquito muerto


Entras en la sala atestada de humo y luces de neón rojas como un torbellino sediento. Levantas a las muchachas de sus sillas. Apenas se sostiene en sus tacones. Las besas en el cuello que huele a saliva y tabaco manido y, luego, te sientas en un sofá de cuero negro donde una cucaracha mueve sus antenas. La aplastas con la mano, que te limpias en el dorso de tu chaqueta negra. Después de coger el gin-tonic, la cucaracha ya no está ahí. Te encoges de hombros y vuelves tu vista a la sala desnuda de muebles, vacía de usuarios y llena de humo y sonidos estridentes que salen de detrás de las puertas quebradas y humedecidas por una capa de polvo y grasa de freír. Hiede a chino del restaurante de al lado.

Gritos de placer, gritos de odio, gritos de amor, gritos de ella, gritos de él, gritos de todos.

Sonríes. Te levantas del sofá sin pagar. Un señor cruza delante de ti, desnudo, envuelto en una gabardina color beige. Sientes la tentación de sacarle una foto para el Instagram, pero no estás borracho. Sigues caminando hasta una habitación con la puerta cerrada. Nunca hay puertas cerradas en aquel lugar. Atraviesas la primera habitación oscura, donde siempre está ella, tu gatita, la gatita. Cuerpo de mantequilla, ojos de cera, carita de plastilina y labios color mar. Dinamita pura, canela en rama y pimienta negra. Todo junto. Sin mezclar.

Te sientas a su lado. Ella está echada sobre la cama. Solo la luz que entra por la persiana entornada moja la estancia de colores ocres y caramelo. La desnudez de su cuerpo es igual que la de las estrellas en el alba. Te pones sobre ella con los pantalones bajados hasta las rodillas y comienzas a rozar tu cuerpo contra el suyo. Sus labios apestan a rosas y azucenas disecadas. Sus ojos, abiertos como el ojo de un huracán, miran el techo. Su impertérrita forma de mirar no te asusta. A ti nada te asusta de ella. Ella está bien así. Callada y rubia como es.

Terminas rápido.

De pronto ella se echa a llorar. No entiendes nada. Te vistes como de costumbre y te metes un pitillo en la boca. Se lo pones a ella, pero se le cae de los labios y le quema el pecho. No grita, solo padece. Retiras el cigarrillo que se ha fundido contra su piel. Llevas el dedo a la herida y le hundes el dedo como si se tratase de su vagina. No hay nada después. Retiras el dedo y lo llevas a la vena de su cuello, muda y seca, como ha estado desde que entraste. Muda y pálida como ha estado ayer. Muda y muerta ha estado siempre.

Vuelves al día siguiente a ver si la herida sigue en su corazón.

 

Elisenda Romano Díaz

(Las Palmas de Gran Canaria, 1994) se ha graduado en Lengua española y literatura hispánica por la ULPGC. Actriz de teatro en obras como Divinas Palabras y Títeres de Cachiporra de la compañía Tecla+. Escritora premiada en el concurso de Teatro Mínimo Antonio García Cánovas (2017) y Creatividad modalidad Relato corto “Hermanos Millares Cubas” (2015) en los que obtuvo un segundo premio.

Blog: elisendaromano.wordpress.com

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