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I

Caminábamos por los pasillos del hotel cuando sucedió. Tenía la mano entrelazada a la de mi hermana, era la primera vez que lo hacíamos. Nos dirigíamos a nuestra habitación, ella llevaba la llave en la cintura, pegada entre su cuerpo y la falda. Yo tenía miedo de que se le cayeran, pero al caminar hacía un agudo y agradable ruido al rebotar contra un pequeño botón que sólo parecía estar de adorno. No me quejaba, mientras sonaran es que estaban ahí.

Pasamos una esquina y vimos al final del corredor nuestra habitación, cuando de pronto un aroma fuerte y desagradable me penetró los pulmones y la garganta me comenzó a picar.

Me detuve y un instante después, también mi hermana. Con voz suave me preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Ese olor?

—Sí.

Mis ojos se irritaban y a ella ya se le pusieron rojos. Bajé la vista y lo vi. De sus borceguíes salía humo; se derretían. Era caucho quemado y la peste inundaba el ambiente. Miré mis zapatillas y también se estaban derritiendo.

Estábamos en el piso 4 y no había ascensores. Un quejido. La miré. Trataba de no expresar el dolor. Me quemé las manos quitándole los zapatos y la cargué en mis brazos. Estaba pesada, tenía miedo de que se me cayera como si fuera de cristal.

El calor lo llenó, yo estaba sudando y ella también. Un silencio confundía mis sentidos, frente al calor de llamas que no veía.

«¿Un incendio?» me pregunté.

Corrí con ella. Ya se habían derretido mis suelas y ahora el piso me quemaba los pies. Nuestros ojos se colmaban de lágrimas un poco por el caucho, otro tanto por la quemazón de los pies.

Llegué a la puerta; metí como pude la mano en su falda y saqué la llave. Abrí el cerrojo y entré sin cerrar. La arrojé en la cama y me arrojé a mí mismo también. La cama, los muebles, nada ardía. Los pies y las yemas de los dedos se me habían carbonizado, toda mi carne en rojo recubierta por los trozos que quedaban de piel negra. Perdí la sensibilidad del tacto en toda la planta.

Bajé el pie sin tocar el suelo y lo sentía, sentía ese desmedido e infernal calor que cada vez era más. Traté de calmarme. Miré a mi hermana; se había desmayado, pero estaba respirando.

Con las mesitas de noche, coloqué una al lado de la cama y luego la otra en frente de esta. Pisé la primera y luego la segunda. Tomé la primera, la moví delante y me paré en ella. Así me movilicé hasta la puerta desde donde me asomé a ver con la boca abierta y los ojos rojos lo que más temía:

Los zapatitos de mi hermana, todavía se estaban derritiendo.

II

Una mujer salió de su cuarto. Yo estaba de pie sobre una mesita de noche en el umbral de la puerta, descalzo y con los pies negros y quemados. Salió con unos tacones rojos caminando como si nada. Vestía una piel de oso que llegaba hasta el suelo. Era mayor, obesa y canosa.

Tardó en verme, pero al hacerlo mostró señas de disgusto y repugnancia levantando las cejas y contrayendo la boca. Siguió caminando como ofendida. Por reflejo me senté en la mesita y luego me bajé de ella de un salto con las manos delante para aterrizar. Se oyó un grito que llamó la atención de la mujer. El mío, se me quemaron las manos y de los pies se me desprendía la piel, derramé sangre que quedó en el piso y al instante se evaporó.

Lloré de dolor, pero la mujer siguió de largo como si nada. Luego pasaron unos niños descalzos que venían de la pileta y entraron a su habitación. Quise bajarme, pero al verme las manos negras, rojas y blancas por la ampollas, preferí no hacerlo.

Mi cuerpo se movía solo; yo no parpadeaba. Me metí en la habitación con el mismo método de hacerme un puente con las mesas de luz. Cerré la puerta tras mío. Cuando pude me recosté en la cama junto a mi hermana. Me pellizqué. Dolió. Empecé a llorar sin parpadear, el agua simplemente caía sin necesidad de que mis párpados la barriesen.

Me puse de pie en la cama. Veía todo borroso, mis lágrimas no me dejaban ver y mis ojos no me dejaban parpadear. Miré mis manos, aún borrosas notaba que estaban temblando. Por la ventana vi la gente caminar en la calle a la que daba el hotel. Todo el mundo estaba perfecto, no había incendio, ni bomberos, ni gente saliendo del hotel. Todo estaba «normal».

Me saqué de la mano un anillo que tenía. Lo tiré al suelo y se comenzó a fundir frente a mis ojos. Lo próximo que vi fue a mi hermana tirando sus ropas y viendo como ardían. Me había desmayado. Me dolía la cabeza y había olor a quemado.

III

Ella se hallaba desnuda. Llorando, tirando su última media blanca recién sacada del pie al suelo. Observamos los dos cómo se quemaba. También arrojó al suelo mi ropa que tenía guardada. Sólo quedaba lo que tenía puesto.

Me vio.

—¿Despertaste?…

—¿Y a vos qué te parece?

Me miró de pies a cabeza y me dijo:

—Vos también quitate la ropa y tirala al fuego.

Me negué. Al verme menear la cabeza sus ojos con el ceño fruncido se abrieron y sus labios se contrajeron como si se le habría paralizado la cara con Botox mostrando los dientes blancos y perfectos que yo no heredé. En efecto, había perdido totalmente la cabeza.

Trató de sacarme las ropas. La expresión de su rostro se combinaba con una sonrisa de que nada más importaba, como si fuera libre de hacer lo que quisiera porque ya nada más importaba. Pero no era libre, era esclava del miedo y la irracionalidad.

Me estaba quitando la camisa cuando un personal del hotel tocó la puerta. Ella puso su mano en mi boca para que no hablara; le mordí la mano, pero no la sacó. Tuve que darle una patada en el abdomen para sacármela y decir:

—Pase.

La situación de vergüenza que tuvimos después la hizo entrar en razón y se puso a llorar. Le pedí al hombre si podía prestarme sus zapatos. Le ofrecí dinero a cambio. Me los prestó más por miedo y lástima de nosotros que por el dinero o amabilidad. Salí. Mi teoría se cumplió. Los zapatos que le compré no se quemaban y gracias a eso pude caminar. Salí, le compré ropa a mi hermana y a mí. Se vistió, se puso unas zapatillas que le di y me compré unos zapatos para mí también.

Ella no quería tocar el suelo, no quería. Pero al final, puso un pie en un zapato, puso también el otro y salimos caminando juntos de ese hotel.

Hasta el día de hoy no tocamos el suelo, de vez en cuando me corto una uña y la arrojó al suelo y la veo quemarse y le hago hacer el mismo ejercicio a mi hermana. Nos bañamos con sandalias. Evitamos toda posibilidad de caernos y llevamos guantes en toda época del año. Porque podemos vivir vidas normales, pero no tenemos olvidar que el piso quema.

 

Autor: Tomás Emilio Sánchez Valdés

(Buenos Aires, Argentina 1999). Escritor, poeta y estudiante de química. Fue conductor del programa de radio de la Escuela Técnica Nº8 D.E. Nº13 «Disfruta el silencio» del 2015 al 2016 que ha hecho emisión en la feria INNOVA 2015. Forma parte del «Taller Literario del Centro Cultural del Barrio Cardenal Santiago Copello» desde marzo del 2016. Se define como lector de Franz Kafka, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Jack London y Roberto Arlt. Ha publicado cuentos y relatos en revistas argentinas como «Extrañas Noches», «Escrituras Copelho», «Habitantes» y «Sábado»; también en las españolas «Siembra» y «La Voz Libre del Carrión», ésta última en la cual actualmente tiene una sección literaria.

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