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Tiempos democráticos


Los rostros que tapizan las paredes,

a las espaldas de los que esperan el autobús,

me miran y me hablan

cuando aparecen uno tras otro al cruzar la esquina.

Camino por una ciudad que se aferra

a sus recuerdos de grandes glorias

que luce sus edificios viejos y graffiteados

desgastados por la inclemencia del tiempo

que olvida los nombres,

las fechas,

los infortunios,

los horrores.

Que se mira frente a la televisión

y sentencia:

Algo habrá hecho.

Siempre los que ya no están algo habrán hecho

la ingenua certeza de la gente de bien

en su inmortalidad

en sus pechos blindados

en la imbatibilidad de sus castillos.

Todo, hasta que éstos, también se derrumban.

***

Despojados de todo nombre

un día nos despertamos

frente al lenguaje frío de la estadística.

Siendo apenas

un número que espera en la fila del banco

un número de departamento de un edificio

o la clave de un cajero automático.

De pronto la ciudad que conocemos

se nos esfuma frente a los ojos

como el humo de un cigarrillo

como una vela que está por acabarse.

Así, sitiados por los letreros de

“no pasar”;

“propiedad privada”;

“sonría, lo estamos filmando”

bajo la nube de smog que cubre el cielo

que entra por nuestros pulmones,

frente a la mirada ajena del policía

que vigila la cuadra.

Sitiados, en definitiva, por el miedo.

***

Este país no es nuestro.

Lo supimos la primera vez que salimos

a cazar unos dólares.

Lo entendimos una noche

en que nos levantamos de un bar

para dejar de conspirar

contra el pesimismo y la apatía

contra la ignominia de los años.

Pero poco pueden las palabras

frente al imperio de los carteles publicitarios.

Así, nos arrastramos hasta la frontera

detrás de una larga fila

como de oferta de almacén.

Acá, el momento más esperanzador

es siempre el sello del pasaporte.

De la nostalgia ni hablemos compañero

El último en salir que cierre la puerta.

 

Autor: César Saravia

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