Leopolda
La noche que Marco visitó la ciudad, los charcos rezumaban vapores innobles. Despedían aroma a pis de gato malcriado y sedentario, aunque no se tropezó con minino alguno, de lo contrario le habría estampado contra la rueda del primer coche a la vista y eso que aún no se había instalado en el hotel para aparcar las maletas: pesadas como cien panales de miel ambarina sólida y pegajosa; maletas que su esposa Leopolda decidió arrastrar tras de sí con el fin de pasar tan sólo un par noches, quizá tres, si conseguía convencerle para salir a tomar el aire, pasear o cenar a la luz cenital como solían. Resultaba todo tan improbable que su cabeza rodaba ya hacia el futuro más inmediato, formándose una composición de lugar y planes propios, solitarios. O no… ¿Quién sabe?
La habitación quedaba a la izquierda de un pasillo despoblado de mobiliario, despoblado de sensatez, despoblado de esa necesidad apremiante del objeto acogedor. Una simple mesa auxiliar hubiese bastado para depositar los trastos pequeños que se acumulan en todo viaje: el periódico del día, un paquete de chicles, el folleto del hotel, la misma llave de la habitación que la penumbra impedía encajar en la cerradura. Para más imperfecciones, su mujer no colaboraba, ni siquiera sacó las manos de los bolsillos del impermeable. A Marco siempre le invadía la sensación de cargar con una de esas muñecas que a uno por azar le tocan en las tómbolas de alguna feria de pueblo. Feria de campo cercado con alambre y cercenada de bombillas de colores adolescentes, de adolescentes ebrios con la primera libertad, decoradas con banderines de papel seda.
Se agobiaba Marco al no encontrar jamás acomodo para esta muñeca impropia, adoptada a la carrera, de la que otros se habían desprendido porque ocupaba demasiado en el estante gradeado de la caseta de tiro al blanco. El juguete impertinente que siempre toca en las papeletas trucadas a propósito para botarla cuanto antes de un escenario chillón, atestado de mil muñecas repetidas pugnando por abandonar tan patética exhibición. Una innecesidad que él había salvajemente asumido como estorbo.
Así, acopló a Leopolda en la estancia que resultó exigua pero luminosa, abandonó las maletas en medio de la alfombra e hizo lo que ella esperaba: salir corriendo hacia las escaleras con semblante aliviado.
Ya en la calle, tropezó con un joven en la acera y realizó la típica pregunta -¿un bar cercano, por favor?-el chico indicó el primero que pudo recordar, parecía satisfecho de entablar un poco de charla precipitada, incluso se atrevió a proponerle una copa invitándolo así a que lo acompañara.
Beber con un desconocido así, a bote pronto, le pareció al muchacho una temeridad y al tiempo una tentación, pero aceptó sabiendo que jugaba con ventaja pues el bar le era sobradamente conocido al habitar sus paredes de martes a jueves a la hora del café. Bebieron. Marco necesitaba comunicarse, eso se notaba al primer sorbo, el joven resultó un interlocutor excelente y le gustaba escuchar: -siempre es igual, todos los años viajamos unos días para cambiar de atmósfera oprimida pero sólo yo respiro las ciudades, las pateo, vago por sus rincones husmeando cada esquina.
Leopolda, mi esposa, permanece encerrada en los hoteles esperando incansable a que yo regrese de jugar al fútbol, a las canicas; disfruta viéndome salir corriendo sorteando los escalones de tres en tres, en ocasiones para darle gusto me deslizo por el balaustre y se queda esperando la hora exacta de la cena. Muy tranquila permanece hasta que anochece, entonces yo regreso puntualmente para no hacerle sufrir y siempre me ofrece un bocadillo de chocolate rancio, que guarda con celo y mimo en la maleta, repetimos este ritual a cada tarde.
Y ahora, si te fijas en el balcón del cuarto piso del hotel que se ve desde aquí, ella, pétrea como una imagen anclada, con los brazos en jarras, persigue el contra luz para hacerse visible desde la calle. Percibo ya su silueta inquieta.
-¿Se me nota que llevo tres Bourbon encima? ¿crees que estoy borracho?-
-El joven negó con la cabeza- ahora comenzaba a comprender que la historia de Marco era la de una pérdida, una tragedia.
Leopolda, en el hotel, esperaba a su hijo. Al hijo que ambos perdieron un verano de ventisca. Confundía los cabellos y el rictus de Marco con los del niño que quedó varado en su memoria.
Todos los veranos acababan igual: abrillantando y puliendo los balaustres de cada escalera de hotel por los que Marco se deslizaba, vistiendo pantalones cortos, emulando así a su propio hijito, para satisfacción y regocijo de Leopolda.
Autora: Nuria Viuda García
Soy escritora vocacional y colaboradora de revistas tanto digitales como en papel entre las que cabe destacar: La charca literaria de Barcelona en la que tengo una sección mensual titulada CRÓNICA DE LOS DÍAS QUE PASAN.
Alquimia literaria de Madrid donde colaboro con relatos inspirados en cuadros de grandes maestros de la pintura.
Escribo también en revistas de formato papel como sentimientos invisibles y la revista NOS -OTROS en lengua portuguesa ya que soy estudiante de esta maravillosa lengua y que edita la escuela de idiomas de Valladolid.
Este año saldrá a la luz mi primera obra editada por una editorial, titulada CONSIDERACIONES DESDE EL INTERIOR O EL CUADERNO BICÉFALO de la que también forma parte el escritor Rafael Parrado.
He participado en el festival internacional RECUORE junto con artistas plásticos con un relato expuesto en el museo de León titulado ARQUITECTURA SIN ESCOMBROS.
Obra inédita:--Pensamientos de playa y presagios.
--Cuadernos Portugueses.
---Verano en espiral.
---Pequeño cuaderno de arena inacabado.
-Breviario Hipnótico.
--Crónica compacta de los días que pasan.
---El motero. --Cartas de amor, epístolas intrépidas de un italiano homosexual.
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