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La eternidad de un instante

Sucede en el ímpetu de un salto. Corre, flexiona las piernas y junta fuerzas para volar, pero un músculo se le desgarra en el temps de fleche y, durante un fragmento de segundo, queda suspendida, como en un lienzo que le otorga eternidad a un instante y lo vuelve inmortal, aunque la escena jamás habría sido pintada por Degas. Aspira todo el aire que sus pulmones pueden contener y su boca se prepara para gritar, pero los años de disciplina la acallan, porque se sabe que el cuerpo de una bailarina es mudo. El director de orquesta deja de blandir la batuta, y la sonoridad de la última nota discordante reverbera hasta dar lugar a un silencio pertinaz. Un foco la enceguece y, antes de que la gravedad la despoje de los hilos celestes que la sostienen y de que su sombra se encoja hasta ajustarse a su cuerpo, recuerda: la niña de seis años que encanta a sus padres con su gracia, la niña que en la escuela suscita miradas por su forma de caminar afectada, la niña con sinestesia que no concibe el mundo si no es a través del movimiento, la joven de los dedos de música, de mentón altivo, de cabello tenso en el rodete, de empeines exuberantes y posiciones altas, que avanza sin titubeos por un sendero unívoco, que se abraza al sacrificio como a una religión fecunda, que ya a los ocho años toma decisiones de adulta, que atemoriza a todos por su arrobamiento e, incomprendida, se aleja y debe contar consigo misma como única confidente y consejera porque ser ella misma le implica no volver a vivir con su familia y, que a la edad en las que las jóvenes comienzan a atribuirles cualidades extraordinarias a hombres comunes, ella ya está consagrada a formar una díada con el arte para ser la hechicera que transmuta todo con su alquimia, que no vacila ni por un instante en hacer que la vida sea más bella y más intensa, que comprende que su ser es el material del que está hecho su arte y es por eso que más que un instrumento es su cuerpo un templo, que sabe que ni las horas en la barra frente al espejo, ni el ángulo justo de la cabeza, ni las líneas armónicas sirven sin talento, y que el talento no se enseña ni se aprende, como tampoco la pasión, que asume el dolor como parte del rigor y que tan importante como preparar los músculos es preparar la mente porque, si la mente no ayuda, el cuerpo no cumple su cometido, y al mismo tiempo sabe que la meta no es hacer las cinco posiciones, los giros, los grandes saltos, la batería, sino hacer que el cuerpo hable y cante, y comprende, además, que su baile es la mímesis del ritmo del universo y que debe encarnar en cada nota lo vivido, el goce del amor, lo no vivido, el olvido, el vacío del desamor, y sabe que el más cruel arte escénico es también el más apto, incluso más que la propia poesía, porque expresa lo que escapa a lo mundano, al tedio de lo cotidiano y a lo que sí se puede decir con palabras vanas. La carrera rutilante, el encuentro profundo con cada coreógrafo, el público entendido y el imperturbable, al que debe deslumbrar para que la recuerde, la respiración acompasada para sosegar el corazón vertiginoso antes de salir a escena, las ovaciones entre bambalinas, el filoso martirio de los pies comprimidos como pies de loto en zapatillas de raso, los contados instantes mágicos en los que logró trascender: la sala expectante, avanzando hasta el proscenio, los brazos desplegados, un lago proyectado en el ciclorama, y el teatro se vuelve un lugar sagrado. Y ahora en el ocaso, la caída. La degrada, como un objeto inservible la descarta, como un viento helado la despoja de su vida y la deja desnuda, un árbol de invierno. Y ahora cada momento es incertidumbre, sobre todo incertidumbre de los días que vendrán porque como ofrendas, todo lo ha dado, todo: ha vertido en un abismo su vida, sus hijos por nacer, un gran amor y el refugio de una familia. La niña con su bolso al hombro tras un cielo negro de tormenta, la muchacha colgada de transportes atestados, la mujer con pies sangrantes en los ensayos, con tendones desgarrados, con uñas oscuras, con dolor que adormece los sentidos, con heridas que de su alma brotan como pétalos morados. Bate los brazos inútiles ante el declive inevitable, arquea la espalda de manera que la cabeza le queda perpendicular a las tablas, las minúsculas partículas de resina adosadas a las puntas dibujan una voluta en el aire y dejan una estela dorada en la caída.

 

Autora: Laura Castellví

(Argentina, 1965) es traductora pública en idioma inglés, traductora literaria, técnica y científica, e intérprete simultánea. Vivió en los EE.UU. donde obtuvo la Licenciatura en Letras. Integró el cuerpo editorial de Hawaii Pacific Review (EE.UU.), fue editora de Spinal Press Magazine (EE.UU.), y algunos de sus poemas fueron publicados en la revista literaria Genre (EE.UU.). Ganó varios concursos literarios, incluyendo el primer premio del Certamen Julio Cortázar, el Premio Juan Luzian de Narrativa Bonaerense, el Certamen Literario Movimiento de Arte Independiente, el Certamen Literario UMSA– Asociación Argentina de Lectura, el Premio Anubis: Certamen Internacional de Terror, Fantásticos y de Ciencia Ficción, el Premio FASGO y el Tercer Concurso Internacional de Cuentos y Poesía: Cataratas Maravilla Natural. Es autora de una novela inédita.

Imagen de Degas

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