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Ella y sus senos y sus muslos y sus nalgas y su vagina y sus tatuajes


Clarice era una mujer que vestía de bruja, se ataviaba de poesía, de un inquebrantable juicio y de una desbordante sensualidad, que en conjunto ardían y bullían en la fiesta donde se hallaba, lo que provocaba repulsión y fantasías entre sus iguales, es decir, puñados de hombres que la deseaban en sus camas, aún cuando tuvieran que compartirla con la esposa. En ese convite, la inauguración de una exposición pictórica, los invitados presumían maestrías y doctorados como si se tratara de títulos nobiliarios, el lenguaje que se hablaba honraría con todas las distinciones a la Real Academia Española; se degustaban platillos tan sofisticados como los mismos pensamientos de los asistentes, quienes eran escritores, catedráticos, investigadores, estudiantes brillantes, pintores, escultores e integrantes de la más elitista burocracia; todos discernían y hablaban en voz alta sobre la relevancia de sus razonamientos, aunque en silencio y al mismo tiempo de una manera incontrolable, en sus mentes solo había una cosa, ¡Clarice!, bueno, ella y sus senos y sus muslos y sus nalgas y su vagina y sus tatuajes; bueno, específicamente concebían qué harían con esos senos y muslos y nalgas y vagina y tatuajes.

La observaban, la deseaban; hacían cualquier intento por acercársele, desde el más ingenioso hasta el más estúpido; la adulaban, la consentían, la engañaban, hacían de todo, que si quieres ser mi modelo, que si quieres ser mi musa, que si quieres ser mi amante, que si quieres ésto o aquéllo, que si quieres mi cartera (más grande que mi pene), en fin, las propuestas se apilaban como las botellas de vino recién vertidas en las copas de los invitados, y que se amontonaban vacías, inertes, sin contenido, en la zona de basura, de hecho, lo procesado mentalmente por esos pretendientes con mano de razonamiento barato, también se acumulaban en ese chiquero.

El parloteo no cesaba, incrementaba en falsedades y era mayor conforme quienes lo vociferaban se quedaban sin resultados; de entre aquel balbuceo de mentiras, surgió desde algunas bocinas del museo, Realiti, de Grimes, canción que entusiasmó a Clarice y que la mantuvo aislada por un momento, la cadencia de la voz y los teclados la sostuvo a flote, la modulación de Claire Elise Boucher[1], la apartó de la inmundicia de ese engreído e insoportable gueto.

Como siempre, Clarice vestía de negro; como de costumbre, con falda corta y un pronunciado escote, que en sus propias palabras, no tenía como fin provocar a los hombres, solo mostraba aquello para despolitizar el cuerpo femenino y mostrar su poder sobre él, aunque a los hombres, eso, sin importar que se tratase del más avisado intelectual, o del más sencillo de los obreros, los mantenía con la vista revuelta en una enorme encrucijada.

La mujer del escote, asediada y aburrida, tomó la decisión de abandonar aquel recinto del absurdo y la arrogancia, salió sin decir palabra, solo se esfumó y ya. Tomó un taxi, meditaba en él, sobre los hombres, sobre ella y su trabajo; ensimismada, tuvo que dejar esas abstracciones pues el chofer la distrajo.

- Veo que sufre, que un dolor le aqueja… ¿se encuentra usted bien? – Preguntó el taxista al mismo tiempo que miraba a Clarice por el espejo retrovisor, quien por un momento no supo qué responder.

- Me encuentro bien – Respondió la pasajera pensando en la farsa de la que había sido espectadora – Tal vez un poco confundida, pero nada grave – Remató displicente. La ciudad, por su cuenta, expiaba las penas de sus convictos y al mismo tiempo infligía desconsuelo y amargura. La noche, también lucía un gran escote, dejaba ver una luna ataviada de cicatrices, blanca, incitante.

- ¿Sabe?... le voy a decir algo… - Mientras el conductor preparaba su declaración, Clarice observaba cómo las calles se encontraban vacías, le parecían las de un pueblo fantasma - Le voy a confesar algo… usted me inspiró confianza… soy brujo… - Su mirada se fijó de nueva cuenta en el espejo retrovisor, no parpadeaba, ella correspondió con el mismo gesto, y justo antes de dar respuesta, un espasmo, amotinado de un enorme goce le recorrió el cuerpo, se desconcertó, no pudo responder, ese placer, como deben ser los placeres, la dejó sin juicio.

- ¡¿Brujo?! – Cuestionó con un gran interés mientras la oleada de placer que recién había gozado dejaba su cuerpo; luego se acomodó casi en la mitad del asiento - ¿Brujo en qué sentido? – Lo preguntó con tanto énfasis que el taxista tuvo que parpadear – ¿Realiza hechizos, tiene pacto con el Diablo o con espíritus malignos? – Continuó indagando con un entusiasmo que se balanceaba entre lo lóbrego y lo deleitable.

- En realidad soy más del tipo… digamos que estoy dotado de poderes mágicos, mismos que me confirman ver su dolor, si me permite, puedo mostrarle cómo funciona – Afuera del auto, un desesperante chirrido anunciaba lo que sobrevendría.

El taxista detuvo el automóvil, lo apagó y él giró hacia su derecha, en ese momento, a Clarice, y por un inexplicable motivo, le sobrevino a su mente Astral Weeks[2], donde Van Morrison le susurraba al oído, No soy nada sino un extraño en este mundo / Soy nada más un extraño en este mundo[2]. Entonces el brujo colocó su mano derecha frente al rostro de la hechizada y al mismo tiempo dejó de sonar la voz del irlandés; las calles también enmudecieron.

- El dolor no proviene de su cabeza – Dictaminó el chofer con poderes sobrenaturales – Debo buscar otra fuente de dolor - De modo que cambió de posición la mano, la ubicó enfrente del corazón de Clarice quien respiraba agitadamente, pulso que se aceleró aún más cuando la palma se postró sobre el pecho, entonces un rayo la recorrió, se encendió desde su cabeza hasta la entrepierna, esa explosión la obligó a apretar la parte inferior de sus muslos, intentando contener la lujuria que deseaba ser poseída. La mano frotó por encima del escote, el vidente percibió el más grande de los hechizos, pues el tamaño y la solidez de esos senos, vigorizaban desenfrenados las fantasías; escenario que perpetuarían el deleite, la complacencia y la satisfacción. Embrujada, incitada por aquellas manos clandestinas que le propinaban un placer recién descubierto, abrió las puertas al convoy de placeres que el brujo jamás había descargado. El chofer, de un salto ya estaba en el asiento trasero, y lo que había iniciado la mano derecha ahora lo repetía la izquierda, pues con la diestra tomaba el cuello de Clarice, que batida por la gloria alcanzada, se dejaba besar, acto que tuvo ser suspendido pues las luces de una sirena les obligó retomar posiciones y continuar con el trayecto como si nada hubiera sucedido.

Clarice se preguntaba qué había fallado en su juicio, qué trastorno poseyó sensatez y prudencia; no obtuvo respuesta, o no la quiso reconocer, pero era claro que ese chofer venido a brujo, era la mejor afirmación de un fetiche jamás manifestado. Freud catalogó esta parafilia como perversa, otros psicólogos no tan nombrados dictaminaron que esta excitación es la manifestación de los problemas propios con la norma, y claro que era así, Clarice, sediciosa, insurrecta y sublevada, corría su vida contra las reglas.

El recorrido estaba por completarse cuando el taxi sufrió algunas convulsiones mecánicas que le dieron muerte, o al menos eso parecía.

- Tendré que bajar a averiguar de qué se trata – El chofer abrió el cofre, se escuchaba cómo manipulaba piezas automotores. Clarice, un tanto decepcionada, veía venir el desenlace de su noche, caminando a casa, sola y con un apetito sexual sin saciar. El taxista regresó a la cabina del auto - ¡¿Le pido de favor si me ayuda, puede ponerse al volante y encender el motor?! – Más hastiada aún, la pasajera tomó el lugar del piloto e intentó dar marcha sin conseguirlo - ¡Una vez más! – Gritó desde su posición quien ahora era mecánico. De nueva cuenta ella giró la llave, otra vez sin resultados. Mientras el hechicero continuaba en lo suyo, Clarice tomó su bolso, sacó un lápiz labial y pintó sus labios; hacía tiempo, esperaba la llamada o el mensaje de alguien que la llevara fuera de este mundo. El chofer, por su cuenta, maldecía la hora en que la patrulla se estacionó detrás de ellos involuntariamente; del mismo modo lanzaba injurias en contra de la mecánica de su auto, de la gloria al infierno, se repetía a cada momento.

El chofer llegó ahora con nuevas indicaciones, la hechizada tendría que mover la palanca de velocidades, recorriendo todas las posiciones y en orden ascendente; acto seguido, Clarice empezó a mover de la velocidad uno a la dos, cuando llegaba a la tres, el brujo que era taxista, o el mecánico que era también hechicero, le pidió parar pues el desplazamiento lo realizaba en sentido contrario, cuando regresaba al área del motor, leyó una línea de cuatro palabras que lo conmocionó, Libertadora del delirio, la lectura de esa frase fue el indicio perfecto para iniciar un texto erótico que él mismo escribiría con manos y lengua, pues lo recién leído era un tatuaje en el muslo izquierdo de Clarice.

- ¿Sí me entendiste cómo? – Preguntó el hechicero que era taxista. Clarice, que era la hechizada y la decepcionada y la hastiada, simuló el movimiento – No, así no, es así – El taxista metió medio cuerpo y con su codo rozó los senos de Clarice, el desplazamiento no paró ahí, continuó hasta rozar el muslo, después el chofer haría la mímica de cómo debería aplicar los cambios.

- No me quedó claro cómo – Clarice había regresado a la tierra de las delicias irracionales, bastó un ligero toque para exiliarla en esa tierra del desenfreno. Y para que no quedara ninguna duda de aquello, abrió sus piernas, los pórticos de la irreflexión, abiertos de par en par, vivían resueltos a dejar fluir el elixir de todos los demonios, se hallaban dispuestos a dejar Meter al Diablo al Infierno[3]. Las manos, con mucho detenimiento, leyeron el tatuaje, ojearon los muslos, descifraron el entresijo de la entrepierna; después, los dedos se aliaron y surcaron entre ríos de aguas inconfesables, donde lo único que quedaba era arrodillarse y beber insaciablemente. Clarice era presa del más tirano placer, nada quedaba hacer salvo obedecer a todas las tentaciones reinantes en el paraje de las disoluciones, en donde era poseída por un orgasmo que profesaba su insaciabilidad. El descontrol los dominaba, y fieles siervos del placer, obedecían arrebatos y excesos.

El chofer abrió la puerta, entró y se acomodó en su puesto, de modo que Clarice cambió su posición un momento solo para después anclarse sobre el vidente, quien de inmediato la tomó por los muslos, abandonando las manos en toda esa carne donde el más transgresor de los hombres saciaría ayunos pasados; posteriormente, y para desmoronar lo que quedaba de cordura, tomó las nalgas de la pasajera e intentó orquestar un cúmulo de asediadas sensaciones que fascinaron más cuando vio el rostro vencido de su venerada, que se frotaba contra él con mayor fuerza. Para terminar el ritual de todos los extravíos, llevó las manos a los senos y de inmediato desajustó el sostén, miró unos segundos esos racimos venéreos pero su boca exigía alojarse ahí de inmediato, de modo que obedeciendo solo sus instintos, fue lo que hizo, ahí, con lengua y labios, escribió grandes haikús, que Clarice, complacida y orgullosa, veía cómo eran escritos.

Dispuesta a concluir el conjuro, descubrió al subyugador, quien inmejorablemente abastecido, disponía su montura, ilustrada en los cortijos más decadentes e inmundos de la ciudad; siendo así, el brujo enhebró y se erigió íntegro durante algunos minutos, la soberana de la lujuria, quien portaba una corona fundida de pecados, capitales y funestos, exorcizó todas las abstinencias. El hechicero, por su cuenta, vio que todas esas alabanzas diarias que arrojaban la espesa emulsión, tocaron tierra solo para perecer esa misma noche en la que le fue abierto el sepulcro de la pasión, donde arrojó en aquella urna rosa, las cenizas de su excitación.

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[1]Claire Elise Boucher, 17 de marzo de 1988, Vancouver, Columbia Británica, Canadá; lidera el grupo Grimes. Realiti, pieza incluida en el álbum de estudio Art Angels, noviembre 2015, 4AD.

[2]Astral Weeks, canción y nombre de la segunda producción de Van Morrison. 1968.

[3]Boccaccio, G. Meter al Diablo al Infierno. El Decamerón. Filipo y Bernardo Giunti. Italia, 1350.

 

Autor: Julio César Osnaya Guzmán.

Julio César Osnaya Guzmán (Distrito Federal, México, 1971). Ex estudiante, ex remero, ex joven; padre, emprendedor, lector. Escribe guiones de radio, artículos y cuentos. Próximo a publicar su primera novela.

Twitter: @34bogas

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