top of page

Contorsiones de placer


Tras golpear la rodilla de Víctor, el maletín volvió a hacer surcos en el aire, esto paso una vez, dos veces, decenas de veces. Cuando el hemisferio norte se encontraba sumido en la oscuridad, su cuerpo, forrado en armadura de oficinista, daba movimientos casi orgásmicos. Mientras su brazo columpiaba un amplio maletín café oscuro, su cerebro le daba órdenes de silbar, silbar, silbar lo que fuera. Víctor comenzó a chiflar una canción que no recordaba haber escuchado en esa vida, cualquier buen oyente se daría cuenta de que se encontraba silbando White Light/White Heat de los Velvet. La madrugada le hace bien a su alma.

Faltaba una hora para que la noche se asentara en algún país asiático y el sol escupiera su luz en las caras de algunos merodeadores nocturnos que habían tenido la desgracia de nacer en el país más pobre de Norteamérica. La esencia de los gallos cantores hacía su metamorfosis y terminaba convertida en algún vago, prostituta o guardia de bodega que sin pedirlo terminaba presenciando la milenaria magia de un amanecer. Víctor aprovechó aquel sobrante de oscuridad para ir al locker del gimnasio a cambiar el contenido de su maletín. Un rato después, al llegar al gimnasio, y tras registrase en la hoja de la recepción, entró en los vestidores solo para toparse con media decena de burócratas cambiándose la ropa y preparándose para sudar como lechones. En el deporte, los burócratas representan una de las divisiones más furiosas y desalentadoras del mundo occidental; por cada pesa que agregan a una barra, por cada jugada que lanzan contra un balón, por cada kilómetro que le suman a una carrera sólo logran exhalar mal oliente sudor y autodesprecio «¡Uno! Lo odio licenciado Martínez ¡Dos! Mi bebé es una puta molestia ¡Tres! Soy un gordo y me doy asco…». Uno de los oficinistas se roció desodorante como si se tratase de un policía rociando gas pimienta a un manifestante y salió para enfrentarse con las barras, los demás lo siguieron. Víctor espero a que el último saliera y entró por su casillero. Una canción de EDM se escuchaba fuera de los vestidores.

El locker de Víctor no mide más de un metro, pero se ha convertido en su almacén y confidente más importante; es gris y tiene un candado verde que parece decir «Si depositas porno infantil aquí, terminaras en Birkenau». Metió la llave, retiró el candado e intercambió el contenido de su maletín por otro que estaba en el casillero. Volvió a cerrar el casillero, salió de los vestidores a la recepción y de la recepción a la calle balanceando su maletín. Se dirigió a casa.

En los pocos centímetros que tenía, el maletín de Víctor protegía de ojos ajenos, una dimensión alterna de la cual la mayoría de sus conocidos no tiene ni rastro de información. Cualquiera que hurgara en aquel rectángulo forrado de piel falsa no encontraría desconcertante porno infantil, en cambio, desenterraría de su protectora forma un conjunto de tacones, brassier, bragas y medias que están valuadas en al menos el doble de lo que vale el traje verde de tres piezas (incluyendo la camisa blanca y la corbata roja) que Víctor llevaba puesto. También encontrarían un kit de maquillaje que valía al menos el triple. Estas prendas solo eran el complemento de un prodigioso vestido azul marino con lentejuelas y una peluca que provenía del cuero cabelludo de una muchachita oriental, que lo esperaban en su cubículo de trabajo. De día Víctor fingía ser un oficinista de una compañía de seguros de veinticuatro horas, cuando en realidad, por la noche trabajaba como Drag queen. Su nombre de Drag queen es Ifis. Los familiares de Víctor no conocen a Ifis y los familiares de Ifis no conocen a Víctor.

El sol abrió la puerta de la habitación de Norteamérica y mostró su cresta luminosa. Los ojos de Víctor/Ifis sufrieron un ligero ardor y la endorfina de su cerebro comenzó a disiparse. Ifis regreso a su dimensión alterna. Víctor odia la mañana; la mayoría de las veces él se dice que se debe a la luz natural y al incipiente calor, pero en el fondo él sabe que no es así. Él tiene una esposa, se llama Jimena.

Jimena y Víctor se conocieron cuatro años atrás, ella estudiaba el último año de preparatoria y él estudiaba el segundo año de universidad. Se hicieron novios a las dos semanas de conocerse y se casaron dos años después.

En el estilo convencional y conservador de la palabra, Jimena es una esposa preciosa: se dedica a cocinar durante la mañana y durante la tarde estudia en una escuela de belleza, los fines de semana va al salón a arreglarse el pelo; Víctor lo odia. Para Víctor el pelo de su esposa siempre parece un puto panque esponjado. Además, él odia el olor que ella tiene al volver de sus clases o de sus salidas, ella carga un olor de postres en llamas, como si un neoludita hubiese incendiado una fábrica de azúcar. Le asqueaba la manera en que ella lo miraba algunas mañanas, una especie de desprecio por él y clemencia para que le diera compasión. Le aborrecían las historias aburridas que ella le contaba. Y más que nada, le repugnaba cómo se comportaba el mismo cuando estaba con ella: su voz monótona, sus falsos relatos de oficina y su irrevocable virilidad.

Casi todas las mañanas Víctor sigue un ritual que algunos llegan a considerar masoquista. Tras pasar horas retorciéndose placenteramente en la línea de lo masculino y lo femenino, después de convertirse en un dios ambiguo enfundado en un vestido frambuesa y tras ser alabado por docenas de inadaptados, borrachos de última hora, amantes de la confusión, fotógrafos amateurs con sus obturadores abiertos y damitas masculinas, él vuelve a casa, recalienta la comida del día anterior y se sienta en un sillón a ver televisión: infomerciales, orientales suicidas, porteños recibiendo una pensión de macanazos, tiroteos en escuelas, inmigrantes tragados por el desierto, niños en llamas en una zona impronunciable, un animal en medio de dos panes con un poco de queso encima, concursos y a Chilly Willy y su silencio. Aquella mañana fue igual.

Después de convertiste y desconvertiste en un reptil con espasmos que parecía haber nacido solamente para contorsionarse mientras cantaba melodías de señoras que habían madurado durante los ochentas, Ifis cambiaba su vestuario por un traje y terminaba convertido en Víctor. Aquella noche ella/él se había lanzado al público al ritmo de una letra que relataba los pensamientos de una mujer despechada y rebelde, había salido al escenario después de Pedro, la machorra pero antes de Romero Rubia. El público hacia diversos sonidos y la materia de su ruido se combinaba sin tocarse/tocándose con la materia de la luz y la sombra del escenario y del local. Después de enfundarse en su traje y recibir su pago salió a la calle con sus medias y bragas usadas junto a unos tacones metidos en su maletín. Todos sus poros parecían disfrutar de la vida nocturna, su brazo balanceaba el maletín y lo hacía chocar con su rodilla haciendo surcos en el aire una vez, dos veces, decenas de veces. Al llegar a su casa, un departamento en el piso ocho, Víctor se lanzó directo contra el sillón más cercano a la televisión, fue un movimiento violento, como si tratara de quebrar el sillón o al menos su cuerpo en el intento, cayó de lado y encendió el televisor.

Jimena se levantó tras escuchar un golpe en el departamento, con los ojos a medio abrir y su pelo en diferentes direcciones se dirigió fuera de la cama, hacia la sala. Al llegar a la sala tuvo una sensación como la que se da cuando a alguien se le regresa la grasa por la garganta, tenía ganas de vomitar. En el sillón se encontraba su esposo vestido con su asqueroso traje color verde oscuro que parecía estar hecho con tela de sillones viejos, su cabeza se encontraba agachada y sus ojos veían su celular como si no existiera otra cosa; en la pantalla del celular un sujeto le pedía matrimonio a su novia arriba de un globo aerostático mientras ella se tapaba la boca fingiendo sorpresa, en la televisión, un conductor informaba sobre un mitad caníbal, mitad pervertido que se había comido la vagina de una niña de ocho años, literalmente.

A grandes rasgos, Jimena aborrecía la personalidad tan aburrida de su esposo: su voz monótona, sus historias de oficina, su intento de masculinidad a lo John Wayne y, para visualizar su odio de manera palpable, sus trajes; odiaba en especial un traje que tenía un color peor que el «café mierda», era color «café servidor gubernamental». Él le daba dinero y ella actuaba servilmente.

Jimena había llegado al clímax del aburrimiento y llevaba al menos tres meses inhalando solventes para pasar el tiempo, se había inventado como excusa que estudiaba en una escuela de belleza cuatro días a la semana. Hubiera sido más fácil llevar la mentira si no hubiera comenzado a fumar crack, llevaba un mes y en los barrios bajos la conocían como Tea. Jimena/Tea llegaba oliendo a amoniaco o al corte de la piedra (este último le impregnaba en la ropa un olor a calaveritas de azúcar prendidas con un encendedor). Los sábados invertía su dinero en una lata de piedra mientras su esposo creía que ella se encontraba en el salón de belleza. Él era algo idiota, ni siquiera se daba cuenta de que ella llevaba con el mismo peinado más de cuatro meses. Ella le preparaba de comer por las mañanas y se iba a sus expediciones narcóticas por la tarde, al hablar con él al inicio de la noche se inventaba aburridas historias sobre cómo aprendió a poner uñas. Últimamente, Jimena ni siquiera gustaba de alimentarse, había bajado diez kilos debido a la falta de alimentos y su consumo de drogas baratas, fuertes y baratas.

La tarde pasada Tea había estado fumando en un cuarto de los alrededores del centro. El epicentro de su cuerpo se encontraba convulso y su ser se llenaba de contorsiones demoníacas, después le llego un endurecimiento en la articulaciones y ella creyó haber muerto. Paso más de media hora tendida en el suelo con riesgo de ser violada por algún vagabundo, hasta que se levantó y decidió arrastrarse/caminar hacia su departamento por si llegaba a colapsarse de nuevo.

El alter ego de Jimena probablemente no llegaría a conocer al alter ego de Víctor, era algo inconcebible, como que el día y la noche se encontraran al mismo tiempo en el mismo lugar.

Pero a pesar de que se aborrecían uno al otro, nunca habían pensado en separase. Persistía un sentimiento de profundo desconocimiento que mantenía viva su relación. A veces cuando convivían más de dos o tres horas, alguno de ellos sonreía por algo, como si existiera una historia que no se pudiera contar, o a veces, sus voces abandonaban su monotonía con violencia y decían alguna frase extraña y casi inconexa. Esperaban, como las personas que esperan un eclipse, que de un momento a otro sucediera algo improbable.

Tras dos años de casados, sentían que existía algo del otro que aún no conocían.

 

Autor: Reinardo H. Hund

Soy residente de la Ciudad de México. He escrito en revistas sobre diversos temas, la ultima fue la revista digital "Erizo.org".

bottom of page