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Cuento sin título de S. Botija


Era febrero o marzo del 2003, recién llegado de Córdoba, sabía que algo en mí estaba pasando. O mejor dicho, alguien me estaba faltando y ese alguien era mi papá, mi viejo, Walter, Willie como le decían los pibes -no tan pibes- de los “Bisontes”, el grupo de motociclistas del cual mi viejo formaba parte. La mayoría eran de Atlántida, Parque del Plata, Las Toscas, alguno que otro del depto. de Maldonado, Rocha o Montevideo, todos buena gente. Por lo que me acuerdo, si bien yo tenía unos quince años, en su mayoría laburantes. Pero creo que ese alguien, ese papá, ese amigo que yo sentía que faltaba era algo así como una ayuda, un límite, por decirlo de alguna manera un “poco de mano dura”. Mi vida -para la edad que tenía- iba de mal en peor, los vicios en general cada vez se hacían más dueños de mis días y acá en Buenos Aires me las veía pa’l carajo.

Llegué de viaje en Cacciola, me encanta el agua, sobre todo sentarme en la punta de la lancha, armarme un fasito y disfrutar el viaje solo, como me acostumbré de chico, siempre me manejé solo.

Una vez en tierra uruguaya –más precisamente en Carmelo–tenía que llegar a Las Toscas en donde vivía mi viejo y el negro Matías (mi tío), para eso tenía que irme hasta Montevideo y ahí tomarme otro bondi –o mejor dicho, en charrúa, el ómnibus– hasta Las Toscas, Km 47 de la Interbalnearia.

Ya de noche, con dos bolsos, una mochila y un cansancio bárbaro, pero con el entusiasmo de un pibe que ha viajado de un país al otro para reencontrarse con su papá, llegué hasta el rancho de chapa en el que vivían los dos provisoriamente mientras edificaban. Pero la cara de orto de mi viejo era más grande que el entusiasmo de verme y encima sus palabras fueron: “¿qué haces acá?, mirá que mañana nos vamos a trabajar al campo”. Fue como una patada en los huevos, comimos una fritanga con el negro Matías, mi tío, y entre charla y charla me invitó a fumar uno.

Nos acostamos a dormir y al otro día a las 6.30 h ya escuchaba el motor de la Orex 350 del 47”, si mal no recuerdo, que parecía un Fusca, al mejor estilo Willie con equipaje que más que un viaje por laburo, parecía una mudanza.

Me acuerdo que fuimos a hacer un laburo de albañilería a la loma del orto, un pueblo que se llama Sarandí Grande, en el departamento de San José. Nos alojamos en una caballeriza del dueño de la casa en la que teníamos que laburar. La primera noche salimos por el centro, que eran dos cuadras con cuatro locales, entre ellos un bodegón viejo que cumplía varias funciones según el horario. Antes de ir a cenar y ver el partido de Argentina vs. Uruguay, nos encontramos con el Canario, un amigo de Willie, laburaban juntos en la construcción. Encaramos para el lado de la plaza del centro, la plazoleta Artigas y, charla va charla viene, el Canario me pregunta:

—¿Vo’ gurí, te pensás quedar a vivir?

—Eh, no creo, en principio vine a visitarlo a mi viejo. Tengo una vida en Buenos Aires y toda mi familia allá— respondí.

—¿Fumás?— me preguntó y arrancó medio faso que tenía armado. Lo miré a mi viejo y fumé, esperando un bolazo como mínimo, pero solo estiró la mano para que le pase el porro y fumar con nosotros. No lo podía creer, estaba fumando porro con mi papá, era una experiencia buenísima, ya el clima de mierda ése que había cuando llegué se empezaba a transformar en unas vacaciones ideales. Nos saludamos con el Canario y fuimos al barsucho ése que según el horario se ampliaban los servicios que te ofrecían. Le pedimos al mozo, yo una milanesa con papas fritas y papá se pidió un asado con ensalada y una Pilsen. Y arrancó el partido. Al primer gol de Argentina lo grité yo solo, los yoruguas me miraban, me querían comer crudo y Willie, entre el faso y la cerveza (no habían pasado ni cinco minutos de que habíamos hecho el pedido):

—Mozo, mozo: ¿qué pasa con la comida, que no viene?

—Caballero, están preparando su pedido— contestó el mozo con su mejor cara de ojete.

Entre que yo gritaba los goles y mi viejo que estaba re porreado, en cualquier momento nos echaban a la mierda. Cenamos y Willie me dice:

—Hijo, vos me vas a esperar en la plaza, ahí con los chiquilines, que yo tengo que hacer un trámite.

—Ja! Un trámite un sábado a las dos de la madrugada papá, yo tengo 14 años, anda tranquilo que yo te espero— le dije.

Eran las 6 de la mañana y mi viejo venía a lo lejos, parecía que venía haciendo zigzag del pedo que traía, me di cuenta que verme lo relajó, nos abrazamos y encaramos para la caballeriza donde habíamos tirado un colchón de dos plazas en el piso para dormir juntos. No va que al lado mío se me aparece una rata, lo peor que me puede pasar, las odio, no es miedo, es asco, impresión, no sé, se me frunce el culo y se me pone la piel de gallina cada vez que veo una. No es miedo, aclaro, es asco. Mi viejo a todo esto roncaba como un perro, se ve que el trámite lo dejo arruinado.

Los días transcurrían y nunca laburamos, ahora que me doy cuenta, tampoco gastábamos mucho que digamos. Ahí la conocí a Lore, yo tenía 14 y ella unos 19 o 20 años, era una masa la paisanita, o –como le dicen en Uruguay a la gente del campo– la canaria. La pasaba bien con ella, en realidad estaba más tiempo con ella que con mi viejo. Era otro mambo, nada que ver con esta ciudad. En mi corta vida viví tantas cosas y sobre todo estilos y experiencias de vida totalmente diferentes, será esa costumbre de tener que adaptarme a lo que hay, es por eso que quizás lo que hoy vivo lo llevo dentro de todo bien.

Fue como un amor de verano, imaginate, me decían “el argentino” y era bastante facherito de pendejo. Aparte mi viejo era bastante mujeriego, un pirata. Ahora que veo la vida con otra mirada me doy cuenta que papá no estaba bien, teniendo en cuenta que era un flaco de 35 o 40 años, separado desde hacía unos 7 u 8 años de su mujer de toda la vida, mamá de sus cuatro hijos, y alcohólico.

Me pareció que en ese momento yo tenía que volverme. Fui con el objetivo de aferrarme a un padre que no estaba en casa hacía mucho y yo tenía la necesidad, siendo tan chico, de parar con algunas costumbres porque iba de mal en peor y no encontré lo que buscaba. Bah, al amigo sí lo encontré, con el que fumaba, tomaba, salía de joda siendo tan chico y al final era más de lo mismo que vivía acá en Baires.

Me volví.

Al mes estaba preso en el San Martín en donde estuve ocho meses, de ahí me trasladaron a una comunidad terapéutica con el objetivo de hacer un tratamiento, a las tres horas había saltado el paredón y me había tomado el palo. Otra vez lo mismo.

Mi vieja ya no sabía qué hacer, no llegué al mes que otra vez estaba preso… Roca, Belgrano, etc, etc.

En el 2013 después de mucho sin verlo a Willie, ya había estado diez años preso, conseguí lo que hacía mucho venía buscando que eran las salidas transitorias.

Me propuse reconstruir todo ese vínculo con mi viejo, salí una vez y me había organizado que la próxima salida iba a ir a verlo. Pero una noche estaba tomando unos mates con el negro Maxi y me avisan que tenía teléfono, cosa rara, nunca me llamaba nadie. Era mi vieja para avisarme que ya no iba a poder verlo a papá.

Papá había muerto.

 

Autor: S. Botija

Este texto fue producido en el taller de escritura que funciona en el CUD (Centro Universitario de Devoto) y publicado anteriormente en el número 16 de la revista La Resistencia.

Imagen tomada de https://www.youtube.com/watch?v=1mPHYuzPuS0

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