Las magnolias de la Plaza Zabala
Estoy sentado en la sala de espera de un hospital hace aproximadamente una hora. No pasa nada, nadie me llama, nadie me mira, no existo.
Llegué y hablé con la recepcionista y le dije que necesitaba un médico. Me dijo que me siente y que espere. Es lo que hago desde entonces.
Afuera llueve.
Yo había salido a caminar para mover las piernas y sentir un poco la lluvia cayendo.
Hacía cuatro días que no salía del atelier, pintaba un poco, escribía un verso, paraba, seguía, cambiaba de idea, aprontaba el mate, tomaba un poco, se enfriaba, le daba vuelta la bombilla, volvía a pintar, escribía de nuevo, releía, volvía a mirar la tela con colores, cambiaba de idea otra vez, preparaba otra vez el mate… En fin, andaba un poco perdido.
Por fin decido salir, abro la puerta y la luz de la ciudad nublada me siega un poco.
Camino primero hasta la peatonal Sarandí y después hasta la escollera, de ahí bajo hasta la rambla y sigo el curso del mar marrón y revuelto.
Me mojo bastante pero no me importa, hace calor y vale la pena porque las tardes de lluvia quedan sólo para los valientes, el resto huye a proteger sus cuerpos como si fueran a derretirse.
Camino un poco eclipsado porque me da la sensación que el mundo huele diferente desde la última vez que salí. No sé si es porque hay viento sur y huele a sal y a mar y a historias de Jack London o porque soy alguien que vive sorprendiéndose por todo como un idiota. Sin embargo afirmo que algo había en el aire.
Sigo en el hospital, del médico ni noticias. Ya van dos horas y media. Empiezo a pensar en irme con el brazo roto como lo tengo, irme así nomás. De todas formas es el izquierdo y no tiene mayor utilidad para mí, y por otro lado ya no me duele. Además puedo guardar de trofeo de guerra la deformación que me va a quedar en el hueso mal soldado y hacerme el romántico contándole a alguna chica que me caí de un árbol tratando de capturar magnolias en la Plaza Zabala.
Pero no me voy, me quedo sentado esperando que el tiempo haga su trabajo silencioso.
En la sala de espera hay gente de todo tipo, algunos se ven bastante mal, se agarran un ojo, una pierna, el pecho. Hay mujeres que consuelan a sus hombres y hombres que consuelan a sus mujeres, y yo que ni me consuelan ni consuelo a nadie. Solo pienso en el momento que me caí del árbol y voy repasando todos mis pasos, desde el momento en que decidí ir a la plaza, qué tenía en la cabeza y por cuáles calles anduve.
Las imágenes se amontonan, parece que hubiese pasado un siglo en un único día. Lo primero que recuerdo a la perfección es ir por la rambla a la altura del Barrio Sur y querer seguir andando hasta que el mundo se resolviera a terminar.
Reconstruyendo los pasos que di de manera ordenada puedo decir que llegué andando hasta cerca del Parque Rodó. Lo siguiente que recuerdo es haber bajado a la playa a mirar el mar y su contraste con la arena en ese vaivén que tienen las olitas minúsculas de esa agua que no es ni dulce ni salada, y por lo tanto su densidad tiene la particularidad que –no sé si los químicos tendrán o no una fórmula para eso- para mí es una densidad indefinida.
Cuando el agua toca la arena de la playa y ésta se moja y se encharca sólo un segundo, ese instante en particular, no tiene paralelo con lo que pasa en un río o un mar de verdad.
El estuario es tan original como el nombre, es ese paso, esa transición, esa metamorfosis acuática de algo que cambia inexorablemente, esa transmutación de dulce a salado. No se puede volver atrás, es de una vez y para siempre. Así, permanente. Por lo menos hasta que el agua se evapore y vuelva a arrojarse a la tierra de forma inconsciente.
Algo así me parece que me pasó a mi esa tarde gris que llovía finito, después no llovía más, a veces asomaba un cacho el sol pero solo eso, el resto continuaba gris. Después por ahí llovió de nuevo pero no me acuerdo bien… Lo que me pasó es que hubo esa transformación interna y grosa cuando dejé de mirar la arena y las olitas que la mojaban, levanté la vista y la línea siempre recta y eterna del horizonte se clavó en mi retina.
Recuerdo brevemente que había un grupo de gente fumándose un porrito, pasé por ahí, fumé un poco yo también y me quedé un rato hablando giladas.
En eso apareció una chica amiga de esa gente y no sé bien cómo, después de un rato, caminaba al lado mío como si entre nosotros hubiera alguna cosa. Y realmente la había, ella estaba bastante bien y yo trataba decentemente de hacer uso de mis estrategias galantes. Parece que lo venía logrando…
De repente hubo algo, un desencuentro teórico, lejos de la cama y del amor pero dentro de la seducción de los posibles.
Me preguntó cosas varias, de mi vida, de dónde vivía y de mi trabajo. Le conté un poco… Le conté que hacía algunos años había vuelto de Buenos Aires donde había pasado parte de mi niñez y mi adolescencia, que allá había estudiado, trabajado, ganado plata, perdido plata, me habían pasado un montón de cosas y que por una cuestión de faldas había resuelto volver a Montevideo. Por supuesto lo de la falda no funcionó pero yo ya estaba ahí, era mi país y punto. Ya no volví a irme. Mis padres tampoco estaban más allá, se habían ido en alguna de las sucesivas crisis a probar suerte a Barcelona y por allí andaban, aguantando la crisis europea. Y que yo pintaba cuadros y escribía poesía.
La chica se llamaba Camila y estaba en el último año de joyería en la Figari y también hacia esculturas. Ahora había salido del taller a dar una vuelta para airear los pensamientos.
Andaba enrollada con el tema del arte, con la función social del arte, la no función social del arte, con la lógica capitalista del arte, con el valor ilógico del arte, con los artistas militantes que pintan cuadros heroicos y que terminan en colecciones privadas de déspotas llenos de billete o en livings multimillonarios, al lado de mesas o sillones de costos altísimos y observados por gente que no entiende nada de lo que el autor quiso transmitir.
Caminamos un poco y discutimos el asunto, por supuesto sin llegar a ninguna conclusión, más bien era en un tono un poco épico de cruzada contra el mundo.
Eso me gustó, creo que fue lo que más me gustó.
Nos dimos unos besos mientras discutíamos. Los besos tenían el gusto de la disputa por el poder aunque en realidad los dos pensábamos más o menos lo mismo.
Después pasamos por un almacén, compramos un vino y volvimos a la rambla a tomarlo. Ya anochecía y nos quedamos ahí, mirando el horizonte que yo había mirado un rato antes. Le comenté el asunto del agua ni dulce ni salada, mi percepción de la densidad indefinida y las mezclas indisolubles.
Tomábamos del pico, ella de a tragos más largos que yo. Se quedó pensando un rato en lo del agua y después dijo que sí, que nunca lo había pensado pero que era verdad. Con los metales pasados por fuego pasa lo mismo, ponés oro y cobre, le subís la llama al soplete y en un rato tenés oro rosado. Un metal nuevo creado a partir de dos anteriores que se desintegraron indefectiblemente.
El vino se terminó y la noche estaba de lleno en la ciudad. Teníamos hambre. Me dijo que si quería podía ir con ella a su casa, que era en realidad el taller, y podíamos preparar alguna cosa para comer.
De pasada compramos otro vino y allá nos fuimos.
La casa taller en realidad era un garaje viejo que alquilaba en Barrio Sur. Tenía un baño, una mini cocina, una cama chica y la mesa con las herramientas, el soplete y un montón de cosas diminutas y desconocidas para mí. Al lado de la mesa también tenía algunas esculturas de arcilla en el piso que estaban bastante buenas.
Hicimos unos fideos con manteca y queso que comimos sentados en la cama mientras escuchábamos algo de música, unos bluses zarpados de Muddy Waters, y tomábamos vino en unos vasos gruesos y enanos.
Los dos sabíamos que íbamos a terminar en la cama así que no había prisa ni necesidad de estupideces.
Le pregunté si hacía mucho que vivía ahí entonces me contó una parte de su historia, y eso fue lo que me hizo ir hoy a la Plaza Zabala en busca de magnolias.
Resulta que ella había llegado a Montevideo del interior, se había criado en la playa, en una playa medio desierta del departamento de Rocha. Sus padres eran artesanos y en algún momento habían recaído en La Esmeralda -ese es el nombre de la playa- y por ahí mismo se quedaron. Después de una serie de peripecias para sobrevivir con cero mango en invierno y viajes a lugares de ventas mejores en verano, un buen día decidieron irse de una vez a probar suerte en otro lado. Y se fueron a Brasil.
Ella tenía diecisiete y estaba terminando el liceo en Castillos y les dijo que no pensaba irse con ellos a ninguna parte más. Ya de chica había vivido en varios lugares, siempre atrás de las ventas, siempre buscando lugares nuevos que nunca terminaban de ser lo prometido. Ahora estaba ahí, estaba terminando sus estudios y ya había decidido lo que quería hacer, así que se despidieron con un fuerte abrazo, ella se quedó un año más con la casa y cuando el verano siguiente llegó a su fin, se mudó a Montevideo con la plata que juntó trabajando en un negocio de ropa en La Paloma.
Eso había sido hace tres años. Desde entonces estaba ahí, produciendo joyería y esculturas, vendiendo en varios lugares, exponiendo en otros y viviendo en ese garaje.
Sus padres se habían instalado en Morro de San Pablo en el estado de Bahía y pensaba viajar a visitarlos a fin de este año.
El vino se acabó, llegó la hora de los besos y la cama.
Sigo sentado en la silla de la sala de espera, ya van más de tres horas. Estoy a punto de hacer un escándalo cuando viene un médico, me llama por mi nombre y me pide que lo acompañe a través de un pasillo sucio y estrecho iluminado con esas lámparas blancas horribles que tienen los hospitales.
Llegamos a la sala de rayos x, me sacan la placa y después de mirarla y toda la parte burocrática, me ponen un yeso blanco inmaculado.
Me voy caminando, sigue lloviendo. Me preocupa un poco que se me moje el yeso pero no hago nada, sigo caminando.
Sigo pensando en Camila y en cómo me dijo que le gusta ir a la Plaza Zabala a juntar magnolias porque el olor la lleva muy lejos.
Después que esta mañana salí de su casa pensé en llevarle unas que estuvieran todavía en el árbol porque me pareció que le durarían más que las que recoge del piso.
Pero bueno, me caí del árbol y no pude llevarle nada. No importa, pensaba en su risa cuando me vea con el yeso y le cuente lo que había pasado y eso ya me era suficiente.
Cuando llego al atelier, así como estoy, todo mojado y enyesado, me pongo a terminar el cuadro que tenía a medio hacer.
Lo termino en algunas horas. Después también termino el poema que acompaña al cuadro, porque cada cuadro tiene poesía.
Ahora es de noche. Todavía tengo aroma de magnolias y de Camila.
Sigo pensando en el agua y su transformación permanente cuando se funde el río con el mar. Pienso que alguna gente cuando cruza por nuestra vida es así, opera esa transformación. A veces no se debe ni al tiempo de la permanencia ni a lo profundo de las conversaciones, simplemente un rato amigable con alguien amigable en esta tierra de durezas y sequedades, te transforma, cambia tu esencia, te hace más lúcido, con la mirada más ancha.
Este relato forma parte del libro Danzando entre la Nada y la Furia
Autora: Marina Klein
Soy autora de los libros De Fauces al Subsuelo, Danzando entre la Nada y la Furia, y las Plaquettes La vida secreta de quien come en la cocina, SEAMOS Libres que lo demás no importa nada y Georgina Orellano Puta Feminista, editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.
Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura.
Los libros De Fauces al Subsuelo, Danzando entre la Nada y la Furia pueden descargarse acá, en nuestra biblioteca.
Facebook: Marina Klein
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