Ellos nunca entienden – Igor Cabsha
El único problema era que amara a las cucarachas.
Nos conocimos el día que el sol de abril cayó oblicuo sobre las tejas de la catedral. El edificio, en medio de la plaza del barrio, proyectaba una sombra amplia, parecida a una cueva. Yo paseaba a Clara, la cachorra que me regalaron para mi último cumpleaños. Odiaba que consideraran a un ser vivo como un regalo, y ellos lo sabían. Primero fue un canario, que convenientemente se escapó de su jaula, luego un cactus que se cayó por la ventana, y ahora esta perra. -Un ser vivo es un encuentro, una magia, no un regalo- solía decirles mientras revoleaban los ojos como por un precipicio.
Mi asunto es que nunca pude rechazar regalos, sin importar lo que fueran. Por ejemplo, los perfumes. En mi barrio siempre hay jovencitas esbeltas y hombres de prolijas barbas y negros trajes dando cartoncitos con olores de Givenchy, Dior, Carolina Herrera o Nina Rich. Y yo los recibo todos, a pesar de que detesto profundamente los perfumes. Los huelo sin dejar de caminar, y al pasar de largo se me sale la lengua del asco. Después guardo los benditos cartoncitos en el bolsillo del saco, para ponerlos al volver en la caja de regalos que tengo en casa.
Clara iba conmigo, sujeta por la correa, oliendo el piso y las raíces de los árboles, de vez en cuando meándolos como los machos lo hacen. Le tomé rápido cariño, y ella a mí también, así que solíamos salir juntas tres veces por día, yo a oler cartoncitos y ella a oler zapatos de empleados de perfumería. De alguna manera, cuando nos habíamos alejado, ambas compartíamos el asco. No iba a deshacerme de ella.
Ese día de abril las perfumerías estaban cerradas, las calles apacibles y el clima relajado. Las paredes repletas de colores estridentes y anuncios de modelos se veían más apagadas, como revistas sobre una mesa de luz. Al llegar a la catedral quedé mirándola mientras Clara se revolcaba en la hojarasca. Al voltear la vista, a su lado, estaba él acariciándola.
Cuando llegamos a mi casa le saqué rápidamente la correa y la colgué al lado de los sacos. Prendí la radio negra de la cocina, dejé comida para Clara en el tacho, preparé café siempre de espaldas, le hice preguntas y escuché sus respuestas. Después, apagué la radio. Cuando la música culminaba y las velas y el vino estaban a medio consumir, escuché el crack del caparazón de una cucaracha. Vi la lágrima negra caer por mi mejilla a través de la ventana, el cortejo de cuervos picoteando mi corazón, y el batallón de esgrimistas asomando por mis ojos. Di un portazo, guardé el vino, y me acosté, sola, con la certeza inútil de siempre tener la razón.
Autor: Nicolás Igolnikov Facebook: Nicolás Igolnikov
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