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Yo hubiera querido inventar una historia como esta, pero lo cierto es que las casualidades a las que nos acostumbra la vida a veces son más inverosímiles que cualquier ficción literaria. Y empiezo así, con esa frase desconsolada, no como pidiendo disculpas por no tener otra cosa que ofrecer que el relato de algo que pasó de veras, sino como alertando a los que han pensado, alguna vez, que ya lo han escuchado

Para contarlo, voy a dividir el relato en dos partes. La primera, la historia que me contó una persona amiga, hace unos días nomás, en Montevideo (lo que son las cosas: uno, que anda por ahí buscando estímulos que alimenten la imaginación, puede llegar a sentir como un acicate al orgullo el hecho de que a alguien más, alguien que puede vivir tranquilamente sin la menor intención de escribir un cuento, tenga para contar una anécdota tan rica, tan simple y tan a la vista. Pero esto, me digo a modo de consuelo, pasó de verdad. La segunda parte, que es apenas un detalle que nadie tardará en adivinar, será revelada al final. De ella pretendo, al menos, que sea el soborno para que presten atención a lo que viene.

Durante más de veinte años, y antes de jubilarme de la empresa eléctrica para la que trabajé, estuve viajando todas las semanas a Montevideo. Hoy, con menos obligaciones, y al menos una vez al mes, viajo allí para saludar viejos amigos y para incentivar esta nueva afición por la escritura que me salva del aburrimiento de sentirme un estorbo para los hijos. En mi último viaje me encontré con Manuel, amigo de un amigo, con el que hacía años no conversaba. En esa ocasión Manuel había empezado a hablar de las cosas de siempre: contó cómo era el Montevideo de antes, habló de los barcos nuevos, de los trenes viejos (lo hacía, me parece, para que el mate tuviera otro sabor y como queriendo justificar la amistad con la complicidad de temas en común). Pero, al rato, la charla –que hasta entonces se había posado con timidez en temas circunstanciales– por fin hizo nido en algo interesante y nos arrimó a la historia de un tal Ramón: hombre solo, que había vivido sus últimos años solo, que, encima, había muerto solo y al que, como coronación hiperbólica de la soledad, el destino no había querido homenajear ni con la compañía de los cenitales durante su responso: mientras lo velaban, un apagón general había dejado sin luz a toda la ciudad. De eso (me refiero al apagón, claro) me acuerdo, porque a mí me habían encargado el arreglo de la central dañada. Detalles más, detalles menos, la historia de Manuel empezó así:

–De la casita de Ramón, bueno…, no voy a decir que era un rancho, sin embargo era algo menos que humilde –explicó–. Sencilla, con pocas cosas; cálida, digamos. Pero eso no siempre fue así. En su momento Ramón había tenido una esposa joven y linda, compañeraza, con la que tuvo un hijo: Víctor. Los tres vivían en las afueras de Montevideo, en una parte del campo que viene a quedar como escondida. La casa, clavada entre dos elevaciones de terreno que le hacían de escudo contra los vientos que soplan del lado del río, podía verse de lejos. Yo lo visitaba cada tanto. Pero, claro, después de lo que pasó se fue consumiendo en tristeza y no hubo forma de rescatarlo. Qué sé yo… cosas que tiene el cáncer. Un día, Claudia, así se llamaba la señora, se sintió cansada; otro, con dolores; y una tarde nos vimos, los que habíamos sido amigos, parados alrededor de la madera humilde que la guardaba, en la casa de sepelios. A Víctor, el hijo, lo vi esa tarde y nunca más. Creo que se fue a Buenos Aires, o a Santa Fe. Pero Ramón, que no era ni joven ni religioso, sintió la pérdida como un final. Mirá lo que es la vida: habían pasado cinco años, o siete, no sé… muchos años, porque cuando uno es viejo y tiene cicatrices el tiempo se amontona, y arrasa y duele. Pero, como te decía, un día me lo crucé en Cerro Norte: iba en bicicleta, con dos bolsas como de maíz o de trigo. Me invitó a matear y a la semana me le aparecí. No te voy a aburrir contándote el estado general de Ramón, pero para que te des una idea era más o menos como el de la casa: dejado y gris. ¿Y sabés lo que tenía adentro? Chimangos. Sí, los pájaros. Dos. Una pareja de chimangos que lo vigilaban desde una cumbrera. De a ratos, Ramón estiraba la mano, soltaba un puñadito de maíz, y los bichos bajaban y picoteaban del piso. Atendé: yo no sé si esto es por sugestión o por fantasías mías, pero juraría haber visto que, durante las dos o tres veces que los temas de la conversación derivaban en asuntos de la familia, los chimangos se ponían nerviosos, estiraban las alas, chillaban, qué sé yo. Según Ramón, los pájaros se habían entrado una tarde y ya no hubo forma de echarlos. Bromeaba con que la casa ahora era de ellos, decía en chiste que el que tenía que pedir permiso era él y cosas así. Contó, también, que por la mañana les gustaba volar en círculos, como planeando sobre los vientos del río, y que a la tarde ya se metían a la casa. Cuando me contaba esto, Ramón los miraba como esperando que la pareja aprobara sus palabras. ¿Me creés si te digo que le respondían con saltitos y cabeceos? Ahora confieso que mucho interés no le prestaba cuando me hablaba de los pájaros esos; en secreto y con pena me preguntaba si en realidad no lo hacía para esquivar temas más importantes, como la desaparición de su hijo… Del pibe no se supo más nada; el rumor, en esa época, era que una cirrosis lo había consumido a los treinta y que Ramón supo del desenlace por telegrama, semanas más tarde. No sé. Mirá, no quiero desviarme del tema, pero escuché un día que Víctor había culpado a Ramón de la enfermedad de la mamá. Ramón chupaba, eso lo sabemos todos… Andá a saber qué calvarios habrán vivido en esa casa como para que Víctor, un día, le haya encajado una trompada como aquella al viejo. Pero ese es otro tema… –ahora la mirada de Manuel se posaba en las columnas de humo que salían del mate, lentas hacia el techo, como si pidieran quedarse un poco más para seguir escuchando–. En fin, vuelvo a lo que te estaba contando: en un momento Ramón me pidió que mirara con atención las patas de los animales. Tenían un anillo cada uno. Se los había hecho él mismo, de alpaca; de lejos me pareció que hasta estaban adornados con unos firuletes. Y bueno, entre amargos y puchos se nos pasó la tarde y cuando ya se hacía de noche me fui. Cuando salió Ramón a despedirme, atrás salieron los dos chimangos: ¡parecían guardaespaldas! Yo me imagino que los tendría ahí para no estar tan solo; cuando uno se entretiene, espanta por un rato a la muerte… Esa fue la última vez que vi a mi amigo, porque por temas de trabajo yo estuve viajando bastante y cuando me quise acordar el almanaque se había hecho finito y el año ya era un recuerdo más de haber cinchado y de embromarse. De la muerte de Ramón me enteré en lo del turco, el forrajero. Ramón había faltado dos semanas seguidas al boliche y entonces el turco lo mandó a buscar. Calculan que estuvo enfermo unos días y que si no pidió ayuda habrá sido de porfiado que era. No sé… Atendé: dicen, los que entraron después, que los dos pájaros eran como pilares, uno a cada lado de Ramón; y que hubo que sacarlos con un palo para poder juntar el cuerpo, tan bravos se ponían cuando se le acercaban al muerto. Qué cosa los animales, ¿no? Pueden ser fieles hasta en la muerte. Pero lo raro no termina ahí. Mirá lo que es la vida: hay destinos que parecen estar cifrados por la desgracia. En el velorio de Ramón se cortó la luz. Hasta que trajeron velas pasaron horas y lo más triste de todo es que la noticia del corte hizo que la muerte del tipo no apareciera ni en el diario. Es como si se hubiera muerto a escondidas; o, más que muerto, como si se hubiese escapado de la vida. Eso te lo creo, ves: si lo pienso bien, él hubiera querido irse así, sin barullo. En cuanto al famoso apagón que dejó a todo Montevideo a oscuras, bueno, al final se supo la causa. Aunque yo de electricidad no entiendo nada (vos seguramente sabrás bien cómo fue), supe por los diarios que la distancia mínima entre dos cables de alta tensión había sido acortada por algún “agente de la naturaleza”. A veces me da rabia pensar que esos “agentes”, una rama, el viento, o andá a saber qué, hayan conspirado para decorar la muerte de Ramón con la oscuridad, como si el tipo, que de amigos ya apenas tenía dos chimangos, no se mereciera más que eso; pero otras pienso diferente: pienso que lo dejaron irse a oscuras para que encontrara más fácil las dos estrellas que había perdido.

Ahí Manuel interrumpió su relato. Debe haber leído el asombro en mis ojos, el estupor en mi boca, o la gravedad con que lo miré a la cara. Aquí viene la segunda parte de la historia (y de la que se puede prescindir sin culpas porque generalmente los detalles suelen entorpecer la magia). Excitado por la ansiedad de haber encontrado una coincidencia fantástica, sin dominio de mis facciones, dije:

–No… ¡No lo puedo creer! La semana del apagón yo había viajado, como ingeniero de la empresa eléctrica, a verificar la falla. Ahí mismo, mis colegas habían encontrado, al pie de la torre de alta tensión afectada, los dos bultos calcinados. Yo los envolví en un trapo y justo antes de guardarlos en la bolsa me llamó la atención un apagado brillo metálico –me saqué los dos anillos de alpaca que desde entonces llevo en cada uno de mis meñiques y los hice rodar sobre la mesa para que Manuel los viera. Ahora el asombro y la gravedad habían hecho eco en sus ojos, que con estupor leían, grabados uno en cada anillo, los dos nombres del abandono.

 

Autor: Federico Santarcángelo

Redactor Especializado en Textos Literarios y corrector de estilo. Coordina talleres de literatura y de narrativa creativa. Profesor de Literatura. Como escritor ha publicado libros de ensayo sobre literatura ("El héroe de la pampa" y "Literatura y cine") y varios cuentos de tratamiento fantástico. Participa como conductor en la columna de literatura del programa "Tenés que Saberlo", por radio Conexión Abierta, con la conducción de Hugo Macchiavelli. Actualmente prepara la edición de su último libro de relatos fantásticos.

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