Alexander Brenner
La granja estaba más quieta que de costumbre. La soledad era abrazadora como una madre que ama a sus crías. Alexander Brenner era el único miembro en aquella residencia que se volvía cada vez más parte de ella. Parecía una relación simbiótica la de él con esa granja.
Se levantó un día bebió leche de una de sus diez vacas y comió huevos de una de sus gallinas. Su languidez era lo único que lo acompañaba en aquella granja hecha de su miserable existencia. Había tenido una esposa y dos hijas pero su conocimiento de cuán importante era mantener los requisitos para la manutención de aquella familia se había excedido en la práctica. En época de crisis el hombre cae en la insalubre dependencia en cosas inmateriales y metafísicas que no logran solucionar sus problemas o bien logran hacer que el hombre olvide aquellos problemas entre plegaria y plegaria.
La familia había entrado en crisis gracias a un período de sequía en aquella granja, el cual derivó en la condena de los residentes a la oración permanente, especialmente a Alexander. Las plantas estuvieron condenadas a perecer. Eso acompañó al hombre citado anteriormente a entrar en una crisis interna.
Ahora podía ver por su ventana y observar como su trigal estaba infinitamente poblado. Pensaba en sacar de la tierra unas plantas de trigo, debido a que no importaba cuántas sacara, crecerían otras infinitamente. Podría curar el hambre del mundo con solo esa granja a disposición de los que se oponen a los que manejan los hilos que manipulan a las grandes personas.
En un intento por venderla, del suelo salieron ratas que mordieron la mano del asiático, del poderosísimo asiático que había ido a ofrecer sus “buenas intenciones” en su granja. Aquel hombre corrió hasta su auto vociferando invectivas hacia Brenner.
“¡Granja maldita! Debe haber miles de esas viviendo aquí!”
Brenner comprendió que aquella maldición era solo para que la sufriera él, porque él fue el que firmó.
Ahora tomaba su café –con alcohol, un veneno de efecto lento y disfrutable- viendo aquella granja que hacía que la vista de cualquiera se perdiera. Los olores eran penetrantes y podrían decirse que traían demasiado placer a la nariz –demasiado porque traían culpa de alguna manera, al menos para el dueño de aquella inmensidad.
Frente a Brenner se apareció su mujer muerta hacía ya diez años.
-Nos vendiste-le dijo.
Brenner cerró los ojos pero ella seguía apareciendo frente a él, como si cerrando los ojos volviera aquella mujer lo único visible en aquel comedor.
Estaba igual que cuando ocurrió aquello. Esbelta, de cabello enrulado y piel notoriamente blanca. Las canas de su oscura cabellera no habían aumentado.
-¿Qué has hecho hasta ahora?- le preguntó de nuevo- Has dejado atrás a la granja.
-Pero la granja no me dejó a mí- le respondió entre fallidos sollozos reprimidos.
-Puedes volver atrás.
-No, ahora solo queda ir hacia adelante- le respondió Brenner.
-Sí es lo único que queda, ve.
Alexander Brenner no quiso mirarla, podría haber aplicado el proceder de Edipo, pero no lo hizo.
Salió de esa habitación hacia la inmensidad que tenía por granja. Se escondió entre los trigales en posición fetal, estaba asustado. No pensó que aquel día sería el señalado. No estaba preparado, ni siquiera se había dado el gusto de ver la ciudad o sus alrededores una última vez. El abrazo de sus hijas que creía ya despedidas lo asustó. Era un abrazo gélido y de ninguna procedencia de este mundo, sino del otro.
Aquel etéreo abrazo era lo que ese hombre necesitaba para dejar de escribir sus lamentos en su cabeza. Cuando quiso abrazarlas, ellas atravesaron su cuerpo, estremeciendo todos sus órganos. La frialdad de aquellas niñas recorrió su columna vertebral, haciéndolo sentir en su fallecimiento o en su resurrección. La antítesis de las dos ideas era lo que más aterrorizaba a los poetas que observaban esta situación desde el reino de Dante.
El cielo se había oscurecido repentinamente y el viento pareció hacer que el globo se moviera más rápido.
Brenner se detuvo a mirarlas, a esas niñas, con sus ojos emanando sangre ennegrecida, como si luego se pudiera escribir con ella. Sus hijas estaban ahí, jugando como si realmente estuvieran ahí.
-Papá, ¿hoy es el fin del mundo?- preguntó Anna, la más pequeña.
-¿O solo hemos llegado en un mal momento?-agregó la otra, Alexandra.
-Quizás sean las dos cosas- respondió Brenner- Nunca pensé que el fin del mundo se daría en mi granja-había aceptado ya que las consecuencias habían llegado ese día.
-El fin del tuyo, solo del tuyo. Tu historia está llegando a su cierre.
Un hombre de delgada contextura, piel rojiza, cabellos inexistentes, y envestido en una túnica, que además dejaba colgar dos cadenas en sus hombros, apareció. Su mirada había sido privada de nuestro juicio gracias a una capucha que cubría su rostro. El olor a azufre que emanaba era de marcado alcance.
-Después de tantos años nos volvemos a ver, Alexander.
-Diez, para ser exactos.
-Yo ya no los cuento. Te imaginas que no tengo tiempo que perder por mi condición de eterno.
-Me imagino. ¿Vas a llevarme ahora?
-No. Aún no. Te doy un tiempo antes de irte-dicho esto, desapareció.
La esposa de Brenner tocó el hombro de su marido y entrelazó su brazo con los de él. Él estaba un poco menos petrificado que con la primera de las apariciones. La arritmia comenzó a hacerse notar en su pecho y se detuvo cuando su mujer le mordió la oreja. El se quedó inmóvil, recordando lo que era la vida antes de vender la granja a un precio invaluable.
El hundimiento de Brenner, su hundimiento interior, era una cadena que lo ataba al mismo suelo. Esos segundos se volvieron minutos sin que él se diera cuenta. Las niñas se pusieron a jugar frente a él. Una de ellas, la menor –la de su imagen y semejanza- saltaba la soga y reía mientras la otra le decía que se caería. La saltarina no lo hacía.
La mayor, Alexandra, cantó una canción que nunca le habían enseñado pero sabía muy bien:
“Desde del cerro de lágrimas
desciende el incendio
de la redención.
El que vende su carne
y su piel
perece después del veredicto.
Y el juez,
quien porta la llave,
encierra al que vende su carne
En el sótano del cielo”
Los ojos de Brenner se llenaron de lágrimas porque entendió todas las metáforas de la canción. Se desligó de los brazos de su mujer y caminó hacia la dirección contraria de la que estaban. La casa, que estaba en medio de la granja, fue su objetivo. A medida que caminaba hacia ella se sentía el latir de un corazón escondido en la tierra, en algún lugar.
Alexander comprendía que era su última oración, esa que tenía en la punta de la lengua. Por ende, dedujo, gracias al sentido de lo obvio, que luego de esa oración no podría decir nada.
Entró en su casa y vio que su suelo de madera era víctima de la putrefacción o mejor dicho, se pudría a medida que él avanzaba. El olor atacaba la nariz de Alexander pero no le importaba, porque sus sentidos estaban mermados, reducidos a la inactividad. Caminó hacia la mesa y pasó su mano derecha por la superficie del mueble mientras lo miraba, todo esto hecho de manera melancólica.
Entonces, vio la imagen en movimiento de su esposa y sus hijas comiendo, hablando y en parte, hasta riéndose. Él era el único que faltaba en esa comida familiar. No se sentó dado que tenía miedo de no hacer lo que se había propuesto por el divertimento que aquella reunión le habría garantizado.
Vio la escalera que conducía hacia el segundo piso. Subió escalón por escalón. En el quinto escalón sintió como su perro le golpeó la rodilla al pasar rápidamente a la cocina. Una de las niñas debía haberlo llamado, seguro. Aquel animal parecía una resurrección sin terminar. Al llegar a la escalera sus órganos salieron por una apertura en su costado izquierdo que le ocasionó el golpe con la rodilla. La repulsión de Brenner no se disimuló para nada. El vómito subió a su garganta y descendió sin siquiera tocar su lengua.
Entró a su habitación –la que otrora había compartido con su mujer- y lo primero que hizo fue recostarse en la cama para mirar la mancha de humedad que nunca se había ido y estaba allí desde el pacto con el hombre salido de las tinieblas y de nombre impronunciable.
Su mujer volvió a aparecer, esta vez a su lado. La mano de Alexander se unió a la de ella como si de verdad pudieran tocarse. Aquel gélido entrelazamiento de dedos no dejaba de sentirse extraño. Él atravesó su rostro con su mano e hizo que desapareciera. Se levantó.
Fue hacia el anaquel ubicado frente a él y tomó una foto de los cinco. De él, de ella, de sus dos hijas y del perro. Bajó con esa foto bajo su hombro. Después del último escalón, la escalera cayó detrás de suyo.
Alexander Brenner caminó hacia el trigal. Allí estaba, a lo lejos como una torre en el poniente, su juez. El hombre del alma por los suelos sabía qué diría el veredicto.
Notó como su cruz de plata –la que llevaba en su cuello- caía; no la levantó porque no quería demorarse en escuchar lo último que los jueces tenían para decirle. Tanto el que él tenía en frente suyo como los que seguro estaban observando desde otro plano que él no veía en ese momento. Desde que hizo lo que hizo comenzó a creer en esas cosas, las miradas lejanas e invisibles.
Comenzaron a humedecérsele los ojos a aquel pordiosero, quién había dejado atrás el ser para ser un poco más que la nada. El sonido de sus pasos se apagó cuando cerró los ojos. De esos dos glóbulos oculares brotó fuego, el cual cayó en el suelo después de ocasionarle dolor a su emisor.
La pequeña llamarada que reposó en el piso viajó por todo el terreno. Pronto se incendió todo el trigo de la granja. Brenner pasó entre las filas de fuego para probar suerte, esperando arder antes de tener que escuchar lo que no quería.
Cuando estuvo frente al hombre de negra envestidura se dejó caer sus rodillas. El hombre que haría de juez levantó su brazo a la altura de su hombro y mostró su dedo pulgar. Lo que siguió fue inclinarlo hacia abajo cual emperador romano.
Se abrió un agujero en el suelo del cual salió olor a azufre como el del hombre aquel. Alexander Brenner se irguió con la hombría que quedaba en su ser. Emitió una oración, aquella última oración -de una sola palabra- que descansaba en su lengua:
“Perdón” pidió antes de bajar por el agujero que se había formado en el suelo. Al bajar pudo sentir como su carne se resistía al ardor pero terminaba por ceder.
Autor: Brandon Barrios
nació el 13 de Julio de 1998. Desde pequeño, desarrolló un gusto por las humanidades, tanto es así que actualmente estudia filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Ha sido nominado y ganador en algunos concursos literarios menores, como por ejemplo, el concurso literario del Colegio del Arce en el 2013 y en el 2016. Espera publicar algún día una colección de cuentos, de la cual podemos decir que el título es el mayor de sus problemas.