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La vida secreta de quien come en la cocina


La estructura social como un ente gigante y coercitivo, externo y difuso, general y anónimo, merece ser quebrada a patadas. Sus bases, sus pautas y sus normas son mezquinas y apestan.

El motivo real para que el sistema mundo sea quebrado a patadas es que los triturados por sus fauces no son difusos ni generales ni anónimos. Son personas concretas con dimensiones

definidas.

Las biografías son sociales porque no se

construyen en la soledad del encierro sino en la interacción con otros. También son personales porque hacen referencia a alguien en particular, en cómo le afectaron las circunstancias dadas, cómo logró ganar sus batallas o sucumbió en el intento.

Planteamos aquí como nexo entre lo micro y lo macro, historias de gente –en este caso dos mujeres

migrantes que trabajan como empleadas domésticas en esta ciudad de Buenos Aires- que hablan desde un lugar preciso en el mundo, en una época

determinada y que reclaman su propia voz para ser contadas.

Esto nos proponemos en este espacio, abrir las letras para las vidas que bien valen la historia.

Reportaje a Claudia López

Nos encontramos en un bar una mañana de miércoles cerca de nuestras casas porque somos casi vecinas. Yo sé que Claudia trabaja haciendo limpieza de casas, también sé que cose. Sé que carga con una mochila gigante de cosas duras y difíciles y que tiene ganas de contarlas. Lo sé porque lo hemos charlado en otros momentos.

Nos conocemos porque las dos colaboramos con una ONG que ayuda a mujeres migrantes. Claudia es Argentina, de Jujuy, pero se siente migrante en la ciudad.

Le pregunto si le parece importante que su experiencia personal se conozca. Me dice que sí, que aunque a mucha gente le dé lo mismo a ella le parece que es importante.

Y ahí empieza su relato.

Mi primera infancia fue en el cañaveral, entre las cañas de azúcar. Esos eran nuestros juegos, ir ahí, pasar la tarde entre las cañas con muchos chicos y meterse en el medio del cañaveral a chupar caña a lo bestia. No había juguetes ni nada, era otra vida.

Fue todo muy bonito en mi infancia, creo que fue la única instancia feliz que tuve en mi vida… hasta los 8 o 9 años.

Después ya nos vinimos más cerca de la población porque a mi papá le sacaron las tierras. Él tenía un campito grande… En realidad en Jujuy por esos lados eran todas tierras fiscales pero fueron unos que dijeron esto es mío y desocuparon.

¿Quién los desocupó?

Era una empresa, el ingenio La Esperanza. A los dueños nunca se los conoce, están en Europa.

¿Fueron y les dijeron que se tenían que ir?

Sí. Y la gente es obediente, sumisa, tranquila.

Mi viejo tenía no sé cuántos animales, chanchos, gallinas, chivos… Eran todos animales para consumo personal de la familia, no eran para vender.

Ahí nos llevaron a vivir a un lugar más poblado. Hicieron casas precarias -los mismos del ingenio que nos sacaron las tierras-, hicieron casas y nos mandaron a vivir ahí, más cerca de la ciudad.

Ahí ya era otra historia, ya era sufrimiento de hambre. El sueldo era mínimo.

Cuando teníamos la tierra mi viejo trabajaba en la zafra, teníamos la entrada de la zafra y teníamos los animalitos, por eso no padecíamos hambre, teníamos huevos, carne… Una vez a la semana él carneaba un chancho y con eso comíamos toda la semana. Entonces la plata que entraba era más que nada para la ropa o zapatillas, no se conocía el hambre.

Cuando vinimos más hacia la ciudad conocimos el hambre.

Igualmente yo me crie con otra familia. A los 9 años me mandaron a trabajar, a cuidar a una mujer que sufría de ataques parecidos a los de epilepsia. Yo tenía que avisarle a la madre si a ella le agarraba un ataque. Los primeros ataques que vi me asustaban pero después me acostumbré.

Esa fue mi vida, siempre atender a alguien. Esta mujer debía andar por los 30 años y le daban esos ataques, se mordía la lengua, los labios… y yo la tenía que atender.

En esa casa me quedé desde los 9 hasta los 13, era la empleada.

A los 13 volví a casa.

¿Cómo fue cuando volviste?

- Raro. En la familia en la que estaba eran ultracatólicos. La señora, la madre de la que yo tenía que cuidar, era muy mayor y al poco tiempo muere de cáncer. En su lecho de muerte me encomienda a la hija, sus últimas palabras fueron conmigo, murió prácticamente en mis brazos… Yo tenía 9 años.

Ella me preparó para que cuide a su hija...

Y yo iba a seguir haciéndolo pero pasaron muchas cosas con los hermanos... Ellos sí fueron muy malos conmigo… hasta el día de hoy tengo pendiente esa deuda…

(En este punto no quiere hablar más del tema y se queda unos segundos mirándome incómoda. Como el asunto la perturba yo tampoco quiero que hable más. Soy mujer y la entiendo perfectamente. Lo único que quiero es ir hasta allá y zapatearles la cabeza a esos hombres de mierda que arman su hombría de mierda a costa de mujeres lastimadas).

Todo eso fue marcando mi vida. Cuando volví a casa yo ya era diferente, era alguien extraño. Tenía otras costumbres, otras maneras de pensar.

Después de eso hubo muchos años en los que me dormí. Era otra persona por lo que pasé en esa casa en mi adolescencia.

Justamente por esa mala experiencia fue que volví a la casa de mis viejos.

¿Y tus papás te apoyaron?

- Nunca supieron.

¿Ni se dieron cuenta ni se imaginaron?

- No. Ellos no eran de malpensar, para ellos la gente era buena, tranquila, dócil.

Yo nunca comenté lo que había pasado y creo que nunca lo imaginaron… no sé. Eran muy inocentes.

A mí eso también me fue curtiendo desde muy chica.

A esa edad, mientras estaba en esa casa, cocinaba, lavaba, organizaba el gasto mensual, la comida de toda la semana…

Cuando volví a mi casa fue duro porque era todo extraño, todo era distinto.

Mi vieja no me entendía. Yo al principio sentía bronca. Después, cuando fui madre empecé a entender. Tenía resentimiento pero empecé a entender que ellos no lo hicieron de malos, lo hicieron por las cosas que habían vivido también.

Mi vieja tenía 2 o 3 años cuando se queda sola sin su mamá. Tenía 6 años cuando la mandan a Salta y empezó a ser sirvienta.

Capaz que pasó por lo mismo que vos.

- Seguro. Ella no lo cuenta pero…

Mi viejo también quedó solo cuando tenía un año, con su padre. Su padre lo llevaba a la zafra y ahí vivió toda su niñez. Él hizo todo lo posible para ir a la escuela, mi vieja creo que hizo hasta segundo grado y apenas sabe escribir.

Y vos terminaste el secundario y seguiste haciendo cursos de varias cosas.

- Si, terminé el secundario pero con mucho sacrificio porque ellos tenían la idea de que los hijos que tenían eran para servir.

Tenían muchos hijos, no tenían comida, venía una persona y le decía que se llevaba a uno de sus hijos y ellos decían bueno, está bien. A lo mejor no estaban de acuerdo pero decían que sí. Yo no estaba de acuerdo con eso.

Ellos me cuestionaban que yo fuera a la escuela porque decían que no era para mí, que no era para nosotros. Como que nosotros no teníamos la memoria para estudiar.

He llegado a ir escondida a la escuela. He hecho muchas cosas para llegar.

Cuando estaba para hacer cuarto y quinto año me pasé a una escuela a la que era muy difícil de entrar, entrar a esa escuela era como entrar al Pellegrini.

Me metí esa meta de entrar, de terminar ahí cuarto y quinto año, porque tener un título de esa escuela era lo más. No era para cualquiera esa meta porque te hacían rendir materias, hacer equivalencias… Yo en la otra escuela tenía francés y para entrar a esta tuve que rendir inglés de tres años seguidos, y lo conseguí.

Me la pasaba leyendo en ese tiempo, leía todo, todo lo que encontraba lo devoraba.

Luché mucho para poder terminar la secundaria, hacía peripecias para ir, quedaba lejos… a unos siete kilómetros. Iba a pie, a dedo, en bici… como fuera. Y además iba a la noche. Me tocó a la noche porque como venía de afuera y era una negrita… Porque ahí iban todos los hijos de abogados, de la gente fashion…Y ellos iban a la tarde. Después a la noche también abrieron la secundaria y cualquiera que venía de los alrededores tenía que ir a la noche.

Así que me volvía caminando sola a las once de la noche por el camino con el corazón así…

Siempre invocaba a la luna, a las estrellas, para que me iluminen el camino. Siempre invocaba a mis espíritus para que me cuiden porque había pasado tanto que siempre me preguntaba a dónde está Dios. Para quién está Dios.

Siempre tuve rechazo de la iglesia, me obligaban a ir en la casa donde vivía, a ir a la peregrinación… y tenía que ir por obediente. Pero eso no lo hago más, ya no digo más que sí por satisfacer a otro.

Después de eso vino otro calvario que fue cuando vine acá, a la gran ciudad… eso fue bastante duro.

Etapa porteña

Claudia había terminado el secundario en el mejor colegio de la región. No la ayudó nadie, lo hizo solita arañando cada nota. Vino a Buenos Aires a seguir estudiando, sin embargo para aquellos que creen que el esfuerzo personal es el que determina el éxito o el fracaso de lo que se emprende y no mete en esa balanza el peso devastador de la desigualdad, tengo noticias penosas: el peso de la desigualdad es el único que vale en esa balanza de mierda.

Se subió a uno de los últimos trenes que venían del Norte, por el camino una lluvia lo dejó parado durante cuatro días en Santiago del Estero. Ella sólo tenía el pasaje, no traía plata para comer o para algún imprevisto. Pasó cuatro días de hambre sólo aliviado por las galletitas que le convidaron sus vecinos de asiento.

Llegó en enero, las inscripciones para las universidades ya habían pasado. Entonces se tuvo que poner a trabajar en una pizzería lavando platos. Su único recorrido era cruzar la calle desde donde vivía hasta la pizzería.

- Era como un bichito asustadizo yo porque venía del campo.

Venir a Buenos Aires fue malísimo, malísimo.

Allá yo buscaba siempre lo máximo, entrar a esa escuela fue un esfuerzo… pero acá el mundo es otro mundo. Yo pensaba que aquello era el devorador pero no, acá fue que conocí al monstruo grande, el que me devoró bastantes años… Llegué a la sumisión, a la ceguera.

Tenía miedo de todo y así me fui metiendo en la depresión. Estuve tres años deprimida. Lo único que hacía era laburar y dormir. Era lo mismo estar viva que no… no era vida. No tenía vida.

Después empecé a trabajar con cama, horrendo. Muy feo. Era la última en ir a dormir, la primera en levantarse… fue lo más feo que pasé en mi vida.

No tenía cuarto, dormía en la cocina en un sillón que se armaba. Me acostaba muy tarde y me levantaba muy temprano…

No sé cuánto tiempo estuve ahí, años…

Comía sola en la cocina, ellas comían en el comedor y yo sola en la cocina. Horrible, horrendo comer sola en la cocina…

Después de eso recorrió varios trabajos y siguió haciendo limpiezas. También hizo varios cursos de costura de todo tipo.

Hace ya más de 25 años que está en Buenos Aires batallando la vida.

Con el tiempo empezó a coser en la casa, ahora hace fundas para cajas del norte -instrumento musical- y todavía limpia algunas casas.

Espiritualidad y política

Después de mucho tiempo de estar dormida dice que despertó cuando encontró conexión con el mundo espiritual de sus antepasados. Claudia es Kolla y se reúne con un grupo de copleras a realizar ceremonias rituales para diferentes fechas del Calendario Andino y distintas conmemoraciones.

También tiene una lucha política que fue tomando forma en lo que le tocó como madre de 4 hijos que fueron a la escuela en esta Buenos Aires y que tuvieron que afrontar toda la xenofobia y el prejuicio característico de un sistema educativo y de una sociedad a la que maltratar y excluir le sale bárbaro.

Cada vez que escuchó llamar día de la raza al 12 de octubre, cada vez que venía en un cuaderno el deber de escribir cuál era la procedencia de su familia y dentro de las opciones se enumeraban españoles, italianos, alemanes... pero no había lugar para los originarios, su necesidad de actuar se fue acentuando.

Ahora hace un par de años que ella adoptó una posición y los 12 de octubre va al colegio a hablar de lo que realmente hay que hablar en esa fecha, de la conquista, de todo lo que se masacró y se perdió. Y también habla de lo que hay que recuperar. El año pasado fue con el grupo de copleras y con otros representantes de la comunidad Kolla a cantar y a dar una charla.

Pero la conquista no terminó –la clara evidencia es esta historia- por eso la militancia tampoco.

- Yo iba a ver un trabajo y me decían sí, estás calificada pero no podés, porque ellos todavía miran el color de la piel. Porque todavía tengo la portación de cara.

Entonces me llamaron para participar en este movimiento que es el Movimiento Comunitario Pluricultural. Es pluricultural porque estamos en un país donde la discriminación es por portación de piel.

Ya tuvieron su tiempo los partidos, ahora nosotros queremos trabajar y hacer. Tenemos que involucrarnos bien en política porque ya esperamos mucho, mucho…

Es verdad –pienso yo-, no da esperar más.

Pequeña biografía de Griselda Chaves Franco

Imagino la realidad de algunos que tienen cómo planear su futuro. Embarazos deseados, prolijos y hasta luchados, preparación del cuarto de los bebés con esmero, dedicación, cariño, pulcritud… Imagino a los médicos que atienden a esas madres, a los obstetras, y después, a los pediatras de esos niños.

Después no imagino más, abro los ojos y conozco y vivo y sé de los millones que nacen porque el aire es gratis –como dice Griselda-. Conozco a gente real que me cuenta lo duro de la vida dura de nacer y pasar los primeros años de vida sintiéndose la nada del mundo.

Pienso y hasta hoy no logro desmarañar y comprender bien por qué los seres humanos somos tan dependientes del amor de nuestros progenitores y el resto de nuestras vidas se ven tan influenciadas por esa pequeña parte de tiempo en el que pasamos siendo niños amados o no amados y cómo esto nos marca tanto. Tampoco resuelvo bien a quién atribuirle la responsabilidad de la desdicha, entiendo que hay un orden mundial que se alimenta de la miseria y la utiliza en su provecho. Entiendo que en este orden mundial y caótico algunas mujeres son utilizadas de la peor forma, paridoras de bastardos y de mano de obra barata.

Hay un juego nefasto y cínico que establece el capitalismo con los hijos expulsados de vientres y de hogares que no pretenden o no pueden acogerlos. Al final de la jornada todos pasamos factura y el resultado es que somos víctimas de víctimas. Es difícil que alguien pequeño que ha sido abandonado pueda culpar a algo así como el sistema, el Estado o la sociedad; un niño o niña dejado o dejada en la soledad más sola, lo único que puede ver es eso, que está solo frente a un mundo gigante y que no puede nada, no tiene poder de nada.

Griselda tiene un recuerdo de felicidad primera que duró lo que dura un suspiro en la boca de un gigante maltrecho. Un recuerdo en una casa grande con árboles frutales y aventuras de niña. Y después todo se desmorona, esa casa ya no existe en su vida. Ahora hay una familia de muchos hermanos, una mamá muy joven y un papá más de treinta años mayor en una casita de un cuarto en la zona baja de alguna parte cerca de Asunción en Paraguay.

La infancia termina casi como si nunca hubiera empezado. Esa es la realidad real de las niñas que a los nueve años son entregadas por sus familias para servir como criada en alguna casa con alguien con un poco de billete.

Nueve años y trabaja todo el día cocinando, limpiando y cuidando a niños, a cambio de que la dejen ir a la escuela pública del barrio mientras las hijas de la dueña de la casa van a algún colegio privado. Nueve años y tiene prohibido mirar televisión. Nueve años y come sola en la cocina casi todos los días, los días que no come sola es porque viene la señora que lava y plancha y se hacen compañía. Nueve años y duerme solita en el cuarto que queda allá en el fondo, después de atravesar todo un pasillo largo. Nueve años y nunca le compraron zapatillas ni juguetes ni nada.

Cuando tiene catorce se entera que existe algo llamado menstruación porque le aparece sangre en la ropa. Nadie le explicó que existía eso. Nadie en toda la vida le explicó nada.

Desde que se terminó el sueño de la casa con árboles frutales vivió de nómade por todas partes. Primero con una hermana por parte de padre que la cuidó hasta que tuvo nueve, y que después de tener sus propios hijos ya no pudo hacerse más cargo de ella, entonces la llevaron a la casa que acabo de contar, ahí se quedó hasta los catorce. Después de eso se fue con la abuela, después otra vez con la hermana. Ni su mamá ni nadie la llamaron nunca para ningún cumpleaños. Nadie se preocupó por saber si estaba enferma, si tenía frío o hambre, ni una sola vez en su vida. En todas las casas donde vivió tuvo que ganarse su pan y su abrigo sirviendo a los demás.

Cuando fue más grande consiguió trabajo en un restaurante y empezó a estar mejor, o por lo menos con plata en el bolsillo.

Conoció a un hombre que se convirtió en el padre de sus dos hijos, y después de otro breve sueño bueno, todo volvió a derrumbarse. Volvió a ser tratada como una cosa por uno de esos hombres que hay tantos y en el que no me pienso detener en este momento porque no lo vale.

Después el trabajo del restaurante se terminó por circunstancias varias y dolorosas.

No había pañales para los niños, no había plata para comida ni para yogur para el recreo, ni para lápices ni para cuadernos. No había plata para leche, no había plata para nada.

El padre de los niños la dejó en casa de los suegros y se fue con otra mujer.

Lentos años de hambre y malos tratos por parte de todos –de su madre primero, de sus patronas después, de su abuela, de su marido, de su suegra…- años en los que ella siente que vivió como ciega sin saber ni entender nada de nada porque nunca jamás en la puta vida alguien se sentó un minuto a contarle de qué la va este planeta.

Frente a la necesidad urgente surge la solución más vieja de la humanidad: migrar hacia tierras de oportunidades. Destino obligado de Paraguay, Argentina.

Hasta la noche antes de subirse al micro, Griselda dormía con sus dos hijos en la cama. Siempre habían dormido así, era su único nido seguro en la tierra.

Esa noche ella no durmió en un asiento duro y ellos pasaron su primera vez sin el calor de su madre cerca. Los abuelos paternos tenía el compromiso de mandarlos a la escuela y de cuidar de ellos para que ella pudiera trabajar y girarles desde Buenos Aires lo necesario para su sustento y para que no tuvieran que abandonar los estudios. Eso sólo es mucho más que su propia historia en la cual ni siquiera sabía que existía la posibilidad de ir al secundario, o por lo menos que esa posibilidad también era para ella.

No le importó nada que Retiro sea el mundo de gente más grande que haya visto ni que la persona que la tenía que buscar haya llegado casi ocho horas después. No, su angustia eran sus niños que habían quedado más lejos que a un millón de océanos. Si ese día se hubiera querido volver no hubiera podido, no tenía ni una monedita… ni unos pesos para comerse un pancho.

Finalmente la buscaron de la terminal y se instaló en una casa tomada de La Boca donde alquilaban piezas. Por suerte la dueña del lugar era una copada que se encargó de cuidarla durante los primeros tiempos.

Al día siguiente empezó su periplo por esta ciudad enorme y desconocida.

Consiguió trabajo de limpieza enseguida. Creo que desde que llegó, en septiembre de 2003, no hubo un día en el que no trabajara.

Acá se enfrentó con los comentarios xenófobos a los que ya nos tienen habituados muchos de los habitantes porteños con respecto a los migrantes. También a hombres que además de querer su casa limpia querían meter sus dos manos en la mujer que lleva a cabo esa tarea.

Trabajó cama adentro en varios lugares donde sufrió desde humillaciones hasta indiferencia durante años.

Un día por las vueltas de la vida, cambió de lugar de trabajo. Ese cambio le trajo un montón de cambios más. La única diferencia con el resto de sus trabajos anteriores fue que fue tratada como debería haber sido tratada siempre: como gente y como trabajadora. Parece pequeño pero el hecho de ser y sentirse un sujeto de derecho te cambia la manera de ser y de estar en el mundo.

Un tiempo más tarde estudió en un bachi y terminó el secundario. Por ahí tampoco parece una gran cosa para quienes tuvieron siempre la posibilidad de estudiar y la aprovecharon o no; pero para quien no sabía que esa posibilidad era un derecho que le correspondía, fue un paso gigante, una sensación de poder de sí desconocida.

Siempre siguió mandando plata a Paraguay, siempre fue para las fiestas a ver a sus hijos, siempre los llamó por teléfono una vez por semana. Nunca superó el desarraigo, la lejanía, el haberse perdido estar cerca de ellos y verlos con sus propios ojos crecer. Sabe que hizo lo único que podía hacer, pero no por eso duele menos.

Ahora Griselda además de seguir trabajando como siempre, escribe sobre su vida. Quiere pararse en otro lugar y mirar las cosas desde otro lado, tratar de entender y de entenderse. Salir una vez más de la cajita donde la habían puesto y ser ella la que diseñe su destino.

En lo personal me produce muchísimo placer poder ser testigo de ese erguirse una vez más y de verla ahora poderosa, acallando dragones con su prosa.

 

Textos: dos entrevistas que fueron publicadas originalmente en la revista Devenir –colectivo de papel – durante el 2015 bajo el nombre de “Hay vidas que valen la historia”. Ahora pueden conseguirse en un libro de pequeño formato que las reúne, "La vida secreta de quien come en la cocina" editado por Ediciones Frenéticos Danzantes.

Autora: Marina Klein

Soy autora de De Fauces al Subsuelo, Danzando entre la Nada y la Furia y La vida secreta de quien come en la cocina, editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.

Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura.

Facebook: Marina Klein

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