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Entró con sigilo. Entró de la única manera que podía entrar. La mujer la vio. Su sobresalto no fue evidente. Impertérrita. Siempre quiso una oportunidad para usar esa palabra. Para fingirla. Éste era el momento. La vio deambular por aquí, por allá, ajena a la dueña de casa. De extraños y extrañezas. Al fin, se decidió por una habitación pequeña cerca del patio. Era un poco oscura, la única ventana era angosta y estaba ubicada en un extremo de la pared derecha. El lugar, además, estaba lleno de trastos viejos. Juguetes que de tanto usar causaban terror: muñecas pintarrajeadas y de un solo ojo, carros y tractomulas desvencijados, retazos desvaídos de disfraces, cajas de cartón con objetos inútiles, rotos, inservibles, una caja con zapatos viejos. Un armario blanco que cada año engullía cuadernos y libros. Un librero de cinco divisiones, cada una con libros de hojas amarillas y mohosas, revistas académicas jamás leídas y miles de hojas fotocopiadas, algunas legajadas, otras sueltas. Se hospedó sin invitación. No era necesario. Se acomodó en medio de un lecho rugoso de icopor y papel cartón, restos de las maquetas del proceso de hominización y del sistema solar. Enroscada y muy cómoda, a juzgar por la languidez de sus movimientos. En un entrecerrar de ojos, la mujer cerró la puerta. ¡Ja!, ahora estás encerrada, no harás daño. Regresó sobre sus pasos, en la cocina tomó aire una, dos, tres veces hasta calmarse, tomó la cuchara de palo y revolvió la sopa de verduras. Una hora después apagó los fogones y tomó la llave del carro. Arrancó y se fue en busca de sus hijos. Cuando regresó sabía que seguía en el mismo lugar. Podía sentir su presencia, es inexplicable pero ese tipo de conexiones existen. Los niños se sentaron a comer, fue un momento caótico, cada uno hablaba de sus peripecias en el recreo. La madre escuchaba atentamente, atenta también a los otros ruidos, a aquellos sibilantes que provocan la corriente que, como una mano invisible, se desliza por su columna vertebral. Mami, ¿estás bien?, preguntó la vocecilla. Bien, mi vida. ¿Estás bien?, la pregunta en boca de todos. Estoy bien o No es nada, las respuestas ensayadas. En las noches no dormía. Sentía la estrechez opresiva del cuerpo sinuoso. La asfixia apagaba sus gritos. Los ojos abiertos veían sin ver. Un blanco lechoso inundaba sus sentidos. Minutos después volvía en sí. Sudorosa y atávica. “Cosa de familia” era la sentencia que había oído desde niña. El ser seguía en su laxo existir sin más preocupaciones que causarlas. Allí, en aquel cuarto pequeño cerca del patio, entre el arrume de hojas y papel cartón. Esperaba. Sabía esperar.

 

Autora: Esperanza Ardila B.

Antropóloga. Aficionada a la literatura. Autora de artículos académicos y textos de ficción.

Blog: http://anecdotariodeerospandora.blogspot.com.co/

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