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Luiz inclinó la cabeza hacia arriba y vio la silueta de la cara de su padre recortada bajo un sol descarnado que los alumbraba impiadosamente. Entrecerró los ojos y se llevó una mano a la frente a modo de visera intentando mitigar el efecto del resplandor, el objetivo era observar las facciones, buscar similitudes con las propias, reconocerse a través de quien fuera artífice necesario de su propia existencia. Todos los niños varones quieren asemejarse a su padre en algún momento de su vida pero aquí había una curiosidad diferente; pues hacía apenas siete años y algunos pocos meses cuando aún se hallaba en el cálido vientre de su madre, Arístides que así se llamaba su padre, había partido hacia el puerto de San Pablo buscando un mejor lugar donde vivir dejando atrás los áridos campos de Pernambuco para conseguir un empleo estable en una de las zonas comerciales más importantes de Brasil.

Pero se fue dejando su familia atrás. Pocas veces habían tenido noticias de Arístides pues solo mandaba dinero muy de vez en cuando y Lindu, su madre, y sus seis hermanos tuvieron que arreglarse como podían para conseguir unos pobres mendrugos para poder sobrevivir.

El abandono, la lejanía y la pobre condición económica en la que vivieron hasta entonces hicieron del pequeño un resentido consumado hacia la figura paterna; los primeros tratos entre ellos fueron fríos y hasta violentos en algunos casos, más cuando Luiz se enteró que Arístides había formado una nueva familia, que ahora la esposa de él era una tía suya, hermana de su madre, y que como resultado de aquello tenía cuatro medio hermanos más; y que en ese momento estaban ahí, alrededor de él.

Es que somos muy pobres decía su madre, no sabemos qué hacer ni siquiera con esta vida que cargamos al hombro hasta vaya a saber cuando.

Arístides se enojaba seguido, era de esos tipos que viven culpando al prójimo por su desgracias. Todo el tiempo arremetía contra su familia porque era contra lo único cercano que tenía para descargar sus frustraciones; además era alcohólico, un vicio que iba minando su ya breve raciocinio con cada sorbo de cachaça. A veces se volvía golpeador, tan solo el día anterior Arístides intentó golpear a Lindu en medio de esas feroces discusiones que tenían y Luiz interpuso su breve humanidad entre ambos mirando a su padre con ojos encendidos de furia y miedo. Arístides pegó media vuelta y de un portazo se alejó de la breve casucha donde convivían. Esas rabietas le duraban bastante a Arístides, por lo poco que Luiz lo había conocido el vacío posterior a un rapto de ira le duraba dos o tres días.

Es por eso que el hecho de estar en este momento, con su padre y sus cuatro medio hermanos en la calle y de paseo a Luiz lo alentó a pensar que algo en Arístides estaba cambiando, si bien no tenía un gesto amable les había dicho que el paseo era para ir a una heladería y tomar un helado. Mientras caminaban todos juntos Luiz imaginaba un helado gigante, de esos de cerezas y chocolate que alguna vez había visto en un afiche desgajado en un rincón del pueblo, allá lejos. Solo caminaron un par de cuadras e ingresaron al negocio que estaba en una de las esquinas más comerciales del lugar. Los niños se acercaron al mostrador e intentaron leer los carteles que listaban los sabores disponibles. Ninguno sabía leer, Luiz nunca había había ido a la escuela y los hermanos eran demasiado pequeños todavía. La repartija empezó por el menor de edad quien recibió un vasito con un reluciente helado de frutillas. Al siguiente le tocó uno de dulce de leche que se derretía por los costados de tan cremoso. A los otros dos les sirvieron uno de chocolate y otro de moras. Luiz estaba impaciente pero aun en su corta edad comenzó a sospechar que algo anda mal, ya de muy pequeño había aprendido a contar y en el momento de servir los helados solo había visto cuatro vasitos y ya estaban todos servidos. Aristides pagó en la caja y miró a Luiz con una sonrisa sardónica, su rostro endurecido profirió una mueca de venganza, pegó media vuelta y mirando a todo el grupo exclamó “Vamos”.

Para Luiz el desconsuelo fue infinito; ya volviendo y mientras el sol hacía la suyo sobre esas cremas relucientes que goteaban incansablemente sumando más manchas a esas veredas ya mugrientas de siglos, él se juraba que alguna vez iba a pelear para que todos los chicos puedan comprarse helados, es más, para que todos los chicos puedan comer cuánto y cuándo quieran y no tengan que salir a mendigar ni depender de la caridad de ningún patriarca resentido y odioso. Y que cuando eso ocurra el mundo no lo conocerá por Luiz, ni siquiera por Inácio simplemente porque no le gustaba. Sí, mejor que lo conozcan como Lula, como lo llama su madre, cariñosamente. Y que nunca jamás, por ninguna razón intentará parecerse a su padre, sí, él será distinto, él será el hijo de Brasil.

 

Autor: Jorge Augusto Tuzi

Nací en Villa Domínico el 30 de Junio de 1960 en un hogar de clase trabajadora. Me acerqué a los libros desde muy corta edad. Mi casa era pequeña; habitada por mis padres, mi hermana y mis abuelos. Como solo tenía dos habitaciones y ya estaban ocupadas, mi cama estaba en el comedor, sobre un sofá al que la biblioteca le hacía la veces de cabecera. En las noches de sueño tardío descubrí que algo mejor que el somnífero era leer un libro. De ese modo me aproximé a los clásicos, fundamentalmente los libros de Julio Verne y las Narraciones Mitológicas.

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