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Relato de un retorno al hogar que fue infancia


Foto de Gabriel Piñeiro

Me detengo ante la gran puerta de madera que de un momento a otro tiene mi altura. Está colmada de pequeñas perforaciones hechas por picotazos, y nidos ya resecos, ausentes, como casi todo.

Una bandada de hojas otoñales se arremolinan hacia el interior de aquella casa que alguna vez fue infancia.

Parte del techo está desmoronado. La escalera caracol es ahora sólo recuerdo, como también los son los muebles, las guirnaldas que colgaban desde algún cumpleaños, y el hogar de invierno: pura ceniza.

En un rincón estaba mi baño, y el espejo de lo que fui, y en donde me reconocí como aquel que tiene forma y sonrisa, y también vacío.

Una brisa cálida proviene de una abertura que es huella oscura entre tanta madera caída, y vergonzosa luz que atraviesa lo que queda del ventanal del comedor.

Sigo la pista de aquella corriente de aire y me adentro en lo que fue mi primer llanto, mi primer grito, y mi primer balbuceo, que para otros fue palabra endulzada por la mañana: para mí, un relato repetido por mi abuelo José.

Allí fui alimentado por vientre blanco, por tibia leche madrugadora y amante de mis besos de hambre.

Me queda imaginar lo que el diluvio olvidó.

Me decidí a volver para desempolvar un cuento y renovar, así, mi recuerdo ya desvencijado, casi marchito.

Allí, la frondosa barba colorada jugó con mis dedos diminutos y fue fragancia mi tierna piel que hoy es memoria diluida.

Un día, envuelto en sábanas fui retoño de esperanzas, promesa austera de una vida de sueños y proyectos; algunos dilapidados por la corriente que nos empuja, otros arrancados a la fuerza, y unos pocos que aún persisten, resistiéndose a ser fluido de alcantarilla.

Y mientras acaricio recovecos de antaño, me detengo en las pequeñas manchas de sombra que me hacen desaparecer por momentos. A veces mi brazo se oculta, otras mi cabeza, y a veces yo entero. Si me muevo simulo ser fuego, y estallan mis ojos el ver al sol de frente. Mi cuerpo parece pudrirse entre todo ese tumulto de vida inerte, y quizás, mejor es pudrirse y pasar a mejor vida, antes que deambular a la deriva del tiempo y su memoria.

La marea de sus pieles cálidas me sonríe. Es leña prendida en aquella alfombra de la cual sólo queda su dibujo tallado en mi recuerdo, que resurge a cada rato y sucumbe con mi sombra.

Se suspende el tiempo cuando el eco me devuelve el susurro de mi nombre evocado por sus gargantas, ya secas, ya erosionadas, pretéritas.

Desde el suelo todo se ve distinto. Mi rostro apunta al techo ahuecado, que alguna vez estuvo colmado de estrellas fluorescentes, colocadas con delicadeza por las manos suaves que tantas veces me rozaron, luego de algún cuento inventado, y un té caliente del cual desprendía una humareda tenue de ternura y sosiego.

La posición no es la mejor, un poco duele debajo. Sé que no es almohada la madera que cruje bajo mi cabeza, pero allí dormí durante años que fueron eternos, y que hoy se diluyen en fugaz recuerdo que retorna en trazos al cerrar los ojos, dando cobijo a un cuerpo que se siente eufórico aunque pesado.

Decanto en un sueño profundo de armonía y rabia, de tranquilidad y queja.

No me perdono. No me reconozco en las cicatrices que hoy me acompañan.

Sin despedirme de nada, me aseguro que mi última morada ahora es fotografía ante mis pupilas contraídas por la luz, confinadas al abandono de sus cavidades que son hogar y abrigo.

Bajo la puerta que me mira, sobresale la esquina de un sobre manchado por el tiempo, humedecido por algún triste caminante de estero profundo y valle bajo.

Errantes son las historias que me persiguen, monigotes creados por algún efebo sublime de casta antigua.

Algún heraldo trajo consigo lo que ahora tengo entre manos, que se resiste a ser descubierto y leído, a lamentar el tiempo y ser secreto perenne.

Me atrevo a sacar los hilos que lo envuelven, y me consumo en los pasos que me olvidan.

Para mi sorpresa, del interior del sobre caen pedacitos de papel, engolosinados con un planeo de ida y vuelta entre paredes imaginarias, que los hacen rebotar para, finalmente, tropezar con mis zapatos carcomidos por pasos fatigados.

Pequeños dibujos de letras ilegibles me miran desde lo bajo, buscando que las reconozca.

Me quedo con el sobre en mano y hurgo un poco más; lo rompo, lo despedazo, y en un último crujir de hoja brava, me quedo entre manos con una carta que es mi puño, y es mi letra.

Lo único que se conserva en aquel amarillento escrito, es la fecha, que aún borroneada y humedecida por el tiempo, aún se lee: dieciséis de julio de mil novecientos noventa y cuatro, día de mi cumpleaños número ocho, día en que se acabó todo, y ahora rememoro con el crepitar de mi cuerpo, y en el derrumbe de mi rostro, que entre papeles diminutos que fueron mi tinta, y rodeado de pequeños trozos de mi memoria, de a poco se borran en el siseo de aquellas voces que aún me susurran desde su tiempo, que ahora es mi tiempo, desde la penumbra que se forma en el arco del espacio que alguna vez me vio dormir.

Mis ojos se impregnan de oscuridad hasta entonces velada, latente, y puedo predecir que poco falta para ser una voz más que se encontrará con el silencio, de una sutura imposible, de un reverberar recrudecido por el aletargamiento de la espera.

¿Podré vibrar alguna vez más entre las arenas que acariciaron mis manos? ¿Podré ser destello de luz indómita, entre el goce de los brazos que acallarán mi nombre?

Preguntas son las que continuamente retumbarán en la estela que dejará mi sombra. Y claro, ante ustedes, que son testigo de mis últimas palabras, que ahora me leen, pero ya se olvidarán.

 

Autor: Ariel Adler

Es diseñador de imagen y sonido de la uba y docente de la materia sociologia (de la imagen) en fadu.

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