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Espero sólo espero tu nombre,

sobre mi nombre este día…

Luis Alberto Spinetta

Como el amanecer llegaba, lo hacía también Amalía, engaño de Alvario. Cuando el hermano del dios exigió la mano de su primogénita para consolidar la paz, Alvario no pudo proferir ni objetar. Mas, sí buscó engañarlo, tal y como siempre lo había hecho con los hombres.

Frente al lago más puro, la tendió. Y de esas aguas su reflejo se alzó. No sabían ellos qué era con exactitud; si una ilusión asible, una simple mortal o una igual. Pero indudable era su belleza exótica, sólo digna y hallable donde una diosa se hiciese mostrar. Pelo blanco, ojos anaranjados y unos labios con el color del mar.

La hija de Alvario, Aila, acercó su mano a ella y al tocarla sin ver que en ondas desaparecía, se sorprendió de los poderes de su padre y susurró un viento que decía: «Amalía será su nombre»

La sangre había sido la causa, los medios y suponía para el prometido, Bario, el fin. Uniendo una vez más el árbol, podría cerrarse la herida y traer la paz. Pero su hermano, Alvario, era receloso con su única hija, por lo que ahora un doble le había creado.

Con su inocencia ella un mundo pequeño y propio tenía y de todos estaba éste reservado. Fue ella quien le enseñó a su semejante a hablar, las costumbres y la forma de actuar. Deberían ser iguales en todas sus formas. En seis ciclos Amalía se habría de casar y el compromiso se consumaría.

En una hermana acabó convirtiéndose para ella. Más que hermana, un nuevo mundo. Donde encontraba múltiples placeres y diversiones. De grandes aventuras y riesgos, que poco a poco se dieron por ocultar, para que el secreto las resguardara. A ratos Alvario las confundía, pero siempre se identificaban tal cual, sin bromas ni travesuras, sus nombres pronunciaban sin dudar.

Una vez las descubrió en el preámbulo de sus placeres. Apoyando sus pechos unos contra los de la otra, mientras por sus caderas bajaban las manos y sus labios se acercaban al punto de respirar el aliento ajeno y a la vez tan propio, para consumar el acto que ya tantas veces se habían arriesgado a vivir.

Alvario consideró que eran cuestiones inabordables de la búsqueda de una semejanza perfecta, por lo que cerró sus ojos, sin sospechar que sus intenciones, no eran de despejar las tinieblas de las dudas, sino de abrir las puertas de una lujuria prohibida.

Los ciclos pasaron, pero no su amor. Largas caminatas, noches interminables. Llevaron sus almas a un punto donde ya no se delimitaban entre sí.

Tiempo tras tiempo, promesa tras promesa, llegaron a jurarse lo eterno, sin saber si alguna envejecería o no.

Lo que fue una exploración, formó colonia en su pecho para acabar siendo un imperio en todo su cuerpo. Con sus pilares en palabras repetidas, labios húmedos y manos que no paraban de expandir las fronteras de su imaginación.

Como toda inmortal joven, Aila, no tenía una noción clara del tiempo. Para ella los ciclos no eran más el suceder de algo que se repetía una y otra vez. No los contaba ni enumeraba. Tampoco sabía en cuál había nacido. Sólo recordaba los otoños en los que se escondían en las infinitas hojas, las primaveras en las que comían flores y usaban los tallos como instrumentos de viento, los veranos en los que saboreaban su sudor y los inviernos en que se apegan una contra la otra, piel contra piel, para mantener encendida su llama. Y al ser Amalía su reflejo, pensaba y recordaba todo de igual manera.

Su corazón se partió cuando Alvario les recordó el propósito de la existencia de Amalía. Fingieron indiferencia y la joven jamás parida recibió la noticia de que tendría que vestir de blanco. Por debajo de la mesa, mientras su padre les indicaba cómo debía desarrollarse la ceremonia, ellas se tomaban de la mano. Y cuando el dios se vanaglorió de haber mantenido intactas sus purezas, se aferraron tanto la una a la otra que casi parecía que las uniese un nudo de piel marmolada.

El miedo las consumió por dentro. Vivían desenfrenadamente un extraño e inaceptable amor entre lágrimas. Entonces comenzaron a contar el tiempo, no como los otros inmortales, de forma ascendente, sino en regresiva, como los que sí fallecerían alguna día.

Ya los sabores veraniegos serían diferentes. En otoño los escondites se convertirían en guaridas para llorar, las cuales cada cierto tiempo se veían obligabas a cambiar cuando de lágrimas se inundaban. Durante los inviernos seguirían compartiendo el calor, pero el frío de su corazón las consumiría sin poder evitarlo. Y las flores primaverales, ese inigualable placer de comerlas y de desafiar a la otra que entre besos adivinara con el gusto, de qué flor se trataba; ese placer ahora pensaba tendrían un final.

Su rostro al ver la última puesta de sol antes del ciclo, mostró un desgarrador llanto que parecía partir su alma en dos partes vanas. Se abrazaron por lo que creyeron sería la penúltima vez. Pero entonces a la mitad de un beso, las dos se interrumpieron y viéndose a los ojos, planearon sin mediar palabra, lo que podría ser su salvación.

Vale decir que fue un plan que quien supiese de su amor podría predecir. Pero absorto quedó su padre al oír que se negaban a delatar sus nombres. Enfureció tanto con el par que con sí mismo. Se cuestionaba qué error había cometido en su crianza, pero la realidad es que el problema no fue ahí, sino sólo en el plan que había tejido.

El día de la llegada de Bario, marcada por ese polvo blanco que detrás de sí dejaba, Alvario se aterró y preparó las lanzas en caso de que su hermano quisiese alzarse en armas otra vez. Pero Bario al llegar y al oír la noticia no sintió cólera alguna, tal y como él lo había dicho, era para afianzar la paz.

La idea de tener a una de sus hijas, le aseguraba la imposibilidad de un ataque, tener bajo el techo de su hogar a la heredera de un posible enemigo, lo convertía en un posible aliado y un necesario neutral.

Bario, era un dios sabio, y vaciló en que quizás su hermano estaba tratando de engañarlo una vez más, tal y como confesó que era su objetivo inicialmente. Pero con sus ojos y al sentir ese aroma de fuego que desprendía el rabioso dios, supo que decía la verdad. Caviló en el asunto mientras Alvario amenazaba inútilmente al dúo. Bario concluyó al fin y decretó en un rollo en los que antes escribía todo lo que pronunciaba:

«YA AL ORA NONS’ DVDARÁ: LAS FERMANAS RENVNÇIARÁN A SVS NOMBRES E CADA VNA MEDIO CÍCLO EN CADA FOGAR PASARÁ»

Al oír esto las hermanas se miraron y luego de dudar, cambiando una clausula aceptaron.

Y así, olvidaron sus nombres, olvidaron hasta cuál era cuál, tal y como lo habían prometido.

Una tomaba el lugar de la otra y de este modo el ciclo se repetía. Bario más que a como una esposa la trataba como a una sobrina. Quizás podría haber optado por llevarse una sola, pero en el fondo él sospechaba de sus miradas, de sus manos entrelazadas y supo que sería la mejor manera para que no quisiesen objetar. Porque según lo pedido por ellas cada tres estaciones, ellas se encontraban a mitad de camino entre los dos extremos del mundo, para según lo acordado intercambiar el anillo de compromiso. Pero con estos encuentros pasaron a tener su propia unidad de tiempo, la cual equivalía a tres ciclos, que era el tiempo en el que cuatro veces se encontraban, y la dividían en cada una de las estaciones que cambiaban en cada encuentro, en el que ella vivió cada una de ellas, tal y como las habían vivido siempre, juntas.

 

Autor: Tomás Emilio Sánchez Valdés

(Buenos Aires, Argentina 1999). Escritor, poeta y estudiante de química. Fue conductor el programa de radio de la Escuela Técnica Nº8 D.E. Nº13 «Disfruta el silencio» del 2015 al 2016 que ha hecho emisión en la feria INNOVA 2015. Forma parte del «Taller Literario del «Centro Cultural del Barrio Cardenal Santiago Copello» desde marzo del 2016. Se define como lector de Franz Kafka, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Jack London y Roberto Arlt. Ha publicado cuentos y relatos en las revistas «Escrituras Copelho», «Habitantes» y tiene una sección literaria en la entrega española «La Voz Libre del Carrión» desde el último número.

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