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La helada


Viajamos en un colectivo abarrotado. Afuera hay abundante nieve, está por todas partes. Se posa sobre el alféizar de las ventanas escarchadas, sobre las tejas de los techos, sobre los banquitos de las plazas (empapados, inhabilitados). Sobre los pliegues de los abrigos, de los sobretodos (por sobre todas las demás superficies). Y en los surcos de los sombreros. Sobre tus hombros (y, sospecho, también sobre los míos) hay una nieve vuelta agua, absorbe la tela de tu saco grueso y rasposo. Nos estamos por bajar, pero mi alivio no es en función de tu respiración sobre mi rostro sino en consecuencia del aire claustrofóbico de horno helado que hay en una caja llena de personas. A pesar de esta sobrepoblación, hay un silencio casi bello. Un acuerdo tácito. Sólo escuchamos el ruido del viento implacable atizando las ventanas y el de las ruedas rompiendo charcos cristalizados en el pavimento. Es la primera vez que nieva en algún tiempo. Presiento con la mente el aroma del café que nos vamos a tomar en un barcito ni bien nos bajemos y se me llenan las manos de un calor familiar. Te rozo sin querer y acunás mi mano con tu mano como si mi mano fuese un gato que se tiende frente al fuego de un hogar.

Un paréntesis. No me gusta el hecho de que cada cosa que siento se transparente en estas manos que me dieron. En sí mismas apenas son. Ni uñas tienen, pero obran sin mi consentimiento. Tienen una especie de medidor térmico, es la mejor forma que tengo de describirlo. Y esto hace que expresen cosas que quizás ni me percato que estoy sintiendo o peor, que no tengo intenciones de verbalizar. Pero a mis manos no les importa en lo más mínimo. Vos me decís que a vos tampoco te importa, que de hecho te encanta. Y es porque te gusta leerme con el tacto, como si fuera un libro escrito en braile. DEBE SER DIVERTIDO leer un libro escrito en secreto, oculto para los ojos (las manos) del resto. Esto no me gusta ni me disgusta. Simplemente lo acepto por lo que es. Un flanco más, indefenso. Una cortina más, abierta. Un muro más, caído. Y yo, del otro lado, te invito (¿es eso lo que hago?) a pasar. Pero es que ni chance tengo, porque no es una decisión que parte de mí. Son estas manos exhibicionistas, insoportables. Quisiera amputármelas. Cuando me mirás la cara con los ojos y el fondo (el alma) con las manos quisiera amputármelas.

Entonces nos bajamos de la embarcación que fue nadando con brazadas gigantescas, sondeando las calles mojadas y frías como un fondo marino. Y nos sentamos en ese bar que reclamamos como nuestro (de la forma posesiva menos desagradable que existe, que aún sigue siendo ligera pero implacablemente desagradable) hace ya un tiempo, en alguna de las mesas contra los ventanales que dan a la calle. Y nos tomamos esos cafés que venimos sintiendo desde hace horas. Y mis manos arden desde que en el colectivo me percaté de ese calor y ahora sostienen la materialización final de ese deseo y soy feliz y tengo una incandescencia amarilla, y vos, si yo aprendí algo de tu cara y de tu cuerpo y de todos tus colores en todo este tiempo, también estás siendo feliz, con una incandescencia roja.

Cuando llegamos a casa, cuando colgamos nuestros abrigos al lado de la puerta, cuando nos descalzamos, cuando sentimos en las plantas de los pies el suelo frío de este fuerte que compartimos, empiezo a sentir algo que todavía no sé qué es. Vos entraste en la cocina, a pocos metros de mí (este fuerte, como cualquier otro, no es muy grande), y es por eso que no me preocupa que puedas estar al tanto de esto que no sé todavía qué es. Me apresuro a la habitación, necesito descifrarlo antes que vos. Me froto las manos en el pantalón, que está empapado. Siento un cosquilleo, como que se me duermen. Pego un salto hasta el armario y me cambio los pantalones mojados por unos secos. Me pongo medias gruesas. Me pongo un suéter de lana. ¿Es obvio a esta altura que la calefacción está rota? Mis manos siguen cosquilleando, y yo las agito a mis lados como si quisiera despegarles un pegamento. Me mentalizo y voy a donde estás vos, ¿dónde estás vos? Te encuentro en el sillón hundido del living. No estás cambiado, seguís con el pantalón mojado. Me siento a tu lado y apoyo mi mano en tu muslo porque quiero apagar el fuego, me asomo en el libro que estás leyendo. Me mirás divertido. Te pregunto si tenés frío, me saco una media y te rozo el pie con mi pie pero tus pies no están fríos. Me froto las manos porque no soporto ese cosquilleo que no se va. No quiero tocar tu piel con mis manos porque te voy a quemar. Dejás el libro y me llevás al cuarto. Me agarrás las manos como si hubieras estado esperando todo ese tiempo que yo agarre las tuyas, y espero el momento en el que tus ojos me miran y me sueltan una descarga eléctrica, de cuando te das cuenta de algo, pero me mirás con una ternura somnolienta. Y en un segundo (ese segundo en el que me mirás y no me acusás) casi siento que ese cosquilleo en mis manos nunca existió. Y me llevás a la cama. Y ahí yo sí, siento que ya pasó esa indescifrable falsa alarma, imposible de catalogar. Y tengo mis manos en tu nuca, y en tu cuello, pero ahí es cuando te retraés casi imperceptiblemente, no querés que lo note, no querés herir mis sentimientos, pero yo obviamente lo percibo, ¿cómo podría evitarlo?, siento cómo te molesta mi tacto, como si se abriera una canilla, una compuerta, me vuelve la sensibilidad a las manos, que más que haber muerto el cosquilleo, como pensé, se habían dormido del todo. Y CUANDO SE DESPIERTAN. SIENTO ese frío helado. Mis manos. Están congeladas. Y me disculpo tropezando con las palabras como una niña, me avergüenza, te lo digo, te digo: "perdón, tengo las manos muy frías, no me había dado cuenta". Y todo este tiempo me miraste, me mediste, me esperaste, me calculaste porque vos me descifraste antes que yo, siempre llegás primero a la escena del crimen, y me seguís mirando, y entonces vuelvo a abrir la boca, mis manos siguen en tu cuello como vidrios helados y siento como una inundación, siento algo que viene precipitándose cayendo desde lo más alto cayendo pesadamente rodando colina abajo una bola de nieve una avalancha un vidrio que atraviesa mi garganta y la tuya una nieve una sangre que me baja por todo el cuerpo y la siento y me duele cómo me mirás en este momento y me acusás finalmente la sangre caliente baja por cada hendidura de cada reja de cada madera en cada botón de tu camisa y yo sigo con el vidrio presionando sobre tu cuello y sobre mi cuello y cuando finalmente me desangro encima tuyo y no me da más la mano y mi mano te suelta yo no digo nada.

Pero entonces.

Me tocás las manos con tus manos. Me llevás como recorriendo un mapa en el dorso, ME LO LEÉS EN VOZ ALTA y yo sigo con la cabeza gacha porque me da miedo, me da mucho miedo, pero lentamente escalo la pendiente con los ojos y te miro. Y te leo. Porque ahora resulta que tus manos no hablan como las mías, pero vos también te derramás sobre mí como una ola y yo lo entiendo, y cuando en cada océano y en cada verde y azul y en cada magma en cada rojo en cada negro y en cada luna en cada blanco en cada gris yo te veo, lo entiendo.

 

Autora del texto y la imagen: Clara Bachur

la autora de este cuento nació en un mes frío del 98 y está actualmente buscando un trabajo soportable. estudia cine en la (i)una. le gusta pintar con acuarelas. puede (intentar comunicarse con ella por mail (clrabachur@gmail.com). si estabuscando una joven intrépida para atender una librería de usados, NO DUDE!

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