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“te imaginarás que los miedos a la noche no me dejaron dormir.”

De sentada en el comedor a la cocina, tuve que subir un escalón y voltear a la izquierda. Me esperaba ansioso, yo nunca lo esperé. Jugando con la hornalla, me miró cuando aparecí, y sentí como un punzón clavándose en mi brazo, los ojos amarillos apuntándome. Pupilas negras, chicas; cuerpo arrugado, escuálido. Parecidos, éramos El espejo. Alto. En un rosa gastado que me daba mucho asco, lo acompañaban adornos. Eran sus plumas, negras.

-No, no quiero té. –mi nudo en la garganta habló.

Miraba para abajo porque no me quedaba otra. No afrontar, también es humano. Y nunca dejé destapar mi carácter ante estos miedos. Sí ante lo tonto, ante lo que no me asusta, como ante esas tardes antes de advertir las amenazas de la noche cuando cae en mis regazos, ingenua o quería creerlo seguía tomando un té igual.

Mi cabeza había trabajado por meses en paranoias, se me enredaban sinsentidos y me convencí que, otra vez, había creado este bicho. Quiso posar su mano en la mía, y automáticamente la alejé. Tenía miedo igual, que esta última actitud me condenara a otro castigo, igual o menor o mayor que al anterior, pero otro más. Una sonrisa morbosa me intimidaba, no me dejaba tragar, pero insistía en invitarme un té. Mi cabeza, floreciendo, no lo iba a poder soportar. Entonces inmediatamente volví a apartar la mirada, e inmediatamente percibí una mueca de desilusión, y un poco de la resignación inmediatamente. No me atacó nada, dejó que me alejara.

Sentados uno frente a otro, él sí tomaba el té. Me asustaba el pico deformado amenazante, potentemente proporcional a lo inútil que parecía. Será su fuerza, el músculo que lo defiende, la lengua con la que calla, el cerebro con el que ordena. Me miraba, y cada segundo me asustaba que fuese el más cercano a ponerme a llorar. ¿Por qué me presionas? ¿Por qué sos lo que sos? ¿Por qué me maltratas? Con la fuerza con la que estaba intentando desaparecer, al punto tal de que ni mi respiración se escuche en esa casa tanto silenciosa como gris, un movimiento brusco en esa bestia me asustó. Se levantó rápido y con fuerza de la silla, agarró la pava con una extremidad y la taza con la otra, y colocó el té en frente mío con tal violencia y brusquedad, como si fuese un papel que tuviera que firmar, que volví a levantarle la mirada y ahora sí, sus pupilas ya casi ni se distinguían de unos ojos que me iban a matar. El mal genuino hilando amenazas para mí. Y las plumas me intimidaban, y los amarillos me apuraban. -No quiero. ¿Por qué me presionas? ¿Por qué sos lo que sos? ¿Por qué me maltratas? Y fue tal mi insolencia, que tomó su taza y la mía y las tiró contra el piso. Me agarró del pelo y en la oreja me recitó: -Me vas a pensar siempre. Colorada, con el corazón en la boca, con los pelos revueltos, con los ojos llorosos, con la dignidad en el rincón que era mi infancia, con la felicidad que me había significado la pubertad, con el aprendizaje que me habían obligado los 15 años, con la fuerza de mujer, me levanté y me agaché. Acerqué mi boca al piso y me agarré el pelo, a punto de lamer el té. Lo miré, y estaba extasiado. De muchas cosas. Sentí que en ese momento mismo era capaz de acariciarme de nuevo y sonreírme, y decirme que me quería y admiraba, enjuagarme la cara y limpiarme, que era su dueña preferida, me abrazaría, y volvería a colocar en la taza el té y el té en la mesa, como gesto de adoración. Sentí el rojo que estas ambigüedades significan. Saqué la lengua de la boca, y agachada, lo miré. Agachada también podía percibir todo el líquido caliente desparramado en el piso, y la felicidad de esa bestia que estaba dispuesta arreglar la violencia anterior. En ese momento de presión, le escupí los pies, y el piso que estaba pisando, su dignidad. Inmediatamente su cara cambió, ahora las alas se extendían, las expresiones se sobresaltaban, y los ojos casi estaban por pegarme la bala, confundido, furioso. La hornalla todavía estaba encendida, y en la adrenalina lo tiré al fuego. Miré loca de victoria cómo esa piel arrugada se contraía, cómo esas plumas en un segundo ya no eran nada, cómo esos gritos eran al fin, inútiles.

Abril 2016

 

Autora: Eugenia Christiani

Imagen de Katya Simkin intervenido por Eugenia Christiani

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