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La lista del mercado


Aníbal bajó el último escalón, espió hacia la calle y caminó, despacio, encorvado, marcando el ritmo con el asentir de la cabeza. El encargado barría las hojas hacia la zanja. Para esquivarlo, Aníbal, cansado de las preguntas, se refugió detrás del primer gomero. Aceleró el paso cuando dobló en el pasaje. Se irguió. Le molestaba el agujero en la media: el dedo gordo trataba de zafarse y el índice pugnaba por retenerlo adentro de la tela.

Ya en la puerta del hipermercado, el gordo y el índice le escarbaban la alpargata. Aguantaría. Al volver se cortaría las uñas hasta la carne y le pediría a Ofelia que le cosiera las medias: el problema era el pie izquierdo. Las izquierdas; de todos los pares, las izquierdas.

Agarró un chango, lo empujó, lo descartó. Las ruedas de adelante avanzaban en diagonal. El segundo circulaba mejor y era más grande. ¡Con todo lo que tenía que comprar! La lista de las cosas necesarias estaba memorizada: algo más, algo menos, era siempre la misma.

Fue a la góndola de los perfumes. Se agachó, en cuclillas, hasta que el dosificador del frasco verdoso, etiquetado como “probador”, le apuntó a la papada. Se agachó un poquito más y disparó. Disparó. Disparó. Moviendo lentamente el cuello, como arrastrando el aire, con el mentón hacia arriba, se disparó. Sándalo y pino; jengibre y pino, algo así. Cargó el frasco y el desodorante. Cargó otro frasco para Ofelia. De rosas y jazmines o limón y azúcar, algo así. También, para su esposa, la crema para manos, la crema para el cuerpo y la crema para pies. Las cosas prioritarias, las del bebé, las dejaría para el final.

Se había olvidado de la media rota hasta que pasó una señora con un chango que, a esa altura, estaba más cargado que el suyo. Le brillaron los ojos cuando miró lo que había cargado la mujer; aspiró ese perfume que (estaba seguro) era francés, de los originales, y continuó con las compras, ahora acelerando el chango, como si la compradora le hubiera recordado cosas que necesitaba y que no estaban tan firmes en su memoria: cargó algodón; toallas higiénicas con alas; toallas higiénicas para todos los días; toallas desmaquillantes; aceite de almendras; talco; jabón líquido para manos; espuma y sales de baño. Esmaltes rojo y fucsia; dentífrico para la sensibilidad dental; cepillos de dientes, cerda suave; enjuague bucal; champú y acondicionador de buena marca y un baño de crema con aceite de ortiga.

De ahí, se fue a la góndola de ropa. Las miró en diagonal: medias cien por ciento algodón tipo tenis; corrió hacia ellas, las acarició, desprendió uno a uno los pares de distintos colores, marcas y precios. Un empleado, que reponía cajitas de plástico con tres bombachas tiro corto, se acercó a Aníbal. Y otra vez las preguntas que tanto le molestaban. Sobre todo las que exigían una respuesta monosilábica con poca opción: sí o no. “Buenos días, señor. ¿Lo puedo ayudar en algo? ¿Busca medias de hombre?”. Aníbal cargó en el chango todas las que había desprendido. En definitiva, probablemente, al repositor le molestaba ordenar lo que él dejaría tirado entre las toallas del estante de abajo. “¿Lo puedo ayudar en algo?”. No contestó. Su coche respondió rápidamente, le dio la espalda al repositor y aceleró.

Altivo, recorrió todas las góndolas, cargando y cargando el chango que era una máquina: no trastabillaba ni se le escapaba en las pendientes cuando lo dejaba solo mientras escogía los productos. Para que los lácteos no perdieran la cadena de frío, fue a las heladeras cuando el chango estaba hasta el borde. Fiel a su idea de que lo prioritario quedaría arriba de todo, para el final, encastró en los huecos entre paquetes un trozo de sardo; una bolsa de queso en hebras; queso mantecoso y queso para untar con gusto a jamón serrano. El yogurt y la leche larga vida los puso arriba de todo, frente a su torso. Pensó en buscar otro carro. Todavía le faltaban algunas cosas de la lista, pero se las arregló. En hilera, bien arriba, con el yogurt y la leche, completó lo que no podía olvidar: maicena, óleo calcáreo, pañales y cabello de ángel. Dos paquetes de cabello de ángel.

Antes de ir a la caja, volvió a la góndola de los perfumes. Miró hacia un lado y hacia el otro, se agachó, y se disparó desodorante arriba de la remera, en las dos axilas. Llegó a la caja, colocó el carro a un costado y acomodó las cosas prioritarias en la bolsa que le había pedido a la cajera.

Cuando llegó al edificio, el portero no estaba. Subió hasta el departamento del segundo piso diseminando el pino, el sándalo y el olor a transpiración. Ofelia lo esperaba con el bebé en brazos y, a un lado, en la mesa, la cucharita para el yogurt.

Controlando el ticket, Aníbal sacó las cosas que había comprado y las puso sobre la mesa: yogurt, leche larga vida, maicena, óleo calcáreo, pañales y dos paquetes de cabello de ángel.

—¿Qué es ese olor nauseabundo que tenés? ¿Qué vamos a comer? ¿Eso solo trajiste, Aníbal?

Aníbal estaba cansado de las preguntas. De las preguntas del mercado. De las preguntas de Ofelia. De las preguntas de su bebé, que él imaginaba. De las del portero: “¿Y? ¿Consiguió?”. De las del repositor: “¿Lo puedo ayudar en algo?”. Y, por sobre todo, Aníbal estaba cansado de las preguntas de las mañanas y las tardes en oficinas suntuosas del centro porteño: “Tiene 54, ¿no?”; ¿problemas cardíacos?; ¿un hijo?; ¿uno solo?”. “Santiago”. “¿Mi mujer? Ama de casa. Una gran madre”.

—Te estoy preguntando, Aníbal. ¿Eso solo trajiste? ¿Qué vamos a comer?

—Cabello de ángel, querida. Los tres comemos cabello de ángel. Ya pongo la olla.

 

Autora: Gisela Vanesa Mancuso

Técnica Superior en redacción - Escritora - Coordinadora de talleres literarios

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