Oscilación
Sin cita previa se apareció en el estudio de forma intempestiva. “¡Está muy nervioso!” me dijo mi secretaria para avisarme que Rubén González había llegado. Era mi último caso ganado de divorcio controversial, González versus González, más sangriento y despiadado que Kramer versus Kramer. Matrimonio no tan joven, Marisa treinta y tres, Rubén treinta y ocho. Dos hijos, dos departamentos, un auto importado, una camioneta y una cuenta en el Banco Nación que produciría la envidia a más de uno. El péndulo del reloj Morbier, que me había regalado mi suegro para nuestro casamiento se había detenido. Siempre le ordenaba a mi asistente que le diera cuerda todos los lunes, pero era evidente que esa semana, alguna distracción había hecho que mi viejo reloj se detuviera en ese mismo instante. De la misma forma, se detuvo mi corazón con la noticia de la abrupta irrupción de Rubén a mi estudio. Estaba aterrorizada. “Dice que trajo unas llaves y quiere entregárselas a usted en persona” me dijo la chica mientras caía en la cuenta de su estúpido olvido al ver que mi vista seguía pegada al reloj de pared. Yo me había ensañado con ese hombre, si bien Marisa era una clienta más como tantas otras, yo no quería que se resuelva como cualquier juez hubiera deseado, yo quería verlo arruinado, convertirlo en una piltrafa. Quería defender a Marisa sin importar el daño que le proporcionara a su ex-pareja. Estaba descalza, solía quitarme los Stilettos cuando estaba sentada, me encantaban, pero no los aguantaba toda la jornada. Me puse de pie, di la vuelta a mi escritorio, acomodé mi ceñido tailleur, uno de los tantos que uso cuando tengo audiencias y le pedí que lo hiciera pasar. Sentí pudor y no supe el porqué. Me puse a acomodar una pila de expedientes, hasta que percibí su presencia a mis espaldas. Yo no estaba bien con Ignacio, mi marido, yo no estaba con Ignacio, yo vivía con su sombra. Ya hacía muchos meses que ni siquiera nos saludábamos cuando cada uno iba a cumplir con sus obligaciones. Solo compartíamos las sábanas y hasta ahí. Pero Ignacio, ni por casualidad, había sugerido que nos separáramos y la comodidad le ganó al aburrimiento y dejamos que nuestro barco siguiera a la deriva hasta que quizás un fatídico día se estrellara contra un barranco. Puede que ese fuese el motivo de mi ensañamiento con ese hombre, que si bien era la contraparte de mi defendida yo no tenía el mínimo derecho de reventarlo como a una cucaracha. Había proyectado en Rubén, todo el daño que me estaba haciendo Ignacio con el peor de los agravios que puede recibir cualquier mujer, la indiferencia. No pretendí lograr una división de bienes lógica, ni siquiera un régimen de visitas acorde, yo me había encaprichado en demoler su moral y destruir su autoestima. Deposité en ese pobre desconocido todo mi odio y mis frustraciones universales al género masculino. Pero el reloj se paró y también se había detenido mi corazón en ese mismo momento en que su fragancia conquistaba mi despacho. Sentí la alfombra mullida cosquillear la planta de mis pies. Me di vuelta hacia él y lo saludé con mi mejor cara de circunstancia. Mi diferencia de altura con él ahora era mucho más notable que en las audiencias de conciliación. Él tenía las llaves de su vehículo tintineando en su mano. Al principio lo noté seco, algo ausente, como con ganas de dejarme las llaves y salir corriendo. Pero sin siquiera saludarme, miró el Morbier y me dijo “Se quedó sin cuerda”. Me quedé con la boca abierta por su inesperada reacción. Hubiera esperado un insulto, hacia mí, hacia mi madre o hacia toda mi familia, y hubiera sido un acto de justicia absolutamente merecido. Yo lo había humillado tanto que justificaría cualquier tipo de agresión hacia mi persona. Pero no, metió las llaves en el bolsillo y se dirigió al reloj de pared para darle cuerda. Rubén estaba mucho más relajado que en todas las reuniones de mediación en las que lo hostigaba junto a Marisa. Era un detallista, no cabía duda, tan detallista y obsesivo como yo. El odio que había circulado por mis venas parecía que se estaba oxigenando, era como una cinta de Moebius que se iba transformando y convirtiendo en un sentimiento tan claro como opuesto. Y de pronto el péndulo volvió a oscilar. Si hubiera habido una banda de sonido, hubiera sido un momento casi perfecto, ver su mano introduciendo las llaves en las ranuras del reloj me hicieron querer pasar rápidamente la hoja de ese capítulo para iniciar otro, como el reloj que necesita de esos giros para volver a la vida. El Morbier, dio cinco campanadas y Rubén me sonrió como un niño que lo felicita la maestra de grado. Volvió a buscar las llaves en el bolsillo del pantalón, me las depositó sobre la palma de mi mano y me dijo “Tomá… ya no te debo nada”. Sin querer o quizás con todo el deseo rozamos nuestros dedos. Sentí que había alcanzado una tabla en el medio del océano. Sin mediar palabra, Rubén se volvió hacia la puerta y se detuvo. Percibí que el barranco estaba ahí y ansié sin miedo que pasara lo que tenga que pasar. “¿Algo más?” me preguntó mirándome sobre su hombro. Yo me dirigí hacia mi escritorio, me calcé los Stilettos, me acerqué, le puse mi mano en ese hombro, lo besé en la mejilla y alcanzándole las llaves del auto le dije “Perdón… Vayámonos para siempre”.
Autor: Gustavo Vignera
Imagen de Ray Caesar tomada de http://www.maslindo.com/tag/ilustrador/