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¿Cómo no iba a aparecer Mediocliente si la noche era una mierda? Llovía, como si el frío no bastara. El hijo de puta tenía un imán para las horas muertas. Hubiera pensado que vivía en alguno de los edificios del otro lado del parque y nos espiaba para escoger el momento adecuado para venir con sus propuestas mezquinas, de no ser por la vez que se le cayó el pasaje del colectivo de un bolsillo. Ni siquiera en taxi gastaba. Las chicas –ellas lo bautizaron Mediocliente– se reían cuando lo veían aparecer, porque venía conmigo, con nadie más. Fiel era, eso sí. De todos los babosos de la zona roja justo vine a tenerlo a él como fan. Esa noche no hubo risas ni burlas; éramos sólo tres las valientes –o desesperadas– que afrontábamos el clima, y las otras dos estaban apretadas bajo el toldo del quiosco. No lo vieron venir. Supersticiosas, temían que les cayera un rayo si se quedaban como yo, al lado de la vereda, bajo la copa del jacarandá. Supersticiosas y estúpidas, ¿cómo les iba a caer un rayo si no había tormenta eléctrica? Allá ellas, que tenían que correr cuando venía un coche y chamuyar bajo el chaparrón; yo no me movía de mi lugar, las ramas del jacarandá invadían la calle. Igual, poco corrieron esa noche. Ni ganas de pasear tenían los hombres con semejante aguacero.

Lo vi acercarse con la cabeza agachada y las manos hundidas en los bolsillos de su campera impermeable. Avanzaba por tramos Se guarecía bajo un alero, un techo de garaje o un árbol; se detenía para recobrar el aire, observaba su nuevo punto de detención y corría hacia él, para renovar la operación. Como cada vez que lo detectaba, repetí que esa vez no aceptaría sus humillantes rebajas. También maldije haberme lavado tan bien el culo para un tío que se merecía sacarlo lleno de mierda; nunca me engañé, sabía que accedería, que acabaría tomando los pesos que ofreciera. Peor era volver con la cartera vacía, con la piel de gallina y chorreando agua. Hasta me vendría bien para calentarme, me dije dándome ánimos, cuando estaba ya en la esquina, dispuesto a cruzar cuando cambiara el semáforo. Las tres taconeábamos tanto que parecíamos estar dando clases de tap. Dejé la protección de las ramas y me metí en la calzada, buscando un par de luces que me dieran una excusa para cuanto menos subirle un poco el precio. Las únicas luces eran las del alumbrado, que confirmaban que el agua que caía era mucha.

Me tocó el culo antes de decirme hola. Le sonreí, le di las tarifas, sintiéndome la peor de las boludas cuando arreglaríamos por menos de la mitad. Tenía aliento a alcohol barato, como cada vez que me visitaba. Nunca supe si necesitaba unos tragos para enfrentarme o para superar la vergüenza de ofrecer migajas, aprovechándose de mis malos ratos. Traté de no pensar en lo que me costaría el taxi de vuelta a la pensión; creo que algo le dije, porque una de sus primeras frases fue: “al menos no vas a trabajar a pérdida esta noche”. Hijo de puta, sabía que no ganaba un peso con lo que me daba y sin embargo no aumentaba la oferta. Más idiota me sentí cuando repetimos el diálogo de tantos levantes, como actores diciendo su parte al alzarse el telón. Ridículo, los dos conocíamos el final. Lo disfrutaba, supongo; era el cliente, tenía el poder, podía habernos ahorrado todo ese rato al frío diciendo: “no te voy a dar más, ya lo sabés, no perdamos tiempo”. Quizá creía que me estaba conquistando, vaya a saber cómo funcionaba su psiquis. En cuanto a mí, no sé tampoco por qué no le decía que sí de entrada, conociendo el paño.

Ese diálogo duró lo suficiente para que mis colegas dieran unos pasos y lo vieran; se burlaron a gritos, las travestis no somos muy sutiles. No lo precisamos, ¿qué vamos a mentir? Eché un último vistazo a la calle solitaria y lo tomé del brazo, llevándolo hacia la pensión del peruano donde el cuarto valía la mitad que en el motel de Senzo. Ni loca hubiera llevado a un cliente que valiera la pena a ese tugurio de sábanas duras de mugre y cucarachas valientes. A él no le importaba, le bastaba con montarme y dar unas pocas sacudidas hasta acabar. Ya saltaba en la vereda, dando pasitos alegres como un nene, o un cachorro. Quizá veinte como él, esperando en fila en el pasillo, me harían rendir la noche. Boludeces aparte, cuando el peruano, sonriendo con su boca de tres dientes, manoteó los cien pesos por los quince minutos de techo, pensé que el miserable merecía una lección. Lamenté que mi anatomía me impidiera decirle que estaba indispuesta, la primera estupidez que se me ocurrió. Me hizo subir a los saltos a mí también, todo el rato metiéndome la mano entre las nalgas.

Se me ocurrió decirle que esa noche sólo podía dar, y dejarle ese culo peludo hecho un túnel subfluvial. Lo descarté, mientras maniobraba con la llave sobre la cerradura fallada. No merecía un esfuerzo de mi parte. Así que lo hicimos como siempre y me guardé la lección para otra oportunidad, para ese algún día que nunca llega. Me corrí la bombacha, él se desnudó, hizo que lo mire y me montó. Gritaba como un poseso, ni que fuera un potro salvaje. Me tapé la nariz con la almohada raída –preferible al aroma a meo concentrado que emergía del baño­­– y lo soporté sin hacer un movimiento. Aproveché el baño para hacer mi propio pis, añadiendo mi contribución a esa escultura maciza en que se convertía el orín acumulado por años. Al volver, ya había dejado la habitación, todo rápido hacía el señor. Las dos de la mañana, no tenía sentido volver a la lluvia. Saqué pantalones y suéter de la cartera y me vestí, con idea de pedirle al peruano que me llamara un taxi. No lo hice, es obvio para cualquiera que haya visto la patética figura de mi cliente atravesada en la puerta, su cabeza aplastada por la vetusta marquesina del peruano.

Los policías me tuvieron hasta el mediodía; me fui puteando, con los gemelos doliendo como garrones, convencida de una cosa: odiaría a Mediocliente por el resto de mi vida. Sin embargo, en noches como la de hoy, que somos veinte para pelear por cada auto que se detiene al ritmo de tres a la hora, confieso que lo extraño. Un poco. Menos de la mitad de lo que extrañaría a un cliente completo.

 

Este texto integra el e-book “Bollos de papel” – Mis Escritos (Argentina)

Publicado Revista Clarimonda Nº 36 Especial zona roja, México, septiembre 2016.

Autor: Juan Pablo Goñi Capurro

Publicados los libros “Alejandra” (2002), “Amores, utopías y turbulencias” (2002), “La puerta de sierras Bayas” (2014), “Mercancía sin retorno” (2015); “Bollos de papel” (2016).

“La puerta de Sierras Bayas” se puede obtener vía Amazon.

“Bollos de papel”, en www.misescritos.com.ar

Pueden seguir mis relatos policiales en www.solonovelanegra.com

Blog con información, registros fotográficos y CV:

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