Ceremonia de Transplante
Hace un tiempo transplanté un árbol. Fue difícil pero pude sola.
Tuve que hundir la pala en la tierra que lo rodeaba y hacer un pozo profundo, a modo de surco, de canal.
Humedecí la tierra. El terreno tiene que ablandarse para que la raíz se desprenda ligera, sin hacer fuerza. El agua tiene que estar sin embargo, en su justa medida. Sino, la planta puede ahogarse.
Igual, me sorprendió ver que estaba muy aferrada, la raíz. Nunca pensé que iba a estarlo, tanto, de tal manera.
El árbol tenía que salir de donde estaba, pero por algún motivo las raíces no se desprendían. Era como si se hubiera acostumbrado a la incomodidad de ese lugar inapropiado. Y ahí, limitado por el borde de la medianera que ya no lo estaba dejando expandirse, lo frondoso de su bello follaje se deformaba lentamente.
No me quedó alternativa: tuve que cortar raíces. Con dolor, seguramente, el árbol lloró savia.
Tiempo después pudo alzarse firme en otro lugar del jardín con más espacio. Para estar firme, sin embargo, tuvo que ser podado: la fuerza real del árbol está en sus raíces y cuando estas tienen que aferrarse a un nuevo lugar el follaje se convierte en una carga. Entonces, el árbol sólo comienza a desprenderse de sus hojas como si fuese otoño, sabiéndose dueño de su propio tiempo independiente de lo que dicte el calendario. Así, decide volverse raquítico y seco, de aspecto poco saludable. Puede sonar extraño pero la razón de ese aspecto es que se está haciendo fuerte por dentro.
Algunas plantas no resisten el transplante. Las raíces nunca se hallan en un lugar nuevo, no logran nunca más aferrarse al terreno.
Creo que este árbol igual, va a vivir. Hoy, aunque no sea septiembre me sorprendí encontrándole, y encontrándome yo en un pequeño brote.
Autora: Romina Guzmán
Facebook: Niña de Septiembre
Facebook personal: Ro Guzman
Foto de María Cristina Nieto