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No hay regreso


Imagen de Otto Müller

Salgo a la calle, me siento en el escalón de una casa vieja y miro hacia adelante. La gente pasa, los autos pasan, los árboles se mueven en su bailecito rítmico de viento y se sacuden con ruido. Yo me quedo ahí, quieto un rato, sentado, denso. Pienso en la cantidad de caminos que he atravesado para llegar hasta aquí. Estiro las piernas sobre las baldosas, inspiro el aire sucio de la primavera en Buenos Aires y fijo la vista en un horizonte que no existe, que la ciudad no me permite ver pero que se ha clavado en mi retina a fuerza de haber sido mi única compañía durante mucho tiempo.

Lo que más me asusta es sentirme en este abismo de sentidos y saber que los caminos que elegí y que tomé en algún momento se han desdibujado, no existen más sus contornos, sus puntos de partida ni sus llegadas; que para seguir siendo no es suficiente lo que fui ni de dónde vengo, que el yo no es, sino que se hace y en esa construcción, desconstrucción y reconstrucción permanente, los sentidos que le otorgamos a las cosas también se modifican.

Vuelvo a pensar, como tantas veces en estos últimos días, en la reflexión que hace Kundera del eterno retorno. En el peso que tendrían las cosas si se repitieran infinitamente, siempre, para siempre; y en la liviandad de lo único, de lo que sólo se produce una vez, lo efímero del instante.

Y concluyo de nuevo lo mismo, es imposible el regreso.

No hay regreso, pienso sentado en el escalón. No se puede regresar porque las cosas no han quedado donde uno las ha dejado, todo se ha modificado, el tiempo ha pasado. Si fue de forma lánguida o voraz, da lo mismo. Nada está, nada es como cuando lo dejamos. No hay nada que recuperar, ningún lugar donde volver porque nada sigue siendo, nada se quedó fijo en nuestra ausencia, todo mutó aunque nuestra percepción sensorial o la nostalgia a veces quieran negarlo.

Esto es volver, pienso otra vez mientras sigo ahí sin moverme y algún rayo de sol se digna a venir en dirección a donde estoy y calentarme un poco.

Miro mis manos grandes y un poco agrietadas por el trabajo y siento la ciudad latiendo en cada centímetro cúbico de sangre que fluye por mi cuerpo. Me doy cuenta que la extrañé durante mucho, que aunque yo no sea ahora el mismo yo que se fue hace casi veinte años, algo de mi sigue teniendo sentido sólo acá, en este rincón del planeta. Un rincón que tal vez no sea el mejor ni el más bello pero que es donde el orden que le otorga significado a las cosas me es un poco menos desconocido.

Pongo la cabeza un rato entre las piernas y me quedo quieto mientras el sol hace su tarea de revitalizarme. Pasa algún tiempo, no sé cuánto pero no me importa, no tengo horarios, acabo de llegar y nadie sabe que estoy acá, no tengo ninguna obligación inmediata. Sólo quiero caminar por la ciudad y dejar que me cuente sus secretos más íntimos o simplemente cosas banales, lo que me he perdido en todo este tiempo que no nos vimos.

Me levanto y empiezo la marcha.

Todavía es temprano, los porteros están limpiando con manguera y escoba y los chicos van a la escuela.

Hará unas cinco o seis horas que llegué a Retiro y habré viajado alrededor de treinta en un micro bastante lamentable. Pero eso sí, la vista por la ventanilla valió cada instante que me pasé en ese asiento finito e incómodo. Demasiado bello todo, demasiado triste y hermoso cada atardecer recortado entre los paisajes diversos de esta nuestra América con sus tantas penas y exuberancias.

Y después, las luces a lo lejos de Buenos Aires. Esas luces amarillentas y gastadas que van creciendo a medida que te acercás y sus edificios, sus plazas, sus bares y toda su geografía va tomando forma. Y uno ahí, pequeño.

Después Retiro. Retiro y uno con su mochila y la cabeza tildada de tantas cosas, de tantos estímulos, de volver a oír tu idioma, tu acento, de volver a ser local.

Es tarde, me tomo un taxi con la plata que logré cambiar, le pregunto al taxista si conoce una pensión, me dice que sí y allá vamos.

Dejo la mochila en un costado del cuarto con piso de madera, me recuesto en la cama pero no me duermo. El día asoma, rasga la noche, salgo del cuarto, atravieso el pasillo y me siento en el escalón de la casa de al lado.

Ahora, como dije, estoy caminando. Antes de ir a donde tengo que ir, el motivo real por el cual vine, quiero tener unas horas a solas con esta ciudad hambrienta.

Miro cada lugar, cada rincón. Enfilo para mi barrio de siempre, para mis calles de siempre, de niño y de no tan niño.

Por suerte estoy bastante lejos y tengo tiempo para seguir pensando en Kundera. Espero que el eterno retorno sea una falacia. No quiero volver a pasar por esta situación para siempre. Me gustaría que la leve fugacidad del instante se reflejara ahora en mí y no sentir este peso duro en el pecho. Pero no lo consigo, tengo una laja clavada en la boca del estómago.

Nadie sabe que llegué pero me esperan para estos días.

Recibí un mail hace más o menos una semana que me comunicaba que mi padre había muerto. El mail lo firmaba un tipo a quien yo no conocía pero que decía ser amigo de mi tía. Una tía a la que no veía desde no sé cuándo y que no me producía ninguna simpatía.

Decía que tenía que venir a buscar las cenizas y a ocuparme de las cosas prácticas como el departamento y el coche.

Son las vicisitudes de la vida. A la gente le pasan estas cosas en algún momento, los padres mueren.

No sé qué me sorprendió más, si enterarme de la muerte de alguien que no veía hace tanto tiempo, alguien que se había alejado de mí como si nuestra historia común nunca hubiera tenido lugar y todo hubiera sido una gran mentira, o darme cuenta que era como si ese tiempo no hubiera existido. Que, aunque nunca pensaba en él, todavía sentía su presencia fuerte a mi alrededor en varios momentos, a veces hasta podía sentir el calor de su mano en mi nuca como cuando era chico y me enseñaba a cruzar la calle o el roce de sus camisas cuando me daba un abrazo.

O darme cuenta ahora que en el fondo viví anhelando algo así como un reencuentro. O darme cuenta cabalmente que el tiempo se agotó y el rencuentro no sucedería… Sigo sin saber qué me sorprendió más, ya tampoco importa.

Villa del Parque es un mundo. Su olor me invade, ya no tengo defensas. La ciudad con todos sus significados, con todos mis recuerdos duros, me mastica, me deglute, y yo, blando, me dejo hacer.

 

Este texto forma parte del libro De fauces al subsuelo publicado por Ediciones Frenéticos Danzantes

Autora: Marina Klein

Soy autora de De Fauces al Subsuelo y de Danzando entre la Nada y la Furia, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.

Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura.

Ambos libros pueden descargarse acá, en la Biblioteca.

Facebook: Marina Klein

Imagen de Otto Müller

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