La montaña de arena
Domingo bajonero, de frío insaciable, de esos en donde las frazadas son dueñas de cuerpos que vibran con su calor. Cuando amanece, ese domingo, y las calles están vacías, con persianas bajas y el pasto mojado por el rocío invernal que entumece manos y rostros descubiertos que se atreven a respirar el afuera; Lina, mi abuela, merodea con sus pantuflas botita de frondosa lona, aquellas calles deshabitadas, olvidadas, transitadas tan sólo unas pocas horas antes.
Tararea para sus adentros, con su sombra de compañera y oyente; con su calma que la caracteriza, y sus pasitos suaves que crujen sobre las hojas otoñales; práctica de una danza quebradiza, de sonidos precisos que guardan memoria de un ayer que supo ser infancia, que tuvo trenzas hechas por manos cálidas, y fue única y mimada en una tierra lejana, que la expulsó como escupiendo. La avistó con ojos vacíos que no devuelven la mirada, sino empujándola a dejar de ser.
Ella es sola con sus ojitos resecos, sus manos que se entretienen con su aliento, y se frotan con sus caderas cada vez más frágiles, pero no así débiles. Su figura se vio empequeñecida, pero no así su resistencia, y su valor por una caminata amanecida, por una sombra que la entretenga y la distraiga de los espectros que la llenan y no la olvidan; de aquellos que retornan como espejos, y como fantasmas de un posible mañana.
Ella sola con su paciencia, se sienta en un banco de la plaza, y sigue el corretear de un perro conocido, que alguna vez lamió sus manchitas amarronadas, y la verruga que sobresale por debajo de su labio inferior, tierno y carnoso en sus tiempos; hoy ya anhelante de besos mojados, de saliva que la guarde y la caliente por momentos de imposible regocijo.
Recuerda, a tientas, el roce de rostros de amadas y amados, el murmullo que retumba en sus oídos, de aquellas largas conversaciones de entrecama, y de aquellas otras de carcajadas en la madrugada con las que la vieron crecer.
Algún que otro avión sobrevuela por sobre su introspección que parece ser eterna, y se agita con sus cabellos de raíces blanquecinas, y terminaciones florecidas.
Discurre la melodía de la mañana, y un bastón asoma a lo lejos, por entre unos sauces que lloran con sus hojas, y que relamen el piso, como queriendo tomar pequeños sorbitos del rocío que ya se seca.
Lina no puede ver bien porque sus ojos se lo impiden: cataratas de amor y odio, de espera y goce de instantes que aquejan al que grita en silencio. El bastón se acerca, y con él una figura asombrosa, como montaña de arena, porque mientras más se lo ve, más se erosiona. En sus ojos se observa una capa gris que lo alumbra. Y sobre su cabeza, un sombrero de paja avejentado por el viento y el sudor. Mientras levanta su pesada cabeza, brillan sus cavidades por su simple nulidad, por su vacío que solloza. Lina cierra sus manitas ya congeladas, las aprieta contra su sobretodo, y se acomoda en el banco.
Las dos cavidades vacías de aquella figura, responden al olfateo del perro, corriéndolo con el bastón a un lado. Se aleja, sin encontrar rumbo, y resopla mientras se voltea, hacia alguna presencia que Lina no pudo discernir.
Son caminos los que la visión recorre. Son líneas finitas las que se proyectan desde la hendidura de pupilas añejas, hacia la esperanza deslucida, del que las recibe, entre tumbos y risas que se suspenden en el desconocido.
Las arrugas que se desprenden de la figura prominente, cuelgan en recuerdos que ya no son más que espejos de los que transitaron la experiencia de vivir.
Lina es consciente de que ya nada será igual cuando aquel se aleje, y sus huellas se hagan polvo, y su sombrero de paja sea un mar de tinieblas, como en fuera de foco. El banco de la plaza le pesará más que su memoria, y la luna que iba a caer sobre sus hombros, ya no será más que una multitud de haluros de plata desprendidos de su soporte original, un simple fotograma de cenizas que la olvida y la transforma.
Años habían pasado que desde sus pequeños ojos, una lágrima caía. Pero no pudo evitar, quizás por el invierno que no vuelve, o por las estrellas que se borrarían, que una diminuta gota de sal recorra sus mejillas, curvándose por sus labios, y terminando por envolver aquella verruga que la vio nacer, dejándola a la deriva del tiempo.
Algún que otro gorrión picotea la tierra que por debajo tiene, y la remonta a su jardín de invierno, en donde era cobijada por la bruma espesa y por el seno de su madre. Busca el agua y no la encuentra, pero la brisa moja su sonrisa, y le devuelve espuma que gorgotea en su boca, mientras busca a aquella montaña de arena que se esfuma sin un cordial saludo, o un amable beso.
Autor: Ariel Adler
Soy estudiante del último año de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido (UBA), y ayudante de la materia Sociología, en la cual doy clases.
Formé parte en la realización de diversos cortometrajes de tipo documental, ficción y experimental.
Fui realizador junto con otros compañeros, de una instalación audiovisual presentada en la Primer Bienal de Diseño FADU 2013 llevada a cabo en la Casa Nacional del Bicentenario. También se expuso en otros espacios culturales, y en la propia Universidad de Buenos Aires.
Realicé trabajos en eventos, de institucionales y videoclips, en general como director.
Actualmente me encuentro en dos proyectos audiovisuales: un documental sobre Marianela Nuñez, primer bailarina del Royal Ballet de Londres, y otro de tipo social con compañeros de la Villa 21-24.
A la par me encuentro en un proceso de escritura que incluye cuentos, poesías y proyectos de obras teatrales.