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El estreno de la semana


Dibujo de Clara Bachur

Es la hora donde se confunde un anochecer con un amanecer. Un poco más tarde de las seis, sopla un frío seco que se escurre debajo de las puertas y entre los tablones del suelo. El portón de la entrada está enmarcado a ambos lados por bancos de plaza surcados con la ayuda de navajas de bolsillo. Si no fuera por la joven que se encuentra sentada aquí, en el de la izquierda, la fachada de la estación de tren podría fácilmente confundirse con un set de filmación de un western que ha sido abandonado durante su pre-producción.

Si se la observa tan sólo unos minutos, si se presta atención a su ceño, fruncido en constante concentración (incluso mientras duerme, aunque esto no podés saberlo), su abrigo grueso y amplio, su bufanda igualmente gruesa y amplia, sus zapatos negros, estoicos, sus manos, apoyadas una sobre la otra, pequeñas y sin guantes, rojas (y, si llegases a acercarte lo suficiente, las aún más pequeñas uñas de sus manos, mordidas desde los ocho años -de nuevo ¿cómo podrías adivinarlo?-), su pantalón largo y opaco, es realmente difícil averiguar una sola cosa de esta persona. ¿Tendrá catorce años? ¿O tal vez treinta? ¿Trabajará en una imprenta? ¿Nadará? ¿O le temerá profundamente a cualquier cuerpo de agua mayor al que alberga una bañera? ¿Tendrá una familia numerosa? ¿Vivirá en un convento? ¿Escribirá policiales en sus tiempos libres? ¿Fumará o masticará chicle?

Aún está oscuro, la única fuente de luz es un farol que cuelga sobre la puerta e ilumina débilmente su figura. Pero en breve amanece. El Sol se hace esperar pero finalmente se encalla en el puerto que es el cielo. Antes de que suceda, dudamos de su existencia. El frío es seco pero cala los huesos lo mismo, y la impaciencia de sacudir nerviosamente un pie distiende su figura, hace que cobre vida lo que antes era una pintura de Hopper. Se frota las manos con una energía feroz, peligrosa a las seis de la mañana. Respira profundamente al hacerlo y su aliento se materializa como una niebla temblorosa.

Es muy fácil suponer una soledad importante, instalada, compañera, vivida en años, que habita los huesos, habita el pecho y las plantas de los pies, habita las palmas rojas de las manos, arriba de las cejas, en las sienes, y entre los labios y los hombros. Pero no pesa, al menos casi todo el tiempo, no pesa. Esa es la apreciación que hacés vos pero no la conocés, hablás desde vos (como todos) y lo pensás en esos términos porque te apena pensarla albergando una soledad que pesa o que no acompaña. Esa es la única que viviste alguna vez, la amarga, la filosa. Pero la de ella te la imaginás como una roca arañada incontables veces de todas y cada una de las ocasiones en las que una ola la besó y quiso llevársela y no pudo.

Ella busca en su bolso, a sus pies. Revuelve unos segundos y emerge un libro de tapa blanda. Lo notás apaleado, desearías poder mirar sobre su hombro y encontrarte con las páginas subrayadas y anotadas con siete colores diferentes. Pero estás del otro lado. Pensás en sus colores favoritos. Te imaginás unos tonos anaranjados, verdes, azules. Te preguntás qué podrá estar leyendo. Esperás que no sea demasiado lúgubre aunque sabés que eso es mucho pedir. Faltan unos pocos minutos para que llegue el tren, lo presentís, y los tratás de apresar entre tus manos como un puñado de arena.

Podrías bajar las escaleras, cruzar la calle, subir a aquella plataforma y hablarle. Podrías intentar iniciar una conversación de cualquier cosa, inventar que necesitás direcciones para llegar a algún lado, y ella podría contestarte que ese tren te lleva, y viajarían intercambiándose revistas y estudiándose con el interés con que se mira a un gato que se ha tendido bajo el Sol directamente frente a nosotros. Podría no ser nada más que una hora compartida en paz con una persona amena, y eso sería suficiente. Total, toda la película ya te la hiciste en la cabeza. Pero no bajás. Te quedás ahí temiendo por tu vida, porque te aterra lo rápido que sentís por un extraño. Enfocás tu vista buscándola, derrotado, pero no está. ¿Pasó el tren y no te diste cuenta? Se fue. Debatiste internamente durante una eternidad y se fue. Ni siquiera pudiste apreciar su salida triunfal de la escena. Te repantigás en el asiento y suspirás, acostumbrado a un micro-fracaso de esta índole.

Pero entonces escuchás a alguien pidiéndole indicaciones a la señora sentada al lado tuyo, contestando que no sabe. Y ahí decís, ¿será? Y te volteás y es. Ella busca a quién más preguntarle y te mira, y no es una lanza que te atraviesa porque es menos de un segundo que ella te mira y reconoce a un posible informante y procede. Pregunta cómo llegar a donde quiere ir, porque dudaba de qué lado de la plataforma tomarse el tren. Y vos la mirás cómo cobra vida frente a tus ojos, cómo se engancha un mechón de pelo detrás de la oreja, el ancho de las mangas de su abrigo (una carpa), las uñas de sus manos rojas (masticadas, efectivamente), un lunar en la mejilla como una miga de budín. Y le decís que es en la plataforma de enfrente, porque es cierto. Y luego de un cordial y conciso intercambio ("gracias", "de nada"), ella vuelve a bajar con prisa y se materializa nuevamente ahí, al otro lado. Y vos tachás una rayita en una libreta para otra extraña que te bebió como un vino sin saberlo y te subís al tren repleto cuando llega unos minutos más tarde preguntándote cuánto falta para dejar de vivir tu vida como un espectador, pero para eso tendrías que abandonar la sala alguna vez.

 

Autora del texto y la imagen: Clara Bachur

la autora de este cuento nació en un mes frío del 98 y está actualmente buscando un trabajo soportable. estudia cine en la (i)una. le gusta pintar con acuarelas. puede (intentar) comunicarse con ella por mail (clrabachur@gmail.com). si esta buscando una joven intrépida para atender una librería de usados, NO DUDE!

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