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Azul gris y el resto de nosotros


Imagen de André Masson

Puedo escuchar a las paredes gemir.

Tiene cuello. Eso seguro. Unos veinte centímetros. El corte de cabello, finamente rapado en la nuca, apenas un bosquejo, fino y prolijo. Ligeramente rojizo. Sube desde la mitad de la nuca, desde el comienzo de la camisa celeste, hasta el nacimiento curvo del cráneo, donde empieza a crecer el cabello gradualmente, más largo, hasta alcanzar unos tres centímetros de melena trigueña. Tal vez algún producto para el cabello, un decolorante, un aditamento de coquetería masculina del que hacen uso los hombres de hoy. Parece haberse dado con la rapadora hace poco. La piel de la nuca tiene este tono rojizo, como puntos o áreas sanguíneas. O tal vez solo está harto y cansado, como yo. Pero yo puedo detectar un hijo de puta.

En la esquina de la oficina zumba un ventilador, las aspas frenéticas y un siseo perceptible, electrostático, que casi me vuela la cabeza. Alguien que meta en la cana a quien permite que existan los sonidos. Eso. Lo vengo observando hace tres días. Usa estas camisas impecables, azules, rosas, estoy seguro que mañana vendrá con una blanca a rayas rojas. No se arremanga. Se deja los puños abotonados. Unas pequeñas mancuernas. Sutil detalle, de categoría. No son muy grandes. Un dije dorado y un pequeño rubí falso engarzado. Manos grandes con dedos delicados. No parecen haber visto mucho trabajo esos dedos. Tampoco creo que hayan visto mucho dinero, a menos que se lo gaste en tintura, cortes de pelo y camisas. Hay gente que hace eso. Creo que está manicurado.

Nunca he podido lograrlo. Mis uñas siempre están mugrientas. Me lavo las manos siete veces al día. La mugre no se va. Yo digo que este está manicurado. Tal vez le hagan las uñas mientras le cortan el pelo y la barba. Lo puedo ver volviendo solo a su departamento, quitàndose la camisa y los pantalones y prendiéndose un Kools, en calzoncillos, todo ario y pálido, espiando a la calle desde detrás de las cortinas con un solo ojo azul gris. Escaneándolo todo todo desde su ojo azul gris y su cerebro azul gris y de ahí a su corazón azul gris, como una colilla al cenicero.

Parece estar en forma. Los trapecios que bajan del cuello forman un barrilete macizo y elegante, la camisa está bien llena, impoluta. El culo está a gusto en la silla. Creo que debe usar mayormente pantalones de gabardina negra. No llego a ver los zapatos. No me importan los zapatos, no soporto mis zapatos y no voy a andar fijándome en los zapatos de otros.

Pero me irrita esa nuca. De vez en cuando, azul gris hace un leve giro con la cabeza y puedo ver su mejilla y su pómulo anguloso irlandés, curtido y oseo, y según la luz, puedo ver un poco de su nariz. Es como ver un piso de linóleo, yermo e irreprochable, y todo parece torcerse y convolutar: el cuello de la camisa se levanta un poco y se arruga en un ángulo, un poco, ahí a la izquierda, y un poco más de media mitad de cara, y la mano da vuelta una póliza de seguros en un floreo con solo dos dedos, con una delicada tranquilidad exasperante.... y estoy seguro de que lo hace solo para ser feliz a costa de mi irritación y mi mala sangre.

Y juro que acabo de escuchar ruidos a mi izquierda.

Como un murmullo de ladrones en la noche. Ha llegado alguien nuevo. Escucho las palabras de solemnes congratulaciones y un: «Cualquier inquietud comuníquese conmigo».

Un apretón de manos y el maldito sonido de alguien arrimando la silla contra el escritorio detrás mío. Una leve fragancia de lavanda francesa proveniente de mi sur. Y cómo no enervarme si también puedo escuchar el sonido de folios revisados y el reordenamiento de un lapicero y el arrastre de una abrochadora y una ojalillera y entonces una firme inspiración ahí atrás y todo el universo parecen fosas nasales inspirantes y las luces rojas en mi pavor y mi frente se frunce en un pedido de piedad, pero no creo en ningún Dios, y temo por mí porque no hay mas grande mentira que la piedad. Debe de estar mirándome furtivamente, desde detrás de un documento oficial como quien observa un protozoo fascinante a través de un microscopio imposible. Puedo sentirlo, me quema la cabeza, me quema la piel y me quema el alma: se suponía que yo era el último de todos. Yo podía ver adelante, yo podía ver, yo podía escanear. Ahora solo puedo suponer solo con la imaginación y con este pavor bestial, resoplante, y estar a merced de ese de atrás a quien nunca voy a poder mirar a la cara. Tampoco quiero. Qué me importa a mí? Y esa lavanda hundiéndose en mi vida y en mi muerte y debe ya saber que en mi nuca se esconde mi ojo azul gris, abierto como los ojos de un Dios, mi ojo azul gris escrutando en su todo azul gris. Y un día fatídico tal vez debiera uno de nosotros con nuestros gusanos a flor de piel estirar la mano y tratar de arrancar la cara del otro para revelar un gran túnel, una gran cloaca o un bunker y con las manos en el borde del agujero cenizo en la cara gritar a voz en cuello: Quién está ahí?, y: Por qué?? y: Quién es??, y las respuestas tal vez no lleguen, o no lleguen para mí. Pero ese es el riesgo de escanear, y el de adelante creo que lo sabe, como podría no sentirlo? Si yo se suponía era el que prendía y apagaba las luces y ahora este ahí atrás, partiéndome en pedazos sin misericordia y me extingo, desde su ojo azul gris a mi corazón azul gris, suspendido en la cornisa de todos los tiempos y la muerte, azul gris.

 

Autor: Fernando Bocadillos

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Imagen de André Masson

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