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Imagen de Patricia Fernández

Llegaba del trabajo todos los días a la misma hora. Se sacaba la corbata que dejaba tirada sobre la silla, desprendía el último botón de la camisa, desataba con gran parsimonia los cordones de los zapatos, los prefería a los modernos mocasines, y los pateaba de a uno bajo la cama. Se calzaba un par de pantuflas que inevitablemente encontraba siempre en el mismo lugar donde las había dejado por la mañana.

Su cuarto, su habitación, su casa, un solo espacio de unos cuatro metros de lado donde convivían montañas de libros sobre la mesa, sobre la cama, sobre las sillas y en el piso.

Cada uno de los últimos cinco años de su vida no había dejado de llevar uno nuevo para sus montañas. Los compraba en una vieja librería a pocas cuadras de la oficina pública donde trabajaba.

Era el único vicio que reconocía tener, nunca había fumado, de joven lo había intentado, pero le había parecido desagradable y jamás llegó a terminar el único paquete de cigarrillos que compró en toda su vida. No tomaba bebidas alcohólicas y en las pocas ocasiones en que lo había hecho no le había resultado complaciente. Comía sano y muy poco, siempre cosas que pudiese cocinar en su pequeño anafe.

Cada libro a su llegada recibía un ritual de bienvenida. Era sacado de su envoltorio con total cuidado, usaba y abusaba de la delicadeza a tal punto que despegaba durante minutos cada una de las cintas que fijaban el embalaje, jamás en cinco años rompió un papel. Una vez despojado de su envoltura, se dedicaba a acariciar cada una de sus partes, el lomo, la tapa, la contratapa, las hojas, con una adoración digna del mejor amante. Cuando salía de su éxtasis, lo abría y leía el prólogo varias veces, se dejaba llevar por las palabras y decidía a cuál de las pilas debía pertenecer. Todas y cada una, según él, habían sido levantadas de acuerdo a un orden temático para poder reconocerlas en el futuro. Además los libros habían sido dispuestos según su tamaño, de mayor a menor, y los ángulos inferiores izquierdos conformaban una sola línea recta que se dirigía hacia el techo. Odiaba a las editoriales, que por esnobismo, modernismo, espacio o razones que no llegaba a comprender, cambiaban el orden de lectura en los lomos, acción que lo obligaba a torcer su cabeza de izquierda a derecha para leerlos, llevándolo a pensar que se trataba de una cruel conspiración en contra de su cuello.

Seis años atrás no se hubiese imaginado en esta situación. Su vida no había sido heroica, tampoco un resplandor de colores. Había vivido con una esposa a la cual había dejado de amar, pero le había seguido teniendo un cuidado cariño, le regalaba flores todos los aniversarios, cumplía con sus obligaciones maritales al pie de la letra, usaba la ropa colorida que a ella le gustaba comprarle y degustaba diariamente su comidas horribles. Tenían una vida de lleno vacío, organizada de forma tan genial como para que ninguno de los dos se diera cuenta de que vivían a pérdida, en una amalgama de hechos inconducentes, que indefectiblemente, los conducirían a la incómoda situación actual de ser “unos separados”.

Tras una noche de insomnio y en un acto de inusitada valentía, había tirado por la ventana todos los preceptos que desde la infancia le habían inculcado, y en aquella madrugada de locura, juntó la bronca necesaria, amontonó en una valija las pilchas que tenía, sólo las que le gustaban, le dijo a su mujer que se quedara con todo el resto de las cosas que habían acumulado durante años y se había ido en busca de una habitación donde pasar la noche siguiente.

Aquel día, por primera vez en muchos años, faltó a su trabajo sin excusa. Caminó sin rumbo ni dirección, con su ropaje a cuestas. Encontró una pensión gris de color gris, con menos muebles de los que había estado acostumbrado, y… todos grises. Todo hacía juego con su nueva vida. En ese cuarto se sintió libre, sin el yugo absurdo de esa mujer insoportable. Sintió la libertad, sin la voz chillona que lo conminase a dormir por el solo hecho de estar en la cama, la que no tenía la capacidad de reconocer que ese altar esponjoso, llamado lecho, podía servir para otras cosas: amar, hablar, leer, soñar.

Su ilustre salvación, porque la soledad de estar solo, por momentos, se le había ocurrido intransitable, había sido un libro usado que compró en una vieja librería. Ese manojo de papeles ajados y leídos por otros ojos lo devolvió a su necesaria irrealidad.

Se sintió salvado, se abrazó a una religión, que no religaba y que lo arropó en su próxima vida. Su propia religión que no le pidió nada a cambio, que no tenía señaladores que le hiciesen recordar la última página vivida.

Una vez clasificado el libro, se preparaba algo de comer que devoraba rápidamente, luego se acercaba a la cama, corría la manta y se acostaba vestido en el espacio que le dejaban sus torres literarias, alargaba su mano derecha y tomaba un hijo. Se convertía en un caníbal intelectual, tragaba ávidamente cada página, sus ojos lo volvían un héroe épico, su imaginación lo llevaba a vidas escritas, que nunca fue ni sería capaz de vivir.

Allí acostado, con la luz de un velador, empezó a pasar las horas intentando resistirse al cansancio que cada noche lo alcanzaba. Se dormía con el libro abierto sobre su pecho y dejaba de soñar. Por la mañana de despertaba, algunas veces se daba un baño y cambiaba sus ropas, tomaba un té y salía a la calle con la esperanza de volver, después de todo un día de colores, a su cuarto gris, a su habitación de muebles grises, a su paraíso de páginas en blanco y negro.

 

Autor: Guillermo Borgobello Blog: http://ydelinfiernotambien.blogspot.com.ar

Autora de la imagen: Patricia Fernández Tipo: Técnica mixta Facebook: https://www.facebook.com/duckybaires Portfolio: http://www.coroflot.com/Duckybaires

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