top of page

Yo roo, tu roes, él roe, nosotros roemos.

Lui necesitaba un hueso. Un hueso duro donde ejercitar el diente, sentir calcio contra calcio, rechinar y sacarle astilla. Arriba el sol quemaba desinfectando el mundo, por lo que decidió irse para abajo. Clavó las garras en la tierra y empezó a moverla para abrirse lugar. La humedad era su patria y con cada excavación sentía que volvía de un viaje. Al rato encontró descanso en un hueco, estaba agitado, el pechito le crecía cada vez que entraba aire, pero no era sólo aire, aire y dulce, aire y hormigas laboriosas del aire construyendo un perfume, aire picante, un diablo en el aire diciendo vení vení con el dedo índice, un aire odalisca bailando en las narices de Lui, penetrándolo con sabor a muerte. Bien saben los roedores que la muerte es vida y transformación, así que Lui se dejó estar unos segundos más disfrutando ese aroma que lo invadía y lo invitaba a mover la cola, a sacudir las garras, a cruzar la tierra hacia ese continente de hongos saludables sobre carne incierta. Lui se puso en movimiento, a medida que bajaba la fiesta del aire se iba apretando, como yendo hacia un encuentro íntimo, clavaba las uñas y una bomba hedionda entraba en su sistema nervioso y lo enloquecía. Por eso cuando estuvo en el aire pensó que flotaba, por eso cuando cayó al piso sintió que así lo recibía el cielo, por eso cuando escuchó y vio una danza de esqueletos alrededor suyo entendió que ese infierno estaba hecho con amor para él. Pero, una vez más, Lui ante el éxtasis, se quedó quieto. Ocho esqueletos bastante enteritos bailaban en ronda alrededor de una mesa, se golpeaban suavemente y reían. Uno llevaba sombrero, otro collar, otro un pañuelo, otro un chaleco, todos tenían algo puesto, y uno, que tenía moño, llevaba además, sobre la calavera, una vincha con dos resortes largos y pompones en la punta. Ante esta situación Lui cambió por un segundo el éxtasis por el entendimiento: estaba en el cumpleaños del Esqueleto Enrique, sí, lo habían invitado y todo. Sobre la mesa, una torta de desechos los esperaba. Llegó en el momento justo, estaban por soplar la velita. Sus dientes quisieron abalanzarse sobre algún tarso o metatarso, huir con una tibia, unirse en corteza con un peroné, pero no podía, aquellos eran sus amigos del inframundo y en minutos estaría saboreando esa torta cuyo aroma lo había transportado. Después, quizás, cuando la fiesta se pusiera más descontracturada podría pedirle a la esqueleta Agustina que lo dejara roerle un poco el fémur.

 

Autor: ale raymond

1981; vivo en San Marcos Sierras, Córdoba, Argentina; en una casa de barro construida con amigos. Miembro activo de la FLIa, la radio garabato y la vida. Poeta, charlatán y vendedor ambulante de libros propios y ajenos.

Facebook: Pipí Cucú

bottom of page