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Adoloridas y amontonadas estaban las muñecas. Anhelaban estar en un triste cajón para que Eréndira por casualidad las encontrara o que el hermanito de la niña las atrapara y las hiciera víctimas de sus juegos. Pero continuaban quietas en un rincón del armario metidas en una bolsa, esperando con los ojos bien abiertos, esperando sin poder dormir.

Desconocían el nombre del niño. Cuando él estaba por nacer, la pequeña las guardó en el clóset para no sacarlas nunca más. Oían detrás de las maderas cómo el niño comenzó a andar y cómo siempre la muchachita iba detrás cuidándolo.

—Eréndira debe tener once… quizá va a cumplir doce— dijo una de cabello recortado sin moverse un mínimo; el espacio no lo permitía.

—Quiero verla— dijo una rubia con vestido verde—. Yo fui su regalo cuando cumplió seis-. Dijo y, si hubiera podido, habría llorado al continuar:— ¡Nos divertíamos tanto! Recuerdo cuando me llevó a la terraza y me sumergió en una tina. Yo tenía miedo, creo que lo tenía; pensé que se me pudriría el cabello con el agua, ¡pero no fue así! Puedo asegurar que la pude sentir.

—¿El agua?— preguntó otra rubia cuyos labios eran más rojos que los de las demás.

—Sí, cada vez más…

—¡Yo la odio!— dijo una morena que no podía ser vista por las otras porque había quedado de espaldas y abajo de todas. Fue difícil que girara la cabeza para que la escucharan. —¡Desde hace tres años…! Yo no la odiaba, creo que lo contrario, la quería, ¡pero ya no! ¡La odio y quiero que muera!

—¡Yo la odio más!— dijeron otras cuantas.

—Yo no sé qué es odiar— dijo la de los labios más rojos.

—Es una malagradecida— dijo la morena—. La acompañamos en su soledad y estuvimos con ella luego del regaño por el gato...

—Ah, sí, el gato, su madre la regañó...—dijo una pelirroja—. Pero sólo lo hizo al ver la sangre.

—La sangre quedó en todo su cuarto— dijo la rubia de vestido verde.

—Pero eso la ayudó, con eso Eréndira podía hacer más cosas... — dijo la de los labios más rojos — Y recuerdo que luego de eso, pude moverme un poco por primera vez.

—¡Quiero que desaparezca! ¡Que su sangre esté untada por todo el cuarto como la del gato — sentenció la morena.

Para ellas pudo ser diciembre. Alcanzaban a oír el maracullo de alguna fiesta de navidad. Pero era dos de febrero y el ajetreo era el desbaratamiento de los adornos de diciembre.

—¡Las voy a poner en mi cuarto!— grita una adolescente que carga cajas y bolsas.

La puerta del armario se arrastra y la luz azota en sus caras tristes, enfurecidas y sonrientes. Ningún brillo en sus ojos revela lo que sus mentes planean. Esperan que Eréndira abra la bolsa en la que están, quizás si lo hace y las estrecha le otorgarán el perdón. Una caja puntiaguda hace un pequeño escape. La última en salir es la de los labios más rojos. Eréndira no está, puede que haya bajado por más cosas. Sólo está un niño que las descubre inmóviles en el suelo. Toma una y la ve hermosa. Es la pelirroja que siempre sonriendo teme.

—¿Para qué las sacaste?— dice Eréndira al entrar al cuarto con una caja entre los brazos; se acerca mirando abajo y parece ignorarlas.

Una se mueve un poco para poder tocarla. Ya no sabe si quiere herirla o ser querida. Eréndira se distrae abriendo el paquete donde se guardó el árbol de navidad.

—¿Cómo se llaman?— pregunta el niño dejando la muñeca en el piso.

—No sé, creo que a todas les puse como yo.

—¿Por qué todas Eréndiras?

Sin contestar, ella saca de la caja una de las partes del tronco artificial y sin expresión en el rostro comienza a golpear a las muñecas. Grita el niño, grita la morena que recibe el primer golpe, gritan las rubias, las castañas, todos gritan menos Eréndira.

—¡No!—, grita el niño que jalonea la pierna de su hermana. —¡Déjalas! ¡Parece que están vivas!.

Eréndira avienta al niño que se arrincona aterrorizado por el sufrimiento de las muñecas que creyó antes simples objetos y por la furia de su hermana.

Unos cuantos brazos comienzan a desprenderse. Ella mira con ojos que no parpadean. Se escuchan golpes a carne. Algunas lloran sin poder moverse rápido. La de los labios más rojos escapa arrastrándose con gemidos. La joven se le acerca.

—¡Mi niña! ¡Por favor, déjame vivir! ¡No te odio…!— y un golpe en la cabeza mata su discurso.

Han cerrado ya todas los ojos y Eréndira se traga la sangre que al fin sale de las menudas muñecas.

 

Autora: María de los Ángeles Rodríguez Castillo

Nació el 22 de noviembre de 1988 en Guadalajara, Jalisco, México. Es Licenciada en Letras Hispánicas (UDG) y estudiante de la licenciatura en Historia (UAZ). Fue ganadora del segundo lugar en el Concurso Nacional La Juventud y la Mar (SEMAR) en el 2005, del segundo lugar en el concurso del Microrrelato de la Revista Acequia Va de Nuez (2016), y de una mención honorífica en el VIII Certamen Internacional de Poesía Fantástica Minatura 2016 (Barcelona). Desde 2012 pertenece a la Red Mundial de Escritores en Español (REMES). Ha publicado ensayos, narrativa y poesía en revistas como Letralia, tierra de letras; El ojo que piensa, revista de cine iberoamericano; Penumbria, Minatura y Palabrerías.

Enlaces de parte de su obra publicada:

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