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De fauces al subsuelo


Pintura de Pablo Santin

A lxs sobrevivientes

Soy R y no morí. La peor edad de mi vida fueron los trece años. Fue la edad en que definitivamente me caí por un barranco que no tenía final aparente. La edad de empezar a fumar, de conocer las drogas, de andar con ladrones, con los maleantes del barrio, de empezar a tener sexo y tenerlo con cualquiera, con todos; la edad en la que me dejó de importar salir ilesa. Fue el período en el que mis padres me abandonaron; mi padre dejó definitivamente de ser mi padre y mi madre se ausentó por un buen tiempo. Fue el año que todo fue realmente malo por primera vez. Lo malo se hizo carne de verdad en mí por estar en lugares donde no debería haber estado nunca, por estar con hombres de mierda que saben aprovecharse de esas situaciones de mierda, fue el año que dormí en la calle porque no tenía una casa a la que quisiera volver. Fue el año que todo se volvió oscuro, duro y letal. Fue el año en el que decidí que no volvería a creer en nada. Fue el año en el que no pude cumplir esa promesa. También fue el año donde mis amigos de la infancia ya no estuvieron más a la vista y donde todo mi entorno seguro se esfumó por completo. Fue la primera vez que la ciudad tomó significado para mí, dejó de ser solamente el lugar donde uno habita simplemente porque nació ahí, y pasó a ser la cueva escondida que tenía en sus noches, el único lugar en el mundo en el cual me reconocía, lleno de vicios y gente enferma a los que me unía el peculiar desencanto de los desencajados, de los dejados a un costado del camino en esa marcha mecánica y voraz que tiene este mundo, un ansia infrenable de permanente ascenso, de ganancia, de poder… Un mundo para el cual nosotros éramos parias, exiliados de las formas de vida que se reconocen como válidas y deseables. Nosotros éramos los nada, los que se movían en las sombras, el recuerdo agudo de que para que el engranaje de esta gran máquina continúe girando se deshace de todo aquello que le sobra. Esos éramos nosotros, las sobras de la maquinaria. Algunos habían nacido ya desencajados, siendo los descartables del sistema; otros, como yo, nos volvimos desencajados porque no pudimos adaptarnos a la falta de alma de todo: padres que en el fondo del cajón de prioridades tienen a los hijos, muy allá en el fondo… Colegios que te educan para ser idiota, trabajos que se nutren de tu desesperación, hombres que arman su hombría a partir de la maldad y de infringir dolor, la condena permanente de la gente que se cree muy normal, que haberse adaptado tiene algún mérito, que esa áurea mediocridad es suficiente para estar vivo… como si pasar por la vida fuera estar vivo. Como si estar vivo fuera otra cosa más que un concepto. Como que respirar y cumplir con la producción y la reproducción social tuviese algún mérito más que la propia estupidez. Como si triunfar en algún sentido en este mundo que se alimenta de dolor valiese algo. No, no vale nada. Ese año creo que pasé por dos o tres colegios, de todas formas fue sin mayor éxito porque repetí. Me la pasaba rateándome sola, yendo a caminar por la ciudad fría. Me metía en los bares, pedía algo de tomar y escribía y leía toda la mañana, hasta que se hiciera la hora de volver a mi casa. A veces volvía a casa, a veces no. No tenía muy claro cuál era mi casa y de todas formas ninguna de las dos que me habían proporcionado tenía nada que me impulsara a querer volver. En la casa de mi mamá en general no había nadie, o tal vez estuviera ella encerrada en el cuarto trabajando y no me daba ni cinco de bola. Después, cuando salía del cuarto se iba al gimnasio, a terapia o a ver a alguna amiga o algún novio porque la base de su vida era estar bien, el propio bienestar. En la casa de mi padre tampoco había nadie, solamente algún cartel que alguna novia le escribía con lápiz labial en el espejo. Pero mi padre en aquella época era más copado, tenía novias copadas y se había metido medio a hippie. Leía mucho y me hablaba como si fuéramos grandes amigos, así que a veces iba más a su casa y la pasábamos bien. Cuando yo le decía que no quería más ir al colegio no me decía nada, casi que asentía con la cabeza como diciendo, todo bien, todo es una mierda. Después él también empezó a alejarse, no le importaba para nada si durante varios días no aparecía. Todo indicaba que había creído en la filosofía hueca de que todo lo que tiene que pasar pasará, entonces para qué preocuparnos… Si yo andaba sola por ahí sintiendo que moría, pues bien, si realmente moría era porque así tenía que ser, si no, no. Nadie entendía nada. Todos estaban muy ocupados en ponerse aptos para el mercado de los divorciados y los hijos resultaban un franco estorbo, con lo cual a la mierda. Que se arreglen como puedan. Teníamos trece yo y diez mi hermano, y sí, todo se fue a la mierda. A una mierda tan espesa y hedionda que todavía la puedo oler. Yo todavía hoy respiro, él ya hace años que no, que se fue hecho cenizas en el mar. Hace tanto tiempo desde aquello que me resulta increíble tenerlo todavía tan presente, oyéndolo latir permanentemente junto a mi oído. Pero es así, nada nunca pasa del todo. El dolor agudo nunca pasa. La puta muerte viene y se lleva todo y nos deja vacíos, inmundos, inllenables. Esto lo empecé a escribir en el marco de la recuperación del nieto 114, el nieto de Estela. Siempre me viene a la mente la canción de Charly de algunos hijos son padres y algunas huellas ya son la piel. Y lloro porque algunos cavan con las propias uñas para encontrar a sus familiares y otros los descartan como si nunca hubieran existido, como si en este mundo todo tuviera repuesto. Algunos días más tarde que apareciera Ignacio Guido, mi papá -el que hasta los trece había sido mi papá- muere. Muere otra vez, muere de verdad, para siempre y para todos, ya no sólo para mí. Y yo vomito. Odio la puta muerte. Ahora escribo esto, estoy sobre una montaña muy alta en Mendoza. No sé cómo se llama el cerro pero sé que es alto. Estoy sola, sentada en una piedra y las nubes empiezan a venir y a tapar todo alrededor, miro para todos lados y sólo hay pájaros desavisados, bichos y alguna vegetación. La verdadera soledad. Respiro el aire frío y seco y huelo dulce aunque todo apeste. Escribo para desahogarme, para que el peso lo cargue el papel, escribo porque no sé hacer otra cosa, porque no hay nada que pueda hacer. Odio la puta muerte. Te paraliza, te deja sin palabras, te deja sin recursos, te deja sin más excusas, sin más enojos, sin más respuestas, te deja. Te deja inútil. Te deja triste, lleno de todo lo que no dijiste, de las respuestas que no te fueron dadas. Te deja solo, en un monólogo atroz, en un vacío de mierda, en la tristeza de mierda, perdido entre todos los fantasmas. Se ríe de vos en la cara. Te deja con lo inmanejable, con la certeza de que lo que no se arregló, nunca en la puta eternidad se va a arreglar, que ya nada nunca más en el puto futuro va a ser distinto. Que lo que se perdió se perdió para siempre. Que siempre es realmente para siempre, para todos los tiempos que quedan por venir, para siempre siempre, siempre. Nunca más. Que todo lo que no se resolvió ya no tiene arreglo y queda suspendido en el vacío. Que la muerte de mierda no vomita sus muertos. Que la muerte es una arpía impiadosa y malvada. Que todo es una gran bola de mierda atrapada en un universo duro y atroz. Que la tristeza no tiene remedio para gente como yo. Que el tiempo no cura nada. Que ahora hay una fecha más en el calendario de los muertos y una menos en la de los cumpleaños. Que ahora hay dos fechas para llorar por los que no están. Algunos libros, algunas fotos. Voy a ver si por lo menos heredo eso… Odio a Charly por haber escrito Dime quien me lo robó. Odio el amor cuando no está más. Cuando parece que todo fue mentira (cuando todo fue mentira). Odio pensar en mí como un bulto olvidado al costado de algún camino viejo y frío. Cómo todo se rompe. Cómo es fácil romper a un niño, desgarrarlo por dentro para siempre. No sé cuánto duran los lutos de la gente que se muere dos veces. Creo que nunca dejamos de ser los niños rotos.

***

Creí que nunca iba a poder bajar de esa montaña, que me consumiría la tristeza o que iba a saltar desde algún precipicio. Pero no. No descubro todavía de qué madera estoy hecha pero evidentemente es una dura. Igual no sé si eso es bueno o malo o simplemente algo con lo que tengo que cargar. Vuelvo a Buenos Aires y las cosas se agitan normalmente, todo sigue igual de loco y alienado. Llueve y todo está gris y hermoso. Se respira agua por todas partes, la gente corre, yo también corro. Canto canciones en mi cabeza mientras atravieso las avenidas sin paraguas. Bajo al subte B con el espíritu de los futuristas. El subte con su música insomne. Me pierdo en la marea humana, en la masa informe. Dejo mi yo en la superficie, arriba, en la avenida Corrientes, y me hundo en la viola desacatada del pibe que se sienta en un costadito con un amplificador y con cara de nada, y la rompe. Rompe la tarde, tritura todos los conceptos del arte, de los rituales del arte, de los círculos del arte. Es más que arte callejero, es la destrucción total de la tarde que se cae a pedazos, de los parámetros de los que viajan, de los relojes que en ese momento se paran, escuchan y alaban.

***

Pongo primera y arranco. La ruta es lo más. Se abre lenta pero firme adelante mío, acelero. Con la palanca de cambios, esa bola chiquita, controlo el mundo. Las montañas están a la izquierda, voy hacia el norte. Acelero más, estoy en quinta a ciento diez. Afuera las nubes se acumulan en el cielo y un poco se acercan a la carretera en el horizonte. Allá voy. Para quien pensaba que iba a aparecer muerta en cualquier rincón antes de los dieciocho, no está mal. Ya llevo más del doble de eso andando en este mundo. Voy hacia el norte, hacia ninguna parte. Yo, mi música y mil historias que contar. Salute y a brillar, mi amor.

 

Texto extraído del libro De fauces al subsuelo -historias bajo el pie de la noche- publicado por Ediciones Frenéticos Danzantes

Autora: Marina Klein

Soy autora de De Fauces al Subsuelo y de Danzando entre la Nada y la Furia, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.

Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura y estudio para los últimos finales que me quedan para obtener la licenciatura en sociología.

Facebook: Marina Klein

Twitter: @Marina_Kle

Pintura de Pablo Santin

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