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Cita a ciegas


Hacía semanas que nos veníamos conectando, casi siempre a la misma hora. Del otro lado de la línea su voz era áspera, algo ronca, con una cadencia parsimoniosa aunque sensual. Hablábamos de hobbies, de música, de salidas y amigos, de la facu y el laburo. Ella parecía anticipar cada uno de mis pensamientos. Telepatía, le dicen. Yo sólo imaginaba escenas y ella las describía como si pintara el cuadro de mis fantasías. Primero por teléfono, días después por skype. En esos momentos, no dejaba de usar mis anteojos oscuros. Alguna vez me lo cuestionó, cuando todavía no habíamos entrado en la zona sin retorno. Una o dos veces, para más tarde confesarme entre gemidos entrecortados que la calentaba verme así. Esos encuentros se habían vuelto adictivos para mí. Durante el día como un autómata cumplía con mis tareas intentando tapar la ansiedad que me generaba saber que más tarde estaríamos juntos. Me bañaba y perfumaba, esperando la hora de la cita, como si del otro lado de la pantalla, ella pudiera sentir mi olor a limpio, a desodorante masculino, a feromona impaciente. Y llegaba el ritual de las voces, y de la mirada no vista, del toqueteo adivinado y de una explosión final en gritos de placer. Yo decidía no acabar. Me sentía vulnerable ante sus ojos. Una vez desconectados, sólo era necesario frotarme fuerte, recordar sus palabras sucias, su respiración agitada y dejar mi esencia fluir. Me gustaba probarla. Sentir la consistencia, el sabor. Dependiendo de lo que hubiera comido o bebido era dulce, salada o amarga. Imaginaba que era ella quien estaba ahí, succionando hasta la última gota.

En algún momento lo que sigue iba a pasar. Ella propondría, después de un par de meses, que nos conociéramos personalmente. Quería concretar piel a piel lo que veníamos haciendo en forma virtual. –“Quiero que me cojas”- me dijo-“ y que no te saques lo anteojos oscuros”. Ya que esa era la consigna y yo deseaba tanto ese encuentro, accedí.

Las piernas me temblaban, sentía una sequedad en la boca que amortigué con un chicle de mentol. Caminé pausado, unos metros antes de tocar su puerta guardé el objeto delator en mi mochila y pregunté a una mujer por una casa de rejas rojas y número 615. Después de tocar el timbre sentí un fuego que me atravesaba partiéndome al medio. Una mezcla confusa de pánico, deseo, calentura, miedo, incertidumbre y entusiasmo. Tal vez haya más emociones, o mejores maneras de describir eso que invadía mi cuerpo y que la palabra no llegaba a nombrar. Tal vez ella intuyó mi condición, tal vez no. Argumenté que me sentía mareado por el calor. Sofocante como las ansias de manosearla, de chuparla, de probar su olor y su sudor. Mi torpeza podía ser producto de un golpe climático, de borrachera o de una postura acartonada y tímida.

Lo que vino después fue un sueño. Tenía la piel suave, aunque algunas grietas ásperas a la altura de las nalgas, prominentes y listas para el mordisco. Los pezones erectos, el sexo húmedo. Degusté cada rincón de su cuerpo y nunca me saqué los anteojos de sol. Me montó, después de ponerme el forro con la boca, se movía lento y paraba, lento y más ligero, me apretaba fuerte como cuando yo me frotaba después de sus orgasmos virtuales. Y en el gemido final, cuando yo creía que todo había terminado, con la satisfacción completa de la descarga y el logro, me sacó de un tirón los anteojos y vió mi verdad, la que quise camuflar y ya no podía. El vacío de mis ojos, el punto muerto donde miramos los que no vemos. Su grito se transformó en llanto. La abracé y se desplomó contra mi antifaz antireflex, quebrándolo.

 

Autora: Jimena Cano

Nace en Montevideo en 1975. Desde 1980 reside en Buenos Aires. Ha participado de talleres y encuentros literarios. Integra la Antología de Poetas y Narradores Contemporáneos 2016. Autora del libro “Poemas de orillas y otredades”.

Foto: Nicolás Guérin (tomada de internet)

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