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Crónica de colectivos


Lee su libro lejos de él como quien en un colectivo se sienta justo detrás del chofer.

Mira a una mujer que viaja de pie. Eleva su mentón, baja levemente los ojos y los clava. La mujer mira hacia otro lado y jamás vuelve la vista. Vuelve a su libro con satisfacción.

Saluda a una amiga que recién subió al colectivo. Su mano toca el hombro en vez del cuello. Conversan durante todo el viaje en completo aislamiento. No se percatan, cuánta ilusión la de las miradas, de que cada cual se aísla de una manera muy distinta.

Baja en la parada correcta y el suelo se resigna debajo de sus zapatos. Camina por la vereda vacía evitando cualquiera que pueda aparecer en aquel barrio con el asco de las grandes señoras hacia las cucarachas.

Llega al colegio con la cara cubierta por un semblante oscuramente medido y cultivado específicamente para la ocasión. Sonríe con total orgullo a las paredes mal pintadas.

Enseña a sus alumnxs con gran habilidad y soltura. Ellxs, sin entender, aprenden.

Va a la parada del colectivo con tranquilidad, como sobre un éter, y con un cigarrillo espera. Vagamente los recuerdos de las pasadas horas abordan su mente con la misma pausada intensidad con que las estrellas traspasan la opacidad de las nubes. No repara en la otra persona que también fuma esperando el colectivo.

Termina el cigarrillo y blasfema contra el mal gusto que le ha dejado en la boca.

Altivamente desprecia la colilla en el suelo, disfrutando su soledad que es la de las verdades de lxs incomprendidxs.

Toma el colectivo y disfruta ver los asientos vacíos.

Al sentarse un hombre se sienta al lado suyo. Toma la faca que guardó esperando ese momento preciso, y le propone con sutileza, dando la punta a su cuello, que en silencio baldío espere tres paradas, que deje sobre el asiento su celular y la billetera pero que se lleve el DNI y las tarjetas, que el chorro bien entendido no roba para joder, y que después se baje con soltura, como si todo el viaje le hubiera sido francamente indistinto. Ah, y que no se la dé de piola: sabe quién es, dónde vive, y este barrio es suyo.

Toma las impertenencias, y cuando el chofer abandona la parada, limpia la faca y la arroja a la avenida, con la certeza absoluta de que no la necesitará pronto, como quien ha obtenido un triunfo definitivo.

Llega a su hogar.

Alimenta a sus mascotas.

Prepara la cena.

Se acuesta y considera su condición de ser humano como un mero transcurrir vacío. Se masturba con la soledad. Ha aprendido que no hay mejor compañía.

Duerme, y no sueña.

 

Autor: Nicolás Igolnikov Facebook: Nicolás Igolnikov

Imagen tomada del siguiente enlace:

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