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Lo que sucedió aquella noche con el tiempo se transformó en un “secreto a voces”. Solo porque alguno de nosotros lo reveló quizás víctima de la angustia o de la indignación y entonces lo vomitó como quien expulsa del cuerpo alguna substancia tóxica o un parásito que de manera subrepticia le va corroyendo las neuronas; pero nuestro pacto había sido otro, aquello nos lo íbamos a llevar a la tumba, aunque hoy entiendo que no era una empresa tan simple el hecho de guardarse cosas, a la larga a mucha gente le sucede que tiene su angustia en la punta de la lengua y el no compartirla lo lleva a tener cambios de conducta demasiado evidentes para los más cercanos, y entonces todo el tiempo aparecen las preguntas recurrentes:

—. ¿Qué te pasa?

—. ¿Te sentís mal?

—. ¿Estás pálido? ¿Tenés fiebre?

Y entonces, en algún momento mediante una palmada en el hombro, un gesto o por simple necesidad aquello aflora primero con una aspiración profunda, como tomando impulso y a renglón seguido una sucesión de emociones convertidas en palabras que se hilvanan sin solución de continuidad, compulsivamente aflorando desde lo más recóndito del alma, luego la espalda deja de doler y el semblante pierde su opacidad, ya está, ya pasó.

Pero claro que ese no fue mi caso, pues siempre fui un tipo muy afecto a los códigos y que si un pacto de silencio existe, se debe respetar a rajatabla sin importar lo que suceda. Además si aquello lo hubiera contado en aquel momento seguramente hubiera ligado alguna represalia por parte de mis padres, muy probablemente me hubieran prohibido las salidas nocturnas, no porque haya hecho necesariamente algo malo sino quizás el miedo a que algo terrible me suceda hubiera primado a cualquier otra decisión racional, pero hoy cuarenta años después solo se ve a lo lejos como una anécdota que desnuda el costado mas oscuro de una sociedad que a todas luces se veía segura pero que en el subsuelo estaba tan putrefacta como las asquerosas cloacas que atraviesan la ciudad de lado a lado.

Pero empecemos por el principio, el cumpleaños de la prima de Nacho era en Bernal, en un barrio paquete de los alrededores de la zona céntrica; en un salón de una vistosa residencia que en su entrada poseía de esos jardines cuyas flores parecen siempre recién plantadas. Fue algún sábado de noviembre de mil novecientos setenta y seis, una de esas noches cálidas con algunos soplos de brisa fresca a los que noviembre nos tiene acostumbrados como preámbulo del duro estío bonaerense. Carlos, Juan y yo habíamos llegado hasta la puerta y desde ahí observamos durante un tiempo el panorama de la fiesta no demasiados convencidos si íbamos a encajar en un ambiente tan suntuoso como familiar; si bien conocíamos a la cumpleañera y a sus padres no teníamos la suficiente confianza como para haber estrechado los convenientes lazos de amistad que se requiere en estos casos y que te hacen partícipe necesario en un evento tan importante.

— ¿Qué hacemos? — preguntó Juan sin amagar una sugerencia.

— No sé — respondí abrumado por la libertad que se me presentaba y que por primera vez me permitía devorarme la noche ya sea de a bocados o toda de un mordiscón.

— ¿Y si vamos al Italpark? — sugirió Carlos.

Presumo que ese tipo de sugerencias no salen así de una vez, quizás en lo que duró el trayecto hacia el salón a Carlos se le fue gestando en la cabeza la idea de que no estaba claro si íbamos a formar parte de aquella fiesta; la fiesta de un alguien que no éramos nosotros y por qué no evaluar la alternativa de armar así, de manera espontánea la nuestra propia con nada más ni nada menos que la noche de Buenos Aires como testigo, ¡¡Estaban todos invitados!!.

— Sí, claro, qué buena idea — respondí excitado — ¿ Y vos que decís Juan?, ¿Te parece bien?.

Al decir verdad ya había consenso de dos contra uno en caso que Juan tuviera otra idea pero a juzgar por su expresión no iba a haber ningún intento de oposición.

— Sí, cómo no — afirmó — es una excelente idea.

Una hora y media después las luces del Italpark brillaban en todas direcciones de manera alegre y desmedida. El bullicio de la gente acompañado de la música incesante de cada juego invitaba al deslumbramiento por un lugar en donde no había espacio para la tristeza ni los problemas cotidianos; un micromundo mecánico que incitaba a la diversión y que aislaba a la ciudadanía cual enorme burbuja, resultando por supuesto impenetrable para los que no podían abonar el ticket de entrada, algo que se comprobaba por las decenas de chicos harapientos que poblaban la puerta de ingreso mendigando una moneda para conocer por sí mismos algo que alguien les había contado alguna vez.

Nuestra diversión se prolongó por un poco más de tres horas en las que no nos privamos de nada; la Montaña Rusa, una de las más altas de latinoamérica por aquellos tiempos nos atrapó en su serpenteo violento y adrenalínico; las pista de carreras con circuitos que subían y bajaban en pendientes extremas surcados por kartings que corrían a gran velocidad nos invitó a sentir el viento de la velocidad en nuestras caras de asombro; las sillas voladoras o cómo sentir las sensación de volar por tus propios medios, un juego de los más solicitados y en el que nos saludábamos a gritos desde un lado al otro mientras giraban y se elevaban hasta casi quedar paralelas al piso. Sí, eso era la felicidad y la sentíamos como el niño al que le regalan un juguete nuevo condimentado por aquel acto fundacional en el que por primera vez habíamos osado adueñarnos de nuestro destino; aunque por supuesto ese destino haya sido tan mínimo e insignificante como un parque de diversiones.

Mas tarde y ya emprendiendo la vuelta cruzamos Av. Libertador y caminamos por la recova algunas cuadras; pero al llegar a una de las de las últimas esquinas y cuando ya faltaba muy poco para alcanzar la parada donde el colectivo iniciaba su recorrido que nos llevaba de vuelta escuchamos una voz lacónica, firme, como un disparo en medio de la negrura:

— ¡Alto ahí! ¡Manos Arriba!

— ¿Quién? ¿Nosotros? — Dijimos sin entender demasiado que estaba sucediendo y sin haber avistado aún a nuestro interlocutor.

Inmediatamente, solo segundos después, dos soldados vestidos con uniforme del ejército portando sendos fusiles nos indicaron que fuéramos rápido hacia ellos.

— ¡Manos arriba dije! —, mis manos seguían en los bolsillos de mi campera pues la situación fue tan repentina que mi cerebro no había todavía procesado la orden. —¡Sos sordo o idiota!— el empujón que recibí me hizo volver a la realidad, levanté las manos y las ubiqué sobre mi cabeza. Entramos por una calle oscura, que tenía un paredón cubierto por una densa ligustrina. Nos ubicaron ahí, de espaldas a ellos con la cara contra la pared mirando hacia abajo, los brazos estirados y extendidos hacia arriba y las piernas abiertas, cualquiera que nos hubiera visto en ese momento diría que estábamos crucificados..

— ¡Documentos! — dijo el que parecía más excitado.

— En el bolsillo derecho — respondí.

Luego de extraer mi billetera comenzó a leer mi DNI cuidadosamente con lo poco de luz que el lugar permitía.

Incliné la cabeza levemente y lo observé con el rabillo del ojo izquierdo, el otro soldado hacía lo mismo con Carlos y Juan.

— ¿De dónde vienen? — el tono de voz era el mismo que al principio, este tipo de gente no conoce otra manera de dirigirse al prójimo.

— Venimos del Italpark — dijo Juan de manera casi imperceptible.

— Hable mas fuerte carajo, no le escuché, ¡De dónde vienen!.

— Del Italpark — respondí con una voz más consistente — del Italpark venimos y estábamos volviendo a casa, vivimos en Villa Domínico, íbamos a tomar el colectivo diecisiete.

Les hablé volteando la cabeza, el gritón era de estatura baja, como de un metro y medio; el otro era bastante más alto como de un metro ochenta y no era muy amigo de las palabras, algo que tenían en común es que el respeto al prójimo no estaba dentro de sus valores morales.

— ¡Mire hacia la pared, no voltee la cabeza! — gritó el más alto y me clavó con furia el caño del fusil en la cintura, una, dos, tres veces. De repente sentí un dolor intenso que no me permitiría seguir en esa posición mucho tiempo más.

— ¿Qué hacemos? ¿Los liquidamos acá o los metemos presos?— lanzó al aire el más alto y emitió una carcajada lúgubre. Los tres, aún de cara a la pared nos miramos sin dar crédito a los que escuchábamos. Esto no podía estar sucediendo. Un silencio tenso se prolongó por algunos minutos, luego los soldados se alejaron unos pasos e intercambiaron algunas palabras, no dejaban de apuntarnos.

Al rato concluyeron la charla y con una extraña actitud sigilosa se pararon nuevamente detrás nuestro erguidos como para el combate, la sombra del fusil alzado perpendicularmente al suelo nos reveló cuál había sido la decisión tomada, el brillo de los pocos haces de luz que surcaban el aire se reflejaba en la mirilla de aquellas armas lustradas, listas para ser usadas en el momento preciso. Empezamos a temblar como una hoja seca a la que el viento tarde o temprano iba a encargarse de despedazar.

— ¡PAM!—, se sintió de la boca de uno de aquellos, luego se rieron fuerte por un largo rato, —¡PAM!— nuestras piernas temblaban sin remedio y nuestra tez de tan pálida se hizo más perceptible para el ojo común en medio de la penumbra, como una luna blanca que anunciaba la tormenta.

— Vos, te vas por allá, por esa calle, y no se te ocurra mirar para atrás — dijo el de baja estatura a Carlos, éste nos miró por un momento y emprendió la marcha lentamente por las calle que le indicaron, en silencio, sin chistar pronto su silueta se dejó de divisar.

— Ustedes dos, vos por ahí y vos por acá, vamos váyanse porque sino los metemos presos—, a Juan le indicaron que su trayecto era por Av. Libertador y a mí por una calle lateral.

Caminé algún tiempo solo, prefería por el momento no pensar demasiado en lo que había sucedido y atenerme a encontrar el camino correcto hacia la parada del colectivo, pero la verdad es que no conocía demasiado aquella zona por lo que me encontraba perdido.

Rodeé la manzana más adelante y retomé Av. Libertador, recién ahí se me dio por palpar mi billetera, por suerte estaba de nuevo ahí junto con los documentos; la extraigo y noto que el poco dinero que traía había desaparecido, los muy miserables se quedaron con mi boleto de vuelta.

En la esquina de la calle Ayacucho veo a Carlos y le grito desesperadamente, es difícil que mi voz no se escuche aún en medio del ruido más estruendoso. Luego doy vuelta mi cabeza y en la parte más iluminada de la avenida lo veo a Juan, muy inteligente pues era un sitio donde podía ser visto fácilmente. Los tres durante el reencuentro nos abrazamos fuerte, solo habían pasado quince minutos desde que nos había separado pero nos había parecido una eternidad.

Mientras jurábamos no contarle a nadie lo sucedido vuelvo la vista hacia el Italpark justo en el momento en que sus luces coloridas se iban apagando de manera cadenciosa, lentamente y en ese preciso instante tuve la clara sensación de que la enorme burbuja que lo rodeaba, aquella que lo convertía en un lugar impoluto había estallado para siempre.

 

Autor: Jorge Augusto Tuzi

Nací en Villa Dominico el 30 de Junio de 1960 en un hogar de clase trabajadora. Me acerqué a los libros desde muy corta edad. Mi casa era pequeña; habitada por mis padres, mi hermana y mis abuelos. Como solo tenía dos habitaciones y ya estaban ocupadas, mi cama estaba en el comedor, sobre un sofá al que la biblioteca le hacía la veces de cabecera. En las noches de sueño tardío descubrí que algo mejor que el somnífero era leer un libro. De ese modo me aproximé a los clásicos, fundamentalmente los libros de Julio Verne y las Narraciones Mitológicas.

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