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Propina de más


Sé lo que va a decir. Lo sé porque esta vez me citó en un café y porque además llegó a tiempo. Aparece cruzando la puerta con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Se sienta en la mesa y evita mirarme. Que si ya pedí algo, me pregunta. Nos veíamos todos los martes después de las cinco. Yo la esperaba ahuyentando palomas y ella aparecía veinte minutos más tarde. Me pedía que fuéramos a cualquier otra parte. Que quería alejarse, decía. Entonces la llevaba a mi departamento. Entrábamos y se desplomaba en el sillón de la sala. Se sacaba el abrigo rojo largo hasta las rodillas, la bufanda de lana que siempre se olvidaba, los zapatos de taco y la camisa. Sacaba un porro de un estuche que guardaba en su cartera y me pedía fuego. Me decía que a su novio no le gustaba que fumara. Aspiraba. Retenía el humo. Se reía muy fuerte y tosía. Me lo pasaba. Se quedaba sentada con los ojos cerrados y se tocaba la cara. Me agarraba de la camisa y me besaba el cuello. Me decía que quería hacerme todas las cosas que a su novio no le gustaban. Se acerca la mesera. Sonríe y nos muestra la carta. Por alguna razón no puedo dejar de pensar en lo estúpida que se ve y en lo desagradable del color verde del uniforme. Le digo que quiero un cortado y ella pide un capuchino. Nos dice que perfecto, que enseguida lo trae, pero ya no sonríe. Ahora ella me mira a los ojos. Que seguro debo saber de qué se trata todo esto, dice. Que ya me di cuenta. Que por favor le ahorre el discurso. Que está cansada y que durmió muy bien. A veces se le hacía tarde para volver a su casa. Entonces se quedaba a dormir. Se encerraba a hablar por teléfono en el baño, inventaba excusas. A veces lloraba, aunque no dejaba que yo me diera cuenta. Aparecía con los ojos rojos y el maquillaje perfecto. Se desnudaba y se acostaba a mi lado. Hablábamos hasta que amanecía. Me contaba de la última película que había visto o el último libro que había leído. Me pedía mi opinión y yo le decía que no sabía qué decirle. La mesera aparece con una bandeja. Acomoda el cortado y el capuchino, dos vasos con soda y un plato con medialunas. Nos dice que si necesitamos algo más que le avisemos. Pero estoy seguro que ruega que no necesitemos nada más. Ella me mira y me pregunta si no voy a decir nada. Suspira. Rasga un sobre de azúcar y lo vierte en el capuchino. Revuelve con la cuchara. Me habla del futuro. Me señala unas arrugas al costado de los ojos que sé que no tiene. Y me dice que el tiempo pasa. Que ya estamos grandes. Que no podemos seguir jugando al gato y al ratón. Se ríe. Me pide perdón, que le da gracia esa frase, dice. Se pone seria. Que conmigo no hay futuro. Que no quiere que lo haya. Se disculpa por usar esa palabra pero piensa que es la más acertada. Que a veces piensa en formar una familia, dice. Y en tener hijos y esas cosas. Quizás hasta casarse, aunque no cree en el matrimonio. Le da el primer sorbo al capuchino. Que no quiere morir sola, dice. Me agarra las manos. Me pregunta si lo entiendo. Después de coger me hablaba de la muerte. Se sentaba en la cama y encendía un cigarrillo. Tiraba las cenizas sobre mi espalda y me hablaba de alas y del juicio de Osiris. Yo me quedaba callado porque no sabía mucho sobre ella. No conocía su apellido ni su edad. De qué trabajaba, dónde vivía o a quién engañaba. Decía que era mejor así. Que esas cosas no tenían importancia. Que la pasábamos bien juntos y que con eso bastaba. Y durante un tiempo bastó. Le da otro sorbo al capuchino. Yo todavía no probé el café. Me pregunta si todo está bien y le digo que sí. Pero no es cierto. Nada está bien. Porque ahora estamos sentados en un puto café y todo se siente ajeno a nosotros. Porque estoy revolviendo con una cuchara de metal que se siente fría en mis manos. Y porque el cortado se enfrió y sabe mal. Y ahora siempre va a saber mal. Noto que seguimos agarrados de las manos y se las suelto. Ella suspira y pone los ojos en blanco. Que además no la conozco, dice. Le da el último sorbo. Que no tengo idea de quién es. Que no sé nada sobre ella. Y en el fondo tengo que admitir que tiene razón. Se sienta a mi lado y me rodea los hombros con su brazo derecho. Nos quedamos en silencio durante un largo rato. Ella sabe y yo sé que ésta es la última vez que nos vemos. Me da un beso sin ruido en la mejilla y me pregunta si voy a estar bien. Deja un billete de cincuenta sobre la mesa y se va antes de que pueda responderle. No se da vuelta para mirarme. Quedo solo en el café. Un vaso de soda intacto. Una medialuna a medio comer. Una servilleta usada. Un billete de cincuenta pesos. El uniforme desagradable de la mesera. Y la bufanda que ella se volvió a olvidar. Me dice que no la conozco. Que no tengo idea de quién es. Que no sé nada sobre ella. Pero sé que camina por el cordón de la vereda los días de lluvia. Sé que dibuja en la mesa con las gotitas de transpiración de las bebidas. Y sé que apaga los cigarrillos empujando el tabaco y las cenizas hacia afuera y guardándose la colilla.

 

Autora: Camila Alonso

Nazco el día más aburrido del año (domingo) y le corto el desayuno a mi papá. Como soy del ’97 todos en el curso siempre son más grandes que yo. A los cinco años mi mamá me enseña a leer. Y a partir de ahí pido libros para mis cumpleaños. Empiezo natación. Lo dejo. Empiezo básquet. Lo dejo. Crezco y a los once me creo capaz de escribir novelas de ficción románticas y cuentos de terror. A los doce me doy cuenta de que no puedo. Empiezo gimnasia artística. Lo dejo. Empiezo teatro. Lo dejo. A los catorce me ofrecen ir a un taller de literatura y en la segunda clase decido que no quiero dejar de ir nunca más. Pasa un año o dos hasta que encuentro mi estilo y me inclino a escribir cuentos o textos cortos haciendo críticas sociales. También me gusta matar a mis personajes. Termino el secundario y empiezo la facultad. A los 18 participo con un cuento sobre un suicida en un concurso. No gano pero igual mi familia me lleva a comer a Mc Donalds. Sigo escribiendo. Cumplo diecinueve y no tengo ni idea de lo que estoy haciendo, pero sé que quiero seguir haciéndolo.

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