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Descalza la mañana entra por la ventana.

La pequeña de adulto corazón suspira hondo; se estruja las manos como si tratase de consolarse; se enjuaga la resaca producto de las pesadillas y con la cabeza gacha mira la sombra que se esconde detrás.

Un par de voces discuten. Quizá sus padres o sus hermanos, quizá todos... qué más da. Han sido tan frecuentes las disputas en los últimos meses, en los últimos años que aparentemente se ha vuelto indiferente.

Rechinan las palabras como unicel; machacan con exageración los sueños perdidos o la mala vida. Intenta ignorar todo eso mientras se viste habilidosamente: camiseta de algodón y desgastados pantalones de manta, inapropiados para el porvenir posado sobre las manecillas del reloj que marcan las seis.

El portazo del primero en abandonar la morada silencia un par de segundos la tensión. Sin embargo, advierte de su madre el mar de quejas que se desbordan hacia su dirección. Son hirientes. Es atacada con bolas de fuego, lastimeras; le congelan el suelo y le queman el cerebro. Se cubre los oídos con la intención de evadirlas, lo hace con tal fuerza que le duelen las manos. Se pregunta mil veces “¿qué he hecho?” “¿Qué sentido tiene vivir?” “¿De qué he sido culpable?”. No lo entiende; es víctima de una cadena de malos tratos, interminables. Es el trapo con el que se desquitan y limpian el retrete. Pide ayuda para sus adentros, escucha su voz desvaneciéndose hasta las pantorrillas, implorando, pero no hay más respuesta que sus intestinos enredándose provocándole náuseas.

Los bramidos que aún continúan le perforan la piel, la hacen tiritar; quiere gritar, está furiosa y maldice silenciosamente a la vida. Llora.

Desiertas las lágrimas y acabados los deberes, se dispone a salir. Su madre aun con reclamos entre los labios la despide; como acto de rebeldía se queda muda, su silencio le provoca una cachetada y unas cuantas maldiciones, “A Dios y a tu madre se le respeta” “Malcriada, te irás al infierno” (con una voz endemoniada) aunque lo esquiva, con un jalón de pelos la acerca y no se salva de ser persignada. “Vaya Dios” “La misericordia de Dios es tremenda” piensa burlonamente. Resignada, como muchas veces antes se decide a salir.

Son las siete con diez, lunes. Es la época del año en que las hojas se aferran a los árboles pero que al cabo de un torbellino por distante que sea, son separadas sin piedad de su única esperanza de vida, para después ser pisadas por los transeúntes.

Echa una mirada al camino recto que se extiende hasta su escuela, otra, a las personas de caras largas, tristes, que como ella van cargando con el féretro de la vida.

En pasos lentos hace un recuento de la pecaminosa situación que día tras días se repite.

Amargamente recuerda el intento de suicidio (de eso ya ha pasado un año). Lo tenía todo muy bien planeado: la carretera principal al norte, a un kilómetro de su casa, donde los escasos autos van “como alma que lleva el diablo”. Fueron contados los días en los que se paseaba por allí para verificar las probabilidades, miraba las ardillas que frecuentemente eran atropelladas intentando cruzar y con cálculos correctos la muerte que se le aproximaba. Lo tenía bien planeado.

Estaba ahí, mirando los autos imaginándose qué sería después de eso, sin duda, no había probabilidades de sobrevivir, los carros van tan rápido que ni siquiera se percatarían; imaginaba claramente partes de su cuerpo dispersas entre varios kilómetros de distancia, no le asustaba pensarlo porque de haber pasado ni siquiera lo habría notado.

Solo era cuestión de correr un poco tirándose al pavimento y cualquier rastro de vida sería borrada entre el suelo y las llantas. Ya había dado un par de pasos hacia atrás, estaba lista. Justamente cuando estaba a punto de correr, el celular comenzó a sonar; no llevaba nada consigo a excepción del teléfono que era tan ligero que había olvidado sacarlo. Se quedó pasmada, no sabía si reír, llorar o contestar; terminó por hacer la última. El promotor de la compañía telefónica le saludo amablemente y ella lo mando al carajo.

Desde aquella vez no lo ha vuelto a intentar y no por falta de ganas, sino más bien por el hecho de que aquella situación le causa una pena inmensa.

Se acorta el camino. Su escuela a la que no desea llegar está a tan solo una cuadra y ella, ralentiza el paso. Ligeramente vuelve la cabeza para después detenerse frente a una casa elegantísima cubierta de mármol travertino, lo que llama su atención es el pórtico empedrado que está atiborrado de magnificas bugambilias, (solo las había visto de lejos). Está conmovida, los pétalos de seda perfectamente se entrelazan, las verdes hojas resaltan sus atributos y las diversas tonalidades de risueños rosas hasta blancos muy serenos. Da un par de saltitos, nunca había visto tal belleza “¡es como si se tratase de alguna obra divina!”. Mira impresionada, siente un calor que le inunda hasta salirse por los ojos.

Se acerca tímidamente para inhalar y tan pronto como siente el aire seco atravesarle la nariz se detiene nostálgicamente. Pues desde su repugnante memoria ella nunca ha percibido ningún aroma. Un problema que no repercute a su salud, según el único doctor visitado.

Pero ni su discapacidad le corta la alegría, ¡al contrario! Le da motivos, Olvida a su familia, a las incontables noches empañadas de tristeza, olvida los días en que la soledad la cubría con su áspero manto. Quiere ser feliz y ahora está dispuesta a lograrlo. Se deja envolver en una ensoñación que parece no terminar.

Es interrumpida la quimera al abrirse la puerta; un hombre delgaducho con aspecto moribundo sale de la casa. En el hombro derecho carga el saco de pertenencias; las miradas estupefactas se cruzan por lo que parece una eternidad. Sin dudarlo y con un movimiento fugaz el hombre dispara al pecho de la joven al tiempo en que se da la fuga.

Con los omoplatos reposados sobre el suelo, asustada y antes de perder cualquier noción de vida o tiempo la pequeña se estruja las manos como si tratase de consolarse y percibe por primera vez el aroma de la sangre putrefacta.

 

Autora: Zamara León Urbano

Mi nombre es Zamara León.

Hace un par de años comenzó mi pasión por la lectura y al mismo tiempo por la escritura, en esta última he encontrado la fluidez de mis palabras que no logro articular en voz alta; Inmersa en los más íntimos secretos de la belleza humana, esperando no fracasar.

Facebook: Zamara León

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