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Rabioso el basural


El muy imbécil ladraba. El muy idiota ladraba. Dos, tres veces ladraba, y se callaba la boca. Se sentaba, tieso, caritriste, y me miraba, con esos ojitos de porcelana, con esa pedigüeñería de sabueso.

-Callate Berto, callate ¡Andate a dormir o hacé algo, imbécil! -le dije.

Las tres de la mañana y de la noche, pasados tres días sin haber podido pegar un ojo a causa de la merca, que era todo lo que me sobraba, y el licor que estaba tan barato. A causa de los delirios existenciales de una madrugada fría, tres madrugadas atrás; la madrugada en la que, después de rasquetear dentro de mis narices la cuarta cascarita que se volvía sangrante destruyendo así otra herida sanada, otra herida de vidrios molidos, sumergidos en cocaína paraguaya, fue esa madrugada cuando me tocó el timbre la gorda del quinto d.

-¿Hernancito? ¿Hernancito, todo bien? Hay mucho mucho olor a gas que creo viene de tu departamento.

Mentira. No había olor a gas ninguno. Ella chusmeaba, ella venía a ver qué era lo que yo hacía que hacía mucho tiempo no me cruzaba en el camino del ascensor.

-¿Hernancito, estás ahí?

>> Bueno. Cualquier cosa me avisás. Hasta las once estamos despiertos ¿Está bien? ¿Estás bien, Hernancito? ¿Hola? ¿Hoo-laaa?

<< Que se curta>> pensé, contando unas diez veces, hasta que al fin dejé de oír su obesa y mórbida respiración subsumida tras la puerta, sus jadeos colesterólicos, sus orejas y sus manos grasientas apoyadas en mi puerta, en la puerta de mi departamento.

Todo concluyó con el ruido del ascensor que indicó el regreso de la gorda al quinto porque por las escaleras ¡Un piso! En su puta vida subiría un piso por las escaleras. Una familia desagradable, desagradabilísima; gordos los tres, su marido y su hija, hija de otro marido, probablemente gordo también. Recuerdo, revisé una vez sus bolsas de basura: un paño ayudín con caca y restos de comida vencida. Asquerosos.

-¡Callate Berto, callate!

Toda esa madrugada le grité a Berto, porque no me dejaba prestar la atención suficiente como para ejecutar las consecutivas aspiraciones que tenían como destino la composición de una obra maestra. Y pensar que a las siete se levantarían los demonios del segundo, esos imberbes infantes con destino de estupidez y futuro de humanos desterrados del planeta de la salubridad mental. Gritaban como puercos, gritaban como patos, como gansos, y lo despertaban a uno que dormía como la mordida de una manzana podrida en la boca en el hueco del garaje de una verdulería soez. Esperaba que algún día su madre los ahogase con etanol en la pileta vencida del patiecito, y después se ahogase ella también: personificaba la negligencia en persona. Era de esas madres que callan a sus hijos mientras se rascan la comisura de los labios vaginales leyendo Parati, soñando la desterritorialización de su vidas, abandonar su casa, a su violento marido que por poco y no le pegaba, y a sus hijos del chiquero. O quizá la estuviese sobreestimando, y fuera de quienes solo se quedase leyendo en la revista un horóscopo vencido de otros años, pensando en nada, y callándolo todo.

Pero peor eran los de más abajo, me acordé la siguiente madrugada, cuando revisé la basura del segundo piso; buscaba más licor, y los del segundo b solían dejarme unos cuantos regalitos, aunque eso sí: había que aguantarse las mil y un moralinas que aparejaba tomar ese alcohol que sobraba de los bisexuales del segundo piso, dos muchachitos que llenaban su departamento de más muchachitos y también muchachitas, debo decir, exuberantes, y es poquísimo. Todavía no olvido la noche que exploté un disco de música funcional por oír los gemidos lejanos y subterráneos de un numeroso grupo de mujeres. Gemidos lejanos, imperceptibles, respetuosos en la profanidad de una madrugada en horarios de protección al menor. Aquella noche me masturbé trescientas cincuenta y dos veces, pero cuando se apareció Berto, acabé y lo mandé a guardar. Él, ahí, mirando, el tan hipócrita, pero bien que se divirtió cuando después le traje la bolsa de basura del segundo b, rellena de mi licor más diecisiete forros usados y cuatro sin usar.

-¿Hernancito? ¿Estás?

La segunda madrugada la gorda del d volvió a interrumpir mis desgracias, en una hora extraña. La odié, la odié tanto cuando escuchó mis pedos, cada uno de mis pedos, porque es que yo esas noche me las pasaba en el baño, y en el fragor de una madrugada, sorprendido ante una visita inesperada, invasiva, callé lo que pude de todos mis pedos que propulsándose continuaban, y no le respondí, sólo la odié.

-Bueno, Hernancito, escucho algo ahí, escucho algo. ¿Necesitás comida? ¿Está tu perro solo? Ha estado ladrando, y no podemos dormir, si por favor…

¿Que cómo va a estar mi perro solo? ¿Qué clase de pregunta era esa? Lo último que necesitaba eran las condolientes preocupaciones de la gorda del quinto. Cuando se fue, media hora más tarde, subí con Berto y lo hice cagar en la entrada de su departamento ¡A ver quién se llevaba la sorpresa!

*

La tercera madrugada husmeé la basura de lo de la planta baja, y había unas bolsas impresionantes, con ataduras fijas y casi de colección: era la basura de los Tomaselli de la planta baja A, el departamento más omnipresente del edificio y los oligarcas más vetustos de un edificio en ruinas, que igual se la daban de oligarcas. Sushi inglés y unos cien centímetros cúbicos de un vino que yo sabía valía quinientos pesos fue todo lo que me llevé aquella madrugada, pero no había licor, como algunas veces supe encontrarles. Pero a mí no me importaba, porque un vino de quinientos pesos tenía sus batallas, sus conquistas, y hacía juego fastuoso con toda la merluza que blandía en tubos metálicos directo a mi cerebro.

-¡Callate, Berto, y la puta madre que te re mil parió!

Berto estaba enloqueciendo de remate, y yo le había dado un buen churrasco que hace tres días se mantenía casi intacto, fresco debido al frío que azotaba la ciudad y lograba mantener la carne fuera de la heladera que no me estaba funcionando bien porque la leche se cortaba cada día y medio, como en los viejos tiempos.

-¡BERTO! –grité, y Berto me miró otra vez, con esa palidez, con esa expresión sólo conseguida por los perros sin raza con esa tristeza periférica.

La puerta de mi departamento tronó a los golpazos y, nuevamente, la gorda del quinto buscaba que yo la asesinase. También los maricones del segundo, también los Tomaselli de la planta baja, y creí oír a los Souza, los portugueses que siempre llevaban la basura a los contenedores, y la pendeja histérica del primero que algunas veces no me hubo dejado tomar en paz a las tres de la mañana por estar ella hablando por teléfono a las puteadas con su novio de Santa Cruz que nunca volvía de Santa Cruz.

-¿Hernancito? ¿Podés abrirnos?

-¡Señor Hernán! –dijo el mayor de los hermano Tomaselli, qué bien visto me tenía.

Berto irrumpió a los ladridos limpios, incontenible, imparable, y yo no supe más que hacer, no encontraba el tiempo, el momento, la forma de decirle ¡Qué se calle el hocico de una vez por todas! ¡Perro inmundo, querido Berto! ¿Habría vuelto la gorda por la defecada en su departamento? No; había vuelto por ese olor que decía salir de mi departamento ¡Maldito seas, Berto!

-¡¡¡BERTO!!! –grité con lo poco de fuerzas que me quedaban, levantándome de un tirón del deshilachado puff que me sostenía en sus huecos y arrojando sin querer más de medio kilo de cocaína sobre la cama, cosa que determinó la furia de mi ataque: en el vaivén del crimen de la pasta blanca que podría desperdiciarse en los rincones del suelo, en el vaivén en el que el polvo humedecido salió por los aires, proferí una patada suntuosa (de las que me gustaban) a las caderas ya maltrechas de un perro de esos que tienen serios problemas de cadera, y Berto, cayó casi desmayado sobre el suelo, bajo el sibilante sonido de su respiración entrecortada y el crujir de sus costillas avejentadas. Por fin un respiro, un leve respiro. Era momento de un café. Y fui por un café, fui a la cocina por un café, y oídos sordos hice del vecindario que se agolpaba en la puerta de mi departamento, ya casi en tono exigente, ya en imperativos remarcables para el juicio verbal << ¡Los mataría a todos! ¡Basuras! ¿Qué son, si no?>> me dije expresamente, cuando fui por el café, y olvidé que quizá no tenía fósforos, pero sí tenía: cuatro fósforos esperaban para encender el gas de un horno que no andaba y que sólo expedía el diez por ciento del gas que debía a través de un tubo que en forma de chorro encendía un fuego que de coté lo hacía yo apuntar al tazón de café que procurase recalentar. Pero me había olvidado por completo que hacía tres madrugadas atrás… ¡Me había olvidado! ¡El gas prendido! Ese sopor opiáceo que atestaba el departamento y huía por el vano de la puerta de mi departamento y parecía estar llegándole a las narices de todos mis vecinos, los mugrientos. Berto ladró dolorido una vez más pero yo quería tomarme un café ¡Un puto café, déjenme tomar un café! ¡cueste lo que cueste!

 

Autor: Alejandro Pompei

2009 – Primer Premio concurso literario internacional y multilingüe del Centro Cultural del BID por relato corto “LA DISCIPLINA DE LA FELICIDAD” http://events.iadb.org/calendar/eventDetail.aspx?lang=es&id=653

2011-(…) Inicio carrera de Licenciatura en Letras UBA

2012 – Sin editar, novela “LOS RETRÓGRADOS”

2013 – Sin editar, cuentos y poesías reunidos en “UN PASEO NOCTURNO JUNTO A OLIVIER MISSÓN”

2014 – Oferta de publicación a cargo en el VII concurso de Ediciones Oblicuas por “UN PASEO NOCTURNO JUNTO A OLIVIER MISSÓN” (oferta realizada al 8% de 500 obras participantes)

2014* – Finalista (1 de 10) en el segundo Concurso Internacional de Novela de Pukiyari Editores (200 obras participantes) con “LOS FULGORES DEL SEXO EN LA TIERRA SIN LUZ”

2015 Agosto– Preseleccionado entre 20 finalistas para publicación gratuita en convocatoria ROI de la Editorial Dunken con “LOS FULGORES DEL SEXO EN LA TIERRA SIN LUZ” .

2016 Sin editar, cuentos y poesías reunidos en “VIEJURAS y otras poesías” / “LA PREGUNTA DE MORIR EN EL INTENTO y otros cuentos”

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