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Las ratas corretean por las paredes. Puede oírlas si hace silencio. La casa está infestada de ellas. Le hacen compañía. Durante el día caminan a su alrededor y por las noches la observan dormir. Que velan por sus sueños, piensa. En el suelo hay basura, mierda, manchas de sangre y comida en descomposición. Las paredes están cubiertas de moho. Abundan las cucarachas. Camina esquivando a las ratas. No quiere aplastarlas. Ya le pasó antes. Pisa una lata de atún a medio abrir. Se corta. Sangra. Pasan los días. Sangra. La herida es más grande. Sangra. Más oscura. Más profunda. Tiene fiebre. Delira. Se ve flotar ella misma en la habitación. Le tiemblan los brazos y las piernas. No puede controlarlos. Babea. Se despierta con la sabana empapada en saliva. Se le encorva el cuerpo. Hacia atrás y hacia adelante. Que es obra del demonio, piensa. Que la vino a buscar. Le cuesta respirar. Le duele la garganta. Tiene frío. Se atrinchera en una esquina de la cama. Se cubre con frazadas. Se mira el pie. No lo reconoce. Es una masa uniforme de fluidos amarillentos y rosáceos. La piel parece podrida. Se toca la herida. No siente el roce de sus dedos. Se asusta. Grita. Llora. Se duerme. Se muere entre las dos y tres de la mañana. Las ratas la observan desde el suelo. Trepan por el borde de la cama. Se acercan al cuerpo. Lo huelen. Caminan sobre él. Sus colas serpentean sobre el vestido floreado de la mujer. Lamen la herida infectada. Arrastran sus pequeñas lenguas por la piel. Una da el primer mordisco. Deja tres puntos rojos en la pierna. Se relame. Prueba la sangre. La saborea. Las demás hacen lo mismo. Dejan marcas en sus brazos y piernas. En su abdomen. En su rostro. Prueban sus ojos. Muerden su lengua. Mastican su pelo. Juegan con sus orejas. Se meten dentro de su boca. Ahora el cuerpo es como un laberinto. Bajan por la faringe. Caminan dentro de sus intestinos. Dan mordiscos desde el interior. Arrancan la carne. La despellejan. Tironean con fuerza. No mastican, sólo tragan. Se pelean entre ellas. Compiten por llevarse el mejor trozo. El suelo se inunda de sangre. Las ratas la beben. Se manchan las patas. El cuerpo va desapareciendo. Se mezcla con el resto de desperdicios que hay en el suelo. Ellas saborean los huesos. Los roen. Se los llevan a sus nidos. De la mujer ya no queda casi nada. Las ratas corretean por las paredes. Se las puede oír de noche. La casa está infestada de ellas.

 

Autora: Camila Alonso

Nazco el día más aburrido del año (domingo) y le corto el desayuno a mi papá. Como soy del ’97 todos en el curso siempre son más grandes que yo. A los cinco años mi mamá me enseña a leer. Y a partir de ahí pido libros para mis cumpleaños. Empiezo natación. Lo dejo. Empiezo básquet. Lo dejo. Crezco y a los once me creo capaz de escribir novelas de ficción románticas y cuentos de terror. A los doce me doy cuenta de que no puedo. Empiezo gimnasia artística. Lo dejo. Empiezo teatro. Lo dejo. A los catorce me ofrecen ir a un taller de literatura y en la segunda clase decido que no quiero dejar de ir nunca más. Pasa un año o dos hasta que encuentro mi estilo y me inclino a escribir cuentos o textos cortos haciendo críticas sociales. También me gusta matar a mis personajes. Termino el secundario y empiezo la facultad. A los 18 participo con un cuento sobre un suicida en un concurso. No gano pero igual mi familia me lleva a comer a Mc Donalds. Sigo escribiendo. Cumplo diecinueve y no tengo ni idea de lo que estoy haciendo, pero sé que quiero seguir haciéndolo.

Facebook: Cami Alonso

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