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Lucen locos

Era una tarde calurosa en su pueblo natal. Había vuelto para un concierto que ofrecería uno de sus hermanos.

Le gustaba volver al pago, porque eso le llenaba el alma de soberbia. Claro, él era el Doctor, y como casi todos los del rubro, vivía como un pseudo Dios.

La tarde calurosa en la que arribó al pueblo, tuvo un episodio poco feliz con su equipaje. Buscando el traje que usaría la noche del estreno de su hermano, cayó en la cuenta que no había llevado corbatas.

Trató de esconder su desesperación (lo abrumaban los conflictos cotidianos) y salió al centro del pueblo- lo más parecido a una ciudad por más de doscientos kilómetros a la redonda-.

Recuperó el coraje que hacía varios años había perdido, y se fue a buscar alguna corbata, para acompañar al traje que usaría en un día y un par de horas, en el concierto que daría Salvador, su hermano mayor.

Blas Arteaga, recibió su título de médico sin que nadie de su familia fuera a felicitarlo. Claro, que con el pasar de los años y de los calores, sus padres se habían limitado a vivir dentro de la casa.

Había nacido en un pueblo en donde el sol parece enardecer de bronca por el olvido. La codicia de su familia era más grande que sus riquezas. Vivían bien, pero aparentaban mejor. Él tenía varios hermanos: cuatro varones mayores.

Por ser el quinto se pensaba con la responsabilidad que eso –para él- le atribuía: tenía que ser el prócer, el bendecido. Cual San Martín, fue el número cinco en la lista de nacidos de los Arteaga.

La casa familiar era grande, habían criado a cinco hijos allí dentro, y esto los había obligado a mantenerse conviviendo con refacciones, y peones trabajando todo el tiempo en las instalaciones, que se modificaban con el llegar de los niños.

No conocían como soplaba el viento. El calor era detestable. Calor, siempre calor. Las noches parecían siestas sin luz; las ramas de los árboles sólo reflejaban un esbozo de frescura en sus sombras.

Blas, parecía salido de otra época, desentonaba con el calor que arrasaba con todo lo que tuviera cerca. Él iba por la calle, con un saco de alguna tela gruesa, disimulando la incomodidad, y los fluidos corporales.

Se arrimó a la vidriera de una tienda de ropa. Había cualquier tipo de indumentaria. Sintió picazón en todo el cuerpo, que solucionó atribuyéndoselo al saco de tela gruesa.

Ingresó al negocio y se esfumó del resto de los mortales en sus largos pasillos, llenos de olor a naftalina. Lúgubres luces y mosaicos amarronados, una radio sonaba en algún lado.

Se acercó al mostrador dubitativo, para preguntar en qué lugar se encontraban las corbatas. Quería irse, rápido, de ese lugar. Era una tienda de ropa, pero le recordaba a los peores hospitales por los que había transitado en su preparación académica.

Revolvió, como pudo, el estante de las corbatas. Eran todas ordinarias, y de décadas pasadas. Empolvados sus envoltorios, no dejaban percibir con claridad cuál era el color de cada una de ellas. En el pueblo no soplaba el viento, soplaba la tierra.

Hubo una que no le resultó tan indigna, y ante la desesperación por salir del local y retirarse a refugiarse a algún otro sitio, la compró sin vacilar.

Salió como escapando de un robo multimillonario, o de una sala de cine cuando todos se levantan al unísono.

Esa noche fue a cenar a la casa familiar. Llegó cuando Salvador afinaba un instrumento. El nombre de su hermano mayor era herencia familiar. Todos los primogénitos Arteaga – desde hartas generaciones- eran portadores de aquella designación casi divina.

Los primeros varones de la familia habían llevado como escudo de honor el nombre “Salvador”. No era poca cosa, sabiendo que no su padre –sino su tío- era el que lo llevaba aún en vida.

Salvador era alto y elegante, tenía la confección precisa de músico de orquesta. Era amplio en sus conocimientos, y muy refinado. Su gusto era exquisito. Las situaciones y los devenires del tiempo, lo ubicaron como director de la Orquesta Municipal del lugar.

Una sola vez se enamoró en su vida, de un viajero que llegó a hacer una investigación antropológica al pueblo.

Por descontento de su padre, y por una enfermedad psicosomática de su madre, tuvo que alejarse para siempre del amor, de los placeres mundanos, y logró encontrar el consuelo a su agonía emocional en la música.

No le era carga ser el mayor de cinco hermanos varones, los miraba con lástima y, con nula admiración. Con el que más problemas tenía era con Blas, que por su soberbia encarnizada, había dejado de frecuentar a la familia, a las tradiciones y a las costumbres profanas.

Luego de Salvador seguían Augusto, Marcos, José María y claro, Blas.

El comedor estaba preparado como para una ocasión especial – cosa que molestaba notablemente a Salvador- . La madre había enviado a comprar flores y habían encendido los candelabros de plata. La mantelería era impecable. Todo dispuesto para la vuelta de Blas, quién no iba de visita al pueblo desde hacía cinco años.

El estreno musical de la orquesta desde que Salvador había sido designado director, fue un acontecimiento al que no podía faltar. No había estado presente en las últimas navidades, ni pascuas, ni en otras fiestas y celebraciones católicas.

Uno de los hermanos, el del medio, Marcos, había sido confirmado en la fe católica dos veces, en su adolescencia. Un obispo de una ciudad cercana llegaba los octubres de cada año para dar el sacramento de la confirmación. Marcos tuvo un incidente poco convencional.

El religioso iría por las tres plazas del pueblo, donde se había citado con anticipación a todos aquellos jóvenes que se habían preparado durante el año para recibir dicho sacramento. En cada plaza confirmaría a unos cuantos adolescentes, así hasta terminar con todos los anotados.

Marcos, por equivocación propia – o por fanatismo de su familia- fue confirmado, ese mismo día, dos veces, en dos lugares distintos. De la primera plaza – en la que recibió el sacramento por primera vez- comenzó a peregrinar junto a otras personas del pueblo hacia la segunda. Al llegar, tomó de nuevo la confirmación.

Según su madre, estaba escrito en el destino de Marcos ser sacerdote. Profesar la fe en Dios, ser parte de la iglesia.

Estuvo dos años dentro del seminario, hasta una mañana que decidió irse a estudiar lejos, ingeniería. Al tiempo regresó al pueblo, recibido, y con una novia embarazada. Por supuesto que lo obligaron a casarse. Marcos se separó, tal vez se le hizo costumbre el hecho de tomar los sacramentos católicos por partida doble.

La mesa tan bien servida, la emoción del padre, todo el revuelo familiar molestó bastante a Salvador, pero su buena educación y su elegante estilo lo ayudaron a disimular con perfección.

Blas estaba tan incómodo, que no recordaba haberse sentido así desde hacía muchos años. La cena transcurrió entre conversacionales banales -como el estado de las rutas o los problemas laborales- y entre momentos de silencios penosos.

La tertulia finalizó temprano. Al otro día deberían alistarse y preparar todo para el ágape que ofrecerían luego de la función de Salvador.

Blas se retiró con varias excusas a su favor, disimulando las pocas ganas de quedarse a pasar la noche en la casa de la familia.

Esa tarde, el teatro estaba vacío. Era la siesta más calurosa del último mes. Las expectativas de las butacas llenas, y de las flores que volarían al escenario, estaban intactas. Salvador siempre fue puntual: nunca llegó tarde – ni temprano- a donde se lo esperaba. El último ensayo estaba pautado para las cinco.

Mientras en el Teatro Municipal acontecía esta prueba (de instrumentos, de luces y de ubicaciones en el escenario), Blas, comenzaba a acicalarse sin prisa.

Preparó el traje que había comprado alguna vez en una tienda extranjera; la camisa blanca, como inmaculada. Los zapatos no eran espectaculares, pero estaban nuevos. Llegó el momento de la corbata. No le gustaba mucho, pero era la mejor entre todas las que había visto, la tarde anterior, en el negocio del pueblo.

Llegó la noche, el estreno, y Blas no pudo acomodarse en el palco familiar. Se fue solo, delante de todo. No por querer apreciar de cerca el arte de su hermano, sino porque sentía que él –siempre- debía estar en la primera fila.

El concierto sucedió de la mejor manera. Salvador supo lucirse, como es su costumbre.

La familia Arteaga se encontró a la salida del Teatro Municipal, y Blas notó con mucha disconformidad, que la corbata que había comprado el día anterior en el pueblo, era exactamente igual a la que llevaba su padre.

Al acercarse, luego de los típicos saludos de protagonista absoluto, Salvador pudo apreciar que él también llevaba una corbata idéntica a la de su padre y a la de su hermano menor, Blas. Al haber estado la mayoría del tiempo de espalda al público- dirigiendo la orquesta- había sido un dato menor de observar para Blas.

La capacidad de disimulo de Blas no tuvo suerte esta vez, y pudo estimar, considerar y reafirmar, que sí, que efectivamente, los tres llevaban la misma corbata.

No hicieron falta las palabras, puesto que fueron colocadas a la perfección por un niño, que paseaba de la mano de su papá, por la avenida en donde estaban los tres, parados, agarrándose la corbata como si fuera una horca.

El niño se volvió hacia ellos y le dijo a su padre: “Mira esos tres señores están vestidos con la misma corbata, papá, lucen locos”.

 

Autora: Julieta Bringas

Facebook: Juli Bringas

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