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No te perdí, no te encontré. Vivo en una cápsula pequeña, hecha de paredes mojadas, de caños perforados por el odio y el enojo, paredes que se resienten y que se curvan bajo el peso del mundo que odia y odia. Eras pequeñita, un tanto gorda, un tanto lenta, un tanto loca. Como yo. Sonreías y no tenías ningún diente de oro, solo la mancha de la nicotina y el esfuerzo diario de saber que tu personaje le dolía a tus padres cómodos y gordos y alcohólicos, que se doraban al sol ahí en la misiadura de barrotes de oro de San Isidro. A quien le importa si yo iba y te fregaba el bronceador tratando de violarte con mis manos, haciéndote mía de la forma famélica que mis manos horadaban en tu vientre y en tus muslos regordetes. No sentían ni asco ni repulsión ni aversión ni alegría ni deleite ni amor de que la hija estuviera emparejada. Sonreían con sonrisas que harían a un poeta mierda y cínico sonreír. Sonreían con valores asquerosos, lo podía sentir en mi plexo, asqueándome con su sequedad impersonal tan patentemente, estaban mareados de dinero y esa inclinación a la sorna repugnante a dejar que la hija fuera tomada, fuera abducida como materia de desecho por algún idiota y los alejara de ellos. Ese idiota era yo, y yo te amaba. Te amaba porque eras la primera y con ese fuego sagrado de que esta última era la que uno amaba hasta siempre jamás. Amaba tus modales torpes y cretinos, tu mentira entera, tu esqueleto diletante, tu sonrisa de retrasada mental. Y lo eras. No me importaba. Te amaba en todos tus menos y si había alguna suma, yo la tapaba con el calafateado de mi abrazo y te besaba, prendido fuego, preñado de consistencia en la dulzura. No teníamos nada más. No teníamos nada más, carajo. Éramos dos ceros a la izquierda, medicados, casi peligrosos, maravillosos, maravillados errados, imperfectos y estúpidamente felices.

Si. Al lado de la piscina todo parece ser maravilloso, no me doy cuenta de la instancia en que nos provoca tocarnos. Vivo encendido. El Hawaian Tropic está en mi mano como una montañita de miel y se desliza por tu muslo blanco y firme y grueso, te violaría si fuera necesario, pero me dejarías hacerlo, por ende, es cariño, es amor, es intenso, es vida. Tu padre lo sabe, y me odia porque no puede ser el al que le den ganas de perforarte. Ah, tu padre. Vende turbinas hidráulicas, me dijiste. Ni vos sabías que hacia tu viejo, pero la plata estaba, te daba un dólar para que compraras un dulce mientras almorzabas los árboles del parque que nunca te daría a luz, por maldita. Tu padre, en esa piscina, muerto en vida, odiándote, sonríe como si yo fuera un tonto que le han dado cobre por oro, yo me doy cuenta que diez años después estaría en una tiesa posición horizontal, dependiendo de los buenos o malos vientos. Vos estás pensado confusamente en rayos y en nicotina de vez en cuando, mentolados, los «cigarrillos chiche", yo estoy pensando en que tengo una mujer y que Dios me ha dado la oportunidad, por primera vez en treinta años, en tener una mujer, hermosa, sexual, sexy, vivaz, no muy rápida en decisiones, no muy brillante, pero bueno, entre los descastados de Dios nos entendemos, amor mío, mi dulce, mi coneja, mi todo aquí en la tierra donde todos han muerto, pero sí, hay demasiado en tu mellada hermosura. Te amo. Fuiste hermosa alguna vez. Yo fui hermoso alguna vez. Llegamos tarde a la vida, nos damos una honesta mentira, hacemos trueque de campeones, pateamos la calle con los bolsillos vacíos y con las cabezas rotas. Ahora somos como barcos encallados en la ribera de un riacho obsceno y pestilente. Nadie nos quiere, todos nos medican. Nos dan palmadas sobradoras. Nos llevan en auto a lugares adonde ellos, tus padres y los míos, ni soñarían en recorrer a pie. Subimos una montaña alta y desierta. Pacer entre caídos es nuestro metiér. Y ellos. Ellos, ellos, ellos... Nos odian porque no fuimos lo que ellos esperaban. El fracaso de los hijos es el fracaso mortal de los padres y ellos lo saben y su amor se ha vuelto extraño, una silla de una sola pata, solo les queda beber whisky, gastar dólares o multiplicarlos a conciencia, y regañar a los idiotas que salieron de su semen y de sus óvulos y continuar pagando las obras sociales que nos mantendrán aplacados con pastillas y tiempo libre a ser usado en charlas psicológicas y dimes y diretes y panegíricos freudianos que no llevan a ningún lado. Nos aplacan porque su conciencia infinita les va en ello. Y nosotros, nosotros los amamos. Tierra natal que con lluvia o sol se convierte en un paraíso en la tierra. Yo amaba el cabello de mi padre y sus manos sarmentosas en las noches en que repetía la palabra: «Dormir». No lo lograba, yo. Él sí. Y tú, tú qué sabías de nada, mi querida fantasma de oro y de miel y la boca honda que te besaba como si fuera el último segundo en la vida del mundo. Por Dios, los dos sabemos que somos perdedores hermosos. Nos gusta la Coca Cola y la música, las guitarras y el mate, el sol en nuestro rostro, la libertad de las barras de vez en cuando, el rock and roll, una radio con pilas, unas mantas en la noche que se estrujan prendidas fuego mientras gritan enloquecidos los grillos inmersos en una electricidad de frotación demente y seminal. Somos gente. Somos gente! Nadie o casi nadie nos ampara. Nuestros amigos son locos y desaparecen y reposan, nuestro Dios es la electricidad, nuestra complicidad es el huevo que dará las flores teguminosas al mundo que ignora que estamos vivos. Te quise por eso, te quise por eso!, por crucificada que estabas, por maldita que estabas, por confundida que estabas, por las canciones miles que te hice mientras reventaba de fiebre y porque en la vereda soleada de esa institución psiquiátrica yo estallé en la flor inflamada que soy ahora, emocional y vivo y lleno de liendres de donde nacerán las plagas maravillosas del mundo. No sé dónde estás ahora. Pasaron años. Algunos. Ni muchos ni pocos. Aún te amo. Pienso en tus nalgas, en los vellos de seda de tu pubis, en tu cabellera entrecana que cubrías con una tintura negra que te quedaba muy falsa pero que te hacía accesible, cordial, perdida, últimamente maravillosa, y por eso quería casarme con vos: por la cara de asco que ponía tu hermano cada vez que me decía, en la mugre de su Renault 12 cochambroso, que yo debía merecerte para llevarte a un altar que lo llevaría a él, enfermo de mierda, a la muerte.

 

Autor: Fernando Bocadillos

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