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La Gente Es Envidiosa (Cuentos de la Gringuita)


Dibujo de Eduardo Sobico

Los viera a los pichagüeños, al cosechar los nogales

No se comen ni una nuez, se comerán los australes

-La gente es envidiosa, envidiosa y mala, en cambio el Rafa es bueno- Solía decir el Rafa que a veces le daba por hablar de sí mismo en tercera persona.

El Rafa era uno de los borrachines de Pichao, un pueblo de trescientos habitantes, seis de los cuales eran borrachos crónicos. A mí me llamaba tanto la atención ese alto porcentaje de alcoholismo, como que la mayoría de los habitantes de Pichao pudieran sobrevivir sobrios la mayor parte del tiempo en un lugar tan malditamente inhóspito, sin tirarse de la punta de algún cerro o hacerse el harakiri con alguno de los miles de cardones que crecían en el desierto circundante (idea que me rondaba seguido en mi añoranza solitaria de las luces del centro porteño). Igualmente, quien más, quien menos, eran todos de buen beber. Me pegué un cagazo padre, la primera vez que vi a un joven padre de familia volar por los aires cuando su caballo se retobó asustado al cruzarse conmigo. El joven parecía estar casi en un coma etílico, pero se levantó del suelo zigzagueante y volvió a montar puteando a su flete como si nada. Cuando comenté lo sucedido con mis vecinos linderos, me dijeron que eso al muchacho le pasaba siempre, que ya debía estar acostumbrado a estrolarse contra las piedras.

A fuerza de sacar piedras sin más tecnología que pico y pala para cultivar frutales en sus pequeñas quintas, las familias pichagüeñas habían logrado convertir a Pichao en un manchón verde salpicado entre los cerros descoloridos.

Siempre me pregunté qué suponía el Rafa que le envidaba la gente mala, porque que había gente era cierto ¿Pero qué le envidiaban al pobre Rafa? Sus posesiones más ostensibles eran su borrachera permanente y su hinchazón de vientre, esto último supongo, producto de la cirrosis. Tenía, además, un ranchito minúsculo y roñoso, ubicado, eso sí, en un terreno propio, con algunos árboles frutales que “arrendaba”, es decir, dejaba que sus vecinos cortaran hasta el último de los duraznos a cambio de unos pocos australes para comprarse el vino con el que subsistía, jamás lo vi ingerir otra cosa ni líquida ni sólida.

Historia aparte eran los nogales del Rafa. Como todo buen pichagüeño los explotaba él mismo.

-Hola, Rafa ¿A cuánto tenés las nueces?- Le pregunté un día que me lo crucé en un sendero, viendo que llevaba dos bolsas cargadas del valioso fruto de su tierra.

-Hola, gringuita. Estas están a diez australes y las partidas a ocho.

Me quedé muda de asombro, no por el precio de las nueces, era el precio que cobraban todos, pero no podía creer escuchar al Rafa, por primera vez desde mi llegada al pueblo, un año atrás, completamente sobrio. Después supe que eso pasaba una sola vez al año, para el tiempo de recolección y venta de nueces.

Un día el hermano del Rafa, mejor dicho, el cadáver del hermano del Rafa, apareció en el agua. Seguramente un tropezón al llegar borracho a su casa que quedaba justo a orillas de la represa había terminado con su vida. Mala idea para la ubicación del rancho de uno de los seis borrachines del pueblo. Ahora solo quedaban cinco y al poco tiempo solo quedaron cuatro, porque al agravarse la cirrosis y la pena del Rafa, una hermana que vivía en la ciudad, se lo llevó con ella. Ya no estaba en condiciones de vivir solo.

Ignoro si vivió un tiempo más o si la cirrosis lo terminó liquidando, pero por más mala que sea la gente, dudo que laguna vez alguien haya envidiado su destino.

 

Autor: Teodora Nogués

Nací en septiembre de 1975 en Buenos Aires, Argentina. De chica viví en un velero que zarpó de San Isidro en 1983 y naufragó cuatro años después en el mar Caribe, luego de recorrer lentamente toda la costa de Brasil, la Guayana Francesa, las Pequeñas Antillas y Puerto Rico. El resto de mi infancia y parte de mi adolescencia las pasé en tierra, pero llevando con mi familia una vida bastante aislada y desarraigada. Viví en los Valles Calchaquíes tucumanos, donde terminé mis estudios primarios, a los trece años de edad, en una escuelita rural de tan sólo cincuenta alumnos. Luego vivimos en distintas localidades cercanas a Orán, provincia de Salta. También en algunos pueblos de Bolivia y en una comunidad wichi. Una desgracia familiar nos trajo de regreso a Buenos Aires donde puede empezar mis estudios secundarios a los 17 años en un Centro de Estudios de Nivel Secundario acelerado para adultos y terminarlos a los 20. Desde entonces, no volví a mudarme fuera del radio de Capital Federal y Conurbano, ni tengo planes de hacerlo.

Por haber tenido una infancia y adolescencia tan “viajada”, mucha gente me sugirió que tendría que escribir mi historia. La verdad es que siempre me gustó escribir, pero las anécdotas de viaje pintorescas por sí solas no tienen mucho interés. Es más la búsqueda interna que vino después lo que me moviliza. El darme cuenta de que en todas partes hay infancias desamparadas y abusos de poder.

Soy coautora, junto con mis compañeros de elenco y mi directora, la mexicana, Sol Ulacia Fernández de la obra teatral Ex Niñas de la compañía Teatro Horizontal

Dibujo de Eduardo Sobico

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