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No sé si habrán sido los huesos ampulosos de su cara, la fragancia a perfume de segunda selección, la empalagosa hipocresía de su dulzura o la sed de guita que destellaban sus ojos lo que no me permitía ser indiferente a Yamila Libertad. Aquella mujer de dientes subversivos, desordenados, casi draculeanos, y labios grandes, cómodamente acolchonados, había descalabrado con un solo gesto mi turbia tranquilidad esa tarde en el Microcentro. Me pidió fuego en la parada del 39 y se lo di. Cientos de negocios comprando y vendiendo oro, para que en un pequeño instante se me abran las puertas de la cueva de Alí Babá, asesine a los 40 ladrones y me haga cargo por un rato del tesoro de esa piel morena, imperfecta, de senos espurios y areolas quemadas. Miles de almas arrebatadas, alienadas, chocándose entre sí, peleándose por un lugar en la baldosa, mientras yo remonto vuelo con mi campera de cuero alada y me voy a recorrer junto con ella una habitación sin techo al más allá de lo prohibido. Si hasta pegó su lunar en mi tímida sonrisa luego de besarme de forma sucia, asquerosa, con una vergüenza tan ruidosa que asustaba a las palomas. Estábamos ahí, en medio del caos, tratando de inventar una ficción amorosa sabiéndonos enemigos del amor. Siempre por necesidad y hambre. No importaba que mi billetera estuviera flaca como su cuerpo usado para poder escaparnos un poco de la vida ordinaria hacia un cuarto con gusto a bosque en spray. Dejó su trabajo de lado y por pasión al arte trocamos nuestra intimidad en 30 minutos. Traté de no pensar en los peritos que habían estudiado su cuerpo hacía unas horas y en no preguntarme si los besos que exprimían mi cuello eran por rutina o por placer. Me entregué a su experiencia cruda, inmadura, a sus 24 años y a los miles de paisajes humanos de primera necesidad que cargaba en su tersa espalda. La escena del crimen, inmaculada, sin huellas, sin escollos; su núcleo volcánico activo, suave, con culpa, me pedía perdón y yo la redimía mientras acariciaba su pelo largo con la delicadeza de algo que se rompe. Pecamos juntos, discutimos con las instituciones, nos revelamos ante el dios dinero, porfiamos al mercado y destrozamos el sistema aunque sea por un instante. Nos escapamos para luego regresar a la soledad. Volvió a ponerse ese traje fácil de sacar y se despidió con un beso que esquivé. Corrí despavorido, como perdido, hacia la naturaleza difunta, al espacio cementoso, los autos, el esmog, la gente, lo conocido, lo establecido, las pequeñas muertes diarias. Me llevé su historia perfumada como bálsamo en mi garganta. Tomé el subte y con insolencia miré a cada persona que se encontraba en el vagón buscando un poco de su misericordia pero todos tenían los ojos dormidos. “Nunca es un día más en la ciudad de los corazones vagabundos” me escribió junto a su número de teléfono en un papel que estrujé y tiré por la ventana. Debo decir que a Yamila no la volví a ver, pero me encuentro a Libertad todas las mañanas.

 

Autor: Jorge Sebastián Comadina

Obra: Este relato pertenece al libro editado a partir del blog El Marginal en 2015

Jorge Sebastián Comadina

Nacido en 1986 en Monte Grande pero criado en La Tablada. Periodista y Licenciado en Comunicación Social egresado de la Universidad Nacional de La Matanza. Fue director de la Revista Filo (2005-2011), trabajó en radio, medios gráficos y actualmente lo hace en Televisión. Autor del blog “El Marginal” desde 2012 editado en formato de libro en el año 2015.

Imagen aportada por el autor del texto

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