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Somos un amasijo de flores secas…


Minia me mira y traga con cara rancia. El vitel toné me salió horrible, pero Minia nunca se queja. Menos en el último período, en el que dicen que en breve el sol va a estallar y que va a tragarse la tierra y nos vamos a morir. “Feliz Navidad” me dice; levanta la copa y toma su Sidracola, como quien se traga la resignación. Yo ya fui a terapia para resolver el tema del pánico a la muerte. Me limpió la psiquis y estoy más deseoso de morir que nunca. “Quizás sea nuestra última Navidad”, levanto yo la copa y hago un esfuerzo por tomar. Minia estira el brazo y me acaricia la nuca. A ella nunca le funciona el psicoanálisis, no cree en eso, quizás por eso esté tan relajada, y se sirve un poco más de Sidracola para pasar el vitel toné, grumoso y seco como las flores que somos.

Cuestión que levanté los platos de vitel toné a medio comer y corté el pan dulce de cola. Compré el más caro que encontré: triple cantidad de burbujas. Minia, como una nena, mete los dedos en el pan dulce y saca las burbujas de a una y se las lleva a la boca. “No seas chancha” le digo, pero ella sonríe y sigue. Se enchastra las manos de destilado negro de burbuja, le chupo los dedos, peleamos por sus dedos, ella también se los chupa, nos reímos, la invito a fornicar como es la tradición navideña. Ella dice que falta para las 12. Yo le digo que es lo mismo. Ella me dice que me acuerde en la Navidad del 44, que estábamos todos alrededor de la mesa, y que sus padres fornicaron antes de las 12 y nueve meses después su hermano Maurinio salió mogólico. Yo le digo que esas son chocheras de vieja chocha, que no invente. Minia odia mi escepticismo místico. Yo odio su escepticismo social. Miro el reloj, faltan tres horas para las 12, pero voy a la pieza, busco los cascos de fornicación y los dejo sobre el sillón para ver si la tiento.

Hace muchos años que festejamos solos la Navidad. Solos de toda soledad. Minia apaga la pared y nos perdemos todos los saludos y las fotos de los amigos que suben al muro. Ni siquiera la quiere prender después de las 12 por lo que nos perdemos los fuegos artificiales de led.

Apenas pasadas las 12 nos ponemos el casco y fornicamos tres minutos: ella desde el balcón, mientras fuma su permitido del día, y yo, desde el sillón. Todavía con el casco puesto, le pido que no se tome la pastilla. Ella me dice que para qué quiero un hijo si el mundo va a explotar. Yo le digo que el mundo siempre puede explotar, pero que no por eso la humanidad dejó de tener hijos. Ella me dice que por eso, que mejor ni tenerlos para después estar llorándolos. Le digo que vamos a estar muertos y no vamos a poder llorarlos. Me dice que si ni llorar a los hijos podemos, para qué vamos a tenerlos, y se toma la pastilla. Siempre lo mismo con Minia. Le digo que voy a buscar hijos con otras mujeres. Ella se ríe con su carcajada de dientes hermosos. La quiero mucho.

“Además, cuando me muera, voy a resurgir en forma de polvo de estrella, en otra galaxia”, me dice después de un rato de silencio. Yo ya prendí la pared, estoy viendo a los amigos y las fotos de sus cenas navideñas. Pienso en mi vitel toné que sabía horrible, pero se veía bastante bien… Minia no me dejó sacarle una foto, dice que es estúpido eso, pero yo ahora temo que mis amigos piensen que no comí y ya empiezo a sentir hambre de nuevo. Voy al congelador y escucho hablar a Minia mientras cazo alcaparras con el tenedor.

“Cuando explote el sol no va a sobrevivir nada de esta galaxia, así que me voy a otra.”

“¿Y me vas a dejar solo?”

“Sí, porque vos no crees en nada.”

“Yo sí que creo.”

Es mentira, yo no creo en nada. De hecho, apenas creo en la muerte. Si no lo veo, no lo creo, y como nunca vi un muerto, no sé. Los barren rápido, los creman en segundos y enseguida la pared publica comentarios que imitan el lenguaje del difunto, o fotomontajes. A veces el muerto resulta más interesante de muerto que en vida: mi abuelo, dicen, se murió y al otro día estaba en las Cataratas Secas del Iguazú. Me acuerdo que cuando vi las fotos, le pedí información sobre hoteles porque queríamos ir con Minia, y él me pasó un listado exhaustivo y me recomendó algunas ofertas de avión.

“Así que nos vamos a morir” digo algo escéptico, y tomo Sidracola del pico. Sigo cenando parado, con la puerta de la heladera abierta.

“Sí”, responde Minia que pone el lavaplatos a funcionar. “Como Jesús”.

“Como Jesús” repito, pero no sé de qué habla. Minia se da cuenta.

“En Navidad festejamos la muerte de Jesús, ¿te acordás?”.

Algo me suena. Jesús, un jerarca nazi, un esclavista famoso, un demente que quemó una ciudad… algo así. Él sí que está bien muerto, la pared no habla sobre Jesús.

“Bailemos sobre su tumba” le digo a Minia. Ella se ríe.

“Dale”.

 

Autora: Eva Bis

Que conste que Eva Bis no disfruta de escribir "biografías", así que espera sepan comprender por qué este breve texto resulta tan poco interesante. No es que su vida sea poco interesante: su biografía lo es, y esas son dos cosas muy distintas. Aunque generalmente las biografías tienen más picante que las vidas relatadas, porque las palabras hacen magia... Las palabras nombran al mundo y lo crean. Bueno, no es su caso: Eva Bis nació en Buenos Aires, es profesora de Lengua y Literatura y le gusta escribir, leer, los gatos y la sandía. Entre otras cosas.

Blog: venganza-porcina.blogspot.com

Facebook: Eva Pangea

Imagen de Van Gogh

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