La Nada y la Furia
Era martes. Un martes a la mañana. Una mañana común de cualquier martes.
Yo le había dicho infinidad de veces que parara. No me escuchó ese día ni los anteriores. En general no me escuchaba nunca.
Cuando éramos novios ya me había dado cuenta que no tenía ningún interés en lo que le decía, pero no me había parecido grave porque en realidad yo tampoco tenía mucho interés en lo que decía, me interesaba más lo que decía él.
Me deslumbraba en general cualquier gesto que hiciera o anécdota que contara, más aún si se dirigía a mí, lo cual no ocurría con mucha frecuencia pero cuando sorprendentemente sucedía, era como que el cielo se llenara de música, las estrellas bailaran y el mundo tuviera sentido. Como dije, eso no sucedía muy a menudo, por lo cual el mundo en general, no tenía para mi mucho sentido. Tenía el sentido de los que esperan inútilmente la nada y hacen de los sueños su lugar más confortable. De los que alternan su existencia entre el desierto y la estepa.
Mi existencia era entonces eso. Un lugar sin nombre entre el gris y el gris.
A veces era desierto porque entre marañas de seca arena, me cosía a golpes. Otras veces era estepa, porque a pesar de mi transformación en punching-ball, de repente surgía algo así como un pastito diminuto y verde, él me miraba de nuevo y yo cobraba forma humana otra vez. Después de un rato volvía el desierto y yo a ser un punching-ball.
No es que realmente creyera que la cosa estaba bien, es simplemente que no sabía cómo cambiar la situación. Había algo en mi mente arraigado como una garrapata gigante que me chupaba la sangre y la voluntad, una inercia sedada e involuntaria. Un gusano viscoso que se arrastraba desde mi ser hacia el resto del mundo, que justificaba y ordenaba dentro de mi cerebro el significado de las cosas. El vínculo entre mi pequeña persona y el exterior estaba hecho de ruidos y cables rotos que yo no conseguía conectar; el exterior por su parte, me había descartado hacía ya tiempo.
Yo era una persona cuya única conexión con el resto de la humanidad era un sádico hijo de puta.
Si pudiera contar la cantidad de veces que me pregunté por qué las mujeres necesitamos tanto sentirnos bellas y amadas… Pero no puedo porque son incontables. Las mujeres necesitamos eso más que el aire y que el agua. Una mirada de deseo. Por una mirada de deseo una vez cada tanto te entrego mis años de verdes pastos para que me los conviertas en desiertos. Peor aún, ni siquiera una mirada de deseo, una mirada cualquiera, una mirada de mierda la mayoría de las veces, una mirada lasciva y pajera que prescinde de mí totalmente para existir, que puede estar destinada a lo que sea que se mueva o se quede quieto.
Él era un él de los que existen miles. No escribo su nombre porque no hace falta. Era (o es) un hombre más de esos que la naturaleza vomita y de los que abundan, que no tienen nada de especial ni de valioso, y por eso mismo cuando miro lo sucedido en perspectiva me resulta increíble haber estado bajo ese yugo durante tanto tiempo.
Primero fue mi novio. Un día nos fuimos a vivir juntos. Antes de la convivencia varias veces me había cruzado la cara de una cachetada pero siempre yo esperaba que se calme para seguir con la vida como si nada. Nunca se disculpó como muestran en las películas, ni una vez. No le era necesario, sabía que no me iba a ir, no tenía a dónde.
Después de un tiempo perdió el trabajo que tenía en una empresa de mudanzas y con el mío de limpieza en el hospital, no podíamos pagar la pieza en la que vivíamos. No lo pensó dos veces, la solución se encontraba, obviamente y sin más vueltas, en mi entrepierna.
Cuando llegó esa noche con un vestido y ropa interior para mí creí que algún milagro había sucedido y que mis oraciones de mujer carente de amor en algún lugar se habían escuchado. Pero no. No se habían escuchado en ninguna parte. La carencia de amor parece que no tiene oficina específica en el lugar donde van las plegarias, o por lo menos empezaba a enterarme que no funciona así el nexo entre lo espiritual y la vida de los mortales.
Me lo explicó lo mejor que pudo tratando de ser convincente y de no ponerse violento. No nos quedaba alternativa, yo tendría que ponerle el cuerpo porque lo necesitábamos ¿de qué otra forma podríamos cubrir los gastos?
Me quedé sentada sobre la cama mirando el vestido y la ropa interior. Quise llorar pero no pude. En el fondo, a pesar de todo lo malo que pudiera parecer, en mi desierto gris no había lugar para la pena. Después de un rato de pensarlo y hacerme la idea, mientras él jugaba con un cigarrillo dándole golpecitos a la mesa y se empinaba un vaso de vino, me fui al baño que quedaba al final del pasillo y que compartíamos con los otros diez cuartos del piso dos de la pensión El Ángel, me di una ducha y me puse con cuidado mi nuevo disfraz.
Volví al cuarto en chancletas y vestido y le dije que faltaban los zapatos. Me miró como si fuera la primera vez que me veía. Esa mirada, en ese momento, me hizo creer -estúpidamente, una vez más- que el mundo tenía sentido. Pero no, no lo tenía.
Me metió la mano por debajo del vestido y sellamos la noche con él como mi primer cliente, su paga fue un par de zapatos.
Al día siguiente, al fin de la tarde cuando las luces de los autos empiezan a encenderse y la ciudad entra en ese trance azul celeste, fui hacia el baño del final del pasillo nuevamente. Era el primer día de una rutina que se arrastraría por un tiempo largo pero no mensurable, no medible, un tiempo que me arrastró de fauces al subsuelo de una forma atroz, dejó mi alma encarcelada más allá de todo lo conocido e hizo de mí un ser que apestaba a humanidad.
Me dirigí con paso lento hacia la esquina que él me había dicho que tenía que ir. Aparentemente ya tenía todo solucionado en el lugar, sabía que era un hervidero de clientes y no sé si habrá hablado con alguien o no, pero la cuestión es que nadie se acercó a molestarme, ni las otras chicas ni los tipos que paraban por ahí.
Me paré en la esquina como si supera lo que hacía. Instintivamente me pareció que mostrar inseguridad sólo empeoraría las cosas y por otro lado, mucho más miedo me daba volver a la pieza sin plata que cualquier otra cosa que me pudiera pasar. En mi cabeza el máximo mal posible era aquel con el cual convivía y al cual me sentía atada sin remedio.
El primer cliente que tuve fue un bajito de pelo bien lacio y como pegado al cráneo, un pelo marrón y grasoso. Miraba para todos lados como nervioso y se frotaba las manos sin parar mientras se pasaba la lengua repetidamente por los labios finitos. No fue especialmente descortés y se notaba que hacía rato que necesitaba una mujer. Fue rápido.
Le dije lo que él me dijo que dijera, cobré lo que él me dijo que cobrara y fui al hotel donde él me había dicho que tenía que ir.
Cuando se fue me metí en la ducha y traté de sentir algo, de llorar, de encontrar la necesidad de sacarme el olor a ese hombre extraño, de sentir rabia de la puta vida… No pude nada de eso. Lo único que pude hacer de verdad fue bañarme rápido para salir a la calle a cazar a uno más y tratar de volver con plata a la pieza para ver el destello en esos ojos que tanto me enloquecían. Era más la necesidad de esos ojos, del destello de esos ojos, que el miedo a esas manos, que el dolor de los insultos, que las patadas en las costillas cuando ya estaba tirada en el suelo pidiendo a gritos que pare.
Cacé varios más esa noche. No sabía si había alcanzado un buen promedio o no pero ya tenía para pagar el alquiler y un poco más así que cuando el cielo se volvió más claro y las luces de los autos empezaban a perderse y a hacerse innecesarias, enfilé hacía la pensión.
Cuando llegué él dormía. Dejé el mazo de billetes sobre la mesita que teníamos y me acosté a su lado. Me desmayé de cansancio.
Unas horas más tarde, ya bien entrado el día, me despertó con el mate hecho. Eso nunca había sucedido, fue la primera vez que me esperaba él con el mate hecho. En general me mandaba a salir de la cama y que se lo prepara yo.
En ese momento me pareció que todo el trabajo de la noche anterior había valido la pena, fue dulce conmigo y hasta compró facturas.
No hablamos del tema de la plata ni de su procedencia, se dio un pacto de silencio tácito. Pero a diferencia del resto de las mañanas de nuestra vida en común, hablamos. Me habló de lo mala mujer que era la del tipo del bar donde se pasaba las tardes, del resultado de la lotería y algo sobre los dueños de la pensión que no recuerdo. Quien hubiera entrado en ese momento hubiera visto una pareja normal desayunando en un día rutinario cualquiera. Para mí fue el primer día en el que él me trató como gente.
Paradójicamente a lo que pudiera parecer, ese plan macabro que él había trazado, fue mi salvación. No es que él fuera un ser inteligentísimo capaz de trazar planes magistrales, pero tenía un instinto animal que lo hacía actuar con una precisión exacta cuando se trataba de tener una presa atrapada bajo sus garras. En algún lugar de su ser despiadado, sabía que ese buen trato matutino sería lo que me haría regresar cada madrugada y apoyar el mazo de billetes jugosos en la mesita. Sabía que yo necesitaba de su aprobación más que de cualquier otra cosa en este universo y se encargaría con premura de mantener en mí viva la esperanza de conseguirla.
Se siguió una rutina de mañanas con mate y facturas o pan con mermelada, unas tardes insoportables de insultos (ya no tantos golpes para no dejarme marcada y perder su rendimiento diario), unos atardeceres de dale apurate no llegues tarde y unas noches mías y solitarias, llenas de gente y de clientes mal olientes.
Digo que el plan de él fue lo que me salvó porque mientras duraban esas pocas horas del día en que era amable conmigo, se encendió algo que pensé que estaba muerto. Me hizo revivir las mañanas en la casa de mi abuela cuando me despertaba con mate dulce y criollitas y el aroma a los tilos en flor me transportaban al más allá.
Eso había sucedido hacía siglos, estaba tan lejos de mí que no podía recordar su cara. Ella murió cuando tenía doce años y yo sentí que me quedé sola en el mundo.
Papá nunca tuve, mi mamá se iba a trabajar durante la semana a una casa de familia y volvía los sábados después del mediodía y yo vivía con mi abuela. Cuando ella falleció, yo seguí con mi vida. Iba al colegio sola, me preparaba la comida sola, me ocupaba de las tareas del hogar sola y cuando mi mamá llegaba los sábados nos sentábamos un ratito a charlar en el patio pero después había que hacer las compras para toda la semana, limpiar lo que yo todavía no sabía limpiar y sobre todo dormir, porque ella siempre estaba muy cansada.
Me costaba en ese momento entender por qué estaba tan cansada, con el tiempo entendí que la vida cansa. Que seguramente era el trabajo en sí pero también debía serlo el estar en una casa que no es la de uno, vivir lejos de su hija, y que tal vez la propia angustia de no poder estar cerca mío la hayan llevado a que nos costara relacionarnos, a que su cáscara dura se hiciera cada vez más dura y la mía se engrosara también, cada vez más.
Tuve una buena madre, era parca pero me quería y vivía para mí. Tuve una buena abuela, con la ternura que se permiten quienes han pasado la vida luchando contra la miseria y que por sus armas desiguales, nunca vencen. Fue una infancia corta y dura, pero no infeliz. Tenía la felicidad de saber que las dos mujeres que constituían mi familia, me veían como el tesoro más precioso del mundo.
Cuando cumplí los dieciséis los patrones de mi madre se mudaron al sur y quisieron que ella se fuera con ellos. No tuvimos muchas opciones, yo estaba en la secundaria y nunca había trabajado todavía, entonces ella se fue al Sur. Abrimos una cuenta en el banco y me hacía depósitos todos los meses para que yo pudiera vivir y no tuviera necesidad de dejar el colegio. Así que en un principio fue así, de lunes a viernes iba al colegio y los sábados, por la costumbre y el recuerdo, me sentaba en el patio a esperar a alguien que sabía que no vendría.
El primer sábado que ella no vino fue la última vez que lloré en muchísimos años. Me sentaba un rato en el patio y después entraba y prendía la tele. A veces ella me llamaba por teléfono y charlábamos un poco de cómo iban las cosas y hacíamos planes para cuando viniera de vacaciones a Buenos Aires.
Después de algunas semanas de esa nueva realidad, decidí empezar a salir.
Como dije, tenía dieciséis años, estaba en cuarto del secundario y era una buena alumna. No tenía muchas amigas pero en clase me llevaba bien con todos, solamente no tenía la costumbre de encontrarme con las chicas fuera del horario escolar.
Como yo sabía que ellas se juntaban los fines de semana para ir a bailar o conocer chicos, les dije que el próximo viernes a la noche quería salir con ellas. Al principio me miraron como si no se hubieran dado cuenta de que yo no había ido nunca, porque como en el colegio éramos todas tan unidas, les parecía raro que en realidad no participara de las actividades sociales; así que así fue.
Ese viernes comenzó mi vida fuera de las paredes de mi triste, solitaria y segura casa.
No pasó nada extraordinario. Salimos, tomamos un poco, conocimos gente y volvimos al barrio cerca del amanecer. La semana siguiente y las próximas siguieron iguales.
En agosto mi mamá llego de visita. Habían pasado cuatro meses desde que se había ido y sin embargo me pareció que tenía diez años más, a ella debe haberle pasado lo mismo porque me miro y me dijo – ¡Margarita, estás hecha una mujer!- Yo me sonreí porque a esa edad a uno le da un poco de pudor que las madres reconozcan que ya no somos niñas.
Pasamos las dos semanas más felices de mi vida. Como ella no venía los fines de semana, trabajaba más, y para llevársela al Sur también le habían aumentado el sueldo, entonces teníamos plata para hacer cosas que casi nunca podíamos, fuimos al cine, comimos pizza y me compró algo de ropa, pero lo mejor de todo fue que caminamos muchísimo, como amigas antiguas que hablan de la vida y de las cosas más comunes con total entusiasmo.
Dos semanas duró ese regocijo del alma y el vacío hueco que dejó su ausencia fue mi lápida.
Cuando ella se fue empecé a salir más y más, ya no esperaba que fuera fin de semana. Me había hecho amiga de otros chicos y chicas del barrio y empezaba a ver que había otra cosa además del estudio y de portarse bien. Esa época fue una sombra fugaz, la verdadera noche se desprendió de ahí como una espina sucia y dura.
Estábamos una noche tomando unas cervecitas en la esquina y hacía frio. Debía ser principios de septiembre. Fue esa noche que lo conocí a él. Se acercó a mí haciéndose el lindo. A mí al principio no me había gustado mucho, pero como me insistió hablándome al oído y acariciándome el pelo, al final cedí, y lo dejé que me besara. Ese fue mi primer beso. Ese fue mi primer todo. En la esquina del kiosco del Toto, debajo de los jacarandás pelados, en mi barrio de casitas pobres, le regalé mi primer beso a alguien a quien nunca había visto y que se transformaría en mi verdugo sin pagar ningún precio por ello.
Después de un rato de besarnos me acompañó hasta mi casa, y como no había nadie, entró y pasó lo que tenía que pasar. Dejé mi virginidad en las sábanas de florcitas que mi mamá me había regalado. Después de eso se fue y yo me acosté a dormir. Al otro día no fui al colegio, era la primera vez en el año que faltaba.
Esa misma noche volvió y siguió viniendo a buscar lo que -no sé porque- se había convencido de que era suyo y le pertenecía por derecho. Después empezó a venir más temprano hasta que llegó el momento en el que venía todo el día y no hacíamos nada, sólo nos quedábamos ahí, mirando la tele en la cama y haciendo lo único que a él le interesaba hacer. Para ese entonces ya me había convencido que dejara el colegio y que mis amigas eran una mala influencia. Después de eso no quiso que hable más con mi mamá. Para mí eso fue difícil porque la casa era de ella y cuando volviera en febrero, que serían sus próximas vacaciones, la cosa se iba a complicar. Así que se lo dije y él consiguió trabajo en la compañía de mudanzas y me dijo que había conseguido un trabajo para mí con una amiga de la mamá de él de limpieza en un hospital y nos mudamos a la pensión donde vivimos los próximos cinco o seis años antes de mudarnos a la de El Ángel.
Lo de no ver a mi madre no me resultó fácil. Le había dejado una nota sobre la mesa y la casa cerrada, cuando llegó no quiero imaginarme su angustia y su bronca. Pero no pude elegir, mi alma se encontraba en un estado de sequedad tal, que aunque todos los atributos de la razón me dijeran que ella estaba trabajando y que lo hacía para mí, yo sólo podía ver lo sola que me sentía y el infierno que era el silencio de la casa, de las noches y los días; y que ese alguien que ahora tenía a mi lado me necesitaba aunque sea para sacarse la calentura, y eso me bastaba.
El mal trato nació en el mismo comienzo de la relación, pero juro que no me importó. No me importaba nada, sólo quería algo que llenara mi vacío atroz. Él lo debe haber percibido desde que me vio en la esquina del kiosco del Toto, yo era muy joven y honesta, no había aprendido cuán necesario es no mostrarse. Era el blanco perfecto para cualquier lobo hambriento; me tocó ese hombre, me podría haber tocado cualquier otro que hubiera venido a hablarme al oído de esa forma.
A la pensión de El Ángel nos mudamos después que nos echaran de la otra porque en una de sus golpizas me tiró por las escaleras y al dueño le dio miedo que me matara y le cerraran el negocio. Por lo que yo, casi sin poder moverme por los moretones -y calculo que debo haber tenido alguna costilla rota, no lo sé porque no fui al médico-, tuve que cargar dos valijas pesadísimas por las calles de Constitución hasta la nueva pieza. Después que dejé las valijas, me fui a trabajar.
Como trabajaba en un hospital había visto muchas veces mujeres golpeadas como yo que iban a hacerse atender. Yo nunca me hice ver. No quería escuchar lo que me imaginaba que me dirían.
Después de las noches en las que empecé a prostituirme por dinero y las mañanas en las que me trataba mejor que el resto del tiempo, como dije antes, algo en mí renació. Me acordé que existía algo parecido a la ternura dentro de mí y que algún día alguien me había amado. Una de esas personas que me habían amado era mi madre, que a diferencia de mi abuela, todavía estaba viva y que hacía más de ocho años que no veía.
No pensé si me daría vergüenza que ella supiera de mi nueva realidad y mi nuevo oficio, solamente sentí otra vez el mismo hueco de vacío olvidado que hacía años venía tapando con cenizas.
Pensar en irme de buena manera era algo imposible. Él no aceptaría que su sustento diario lo abandonara. De repente y como un balde de agua helada la realidad me cayó de golpe y vi y entendí todo. Podría decirse que fue una epifanía moral. Me vi. Vi ocho años de mí que en ocho años no quise o no pude ver.
Tuve un recuento exhaustivo de humillaciones, de engaños y malos tratos. Me vi una y mil veces en las peores situaciones imaginables rogando por mi vida. Y por primera vez en más de ocho años, lloré. Pero no lloré de tristeza, lloré de rabia, una rabia tan autentica que nada en este mundo ni fuera de él, sería capaz de detener.
Nada, sin embargo, en mi semblante mudó. Esa noche me puse el vestido y salí a la calle.
Tenía que construir una forma de no salir perdiendo. Invertí ocho años de mi vida en ser punching-ball de alguien que no se iba a llevar de arriba el haberme destrozado, el haber utilizado este pobre cuerpo de muñeca inflable y este corazón de escupidera.
Tenía veinticuatro años y no tenía sed de venganza sino de justicia, una justicia que no podía operar de otro modo que por mano propia. Esa mano estaba al final de mi brazo.
Cuando llegué a mi esquina decidí que ese, mi nuevo oficio, sería también mi salvación. Así que esa noche en vez de facturar los clientes de siempre, facturé dos más en el mismo tiempo. De esos dos de más que hice guardé la ganancia en un bolsillo falso que le había cosido a la cartera. Al día siguiente cuando él salió a tomar o a estar con otras mujeres, o andá a saber qué era lo que hacía por ahí, encontré un escondite en la pieza, atrás de la cama, abajo, en una tabla medio floja del piso.
Pero cuando volvió empecé a sentir miedo, conocía su instinto, no iba a tardar mucho en darse cuenta que algo en mi había cambiado.
Sin embargo yo merecía salvarme, esencialmente porque yo era yo y el universo había invertido millones de años de historia en mí y en las tipas de mi clase.
Entonces me deshice de la idea del dinero. No era dinero lo que yo quería sino verlo humillado y pidiendo por su vida. No lo quería muerto, lo quería pisoteado y con vida suficiente para poder sufrirlo por un largo y doloroso tiempo. Así que cambié el plan.
A la mañana siguiente le dije que necesitaba plata para comprar más maquillaje para estar más linda y conseguir clientes mejores, que pagaran más. Me miró raro pero traté de convencerlo de que podía sacar la misma plata con dos o tres clientes menos que pagaran mejor o que sino, podía sacar más plata con la misma cantidad que venía haciendo. Eso le gustó.
Con un tipo que paraba cerca de mi esquina, un dealer que siempre estaba por ahí y nos habíamos hecho medio amigos, compré unas pastillas que podían dormir a un caballo, y en la farmacia compré maquillaje barato como para engañarlo si me preguntaba algo de la plata.
A la mañana siguiente cuando se despertó, en vez de encontrarme dormida, se encontró con un café con leche y facturas servidos para él. Le comenté que realmente las ganancias habían aumentado un poco la noche anterior así que podíamos festejar. Me miró de reojo, pero siguiendo con su plan de no agresión matutina, se quedó en el molde y tomó y comió todo sin chistar. Por supuesto que en un ratito cayó redondo. Le había dado una dosis como para que durmiera un día entero.
Ese fue el martes de mañana.
Cuando lo vi tendido no supe bien qué hacer pero no tuve ninguna duda que en él se concentraban todos los hijos de puta de su clase y que mi misión sagrada en ese momento era hacer justicia, una justicia que sirva de lección a todos ellos.
Me lo tomé con calma. Giré varias veces alrededor de su cuerpo tendido tratando de no perderme en la ira que me provocaba cada una de las imágenes de miedo, terror y humillación que venían a mi mente cuando lo miraba. De todos estos años de sometimiento y vergüenza.
Finalmente me decidí. Agarré el cuchillo de cortar carne bien afilado y le revené sus genitales, pene y testículos, todo. La sangré que salía no me asustó ni me asqueó, tenía una dosis de anestesia general con la que había aprendido a convivir. Lo di vuelta y le puse el propio pene en el ano.
Busqué las ganancias de la noche anterior y lo poquito que había guardado debajo de la tablita que estaba atrás de la cama y me fui.
Como no estaba segura cuánto tiempo podía vivir con eso sangrando me fui hasta Buequebús en taxi y de ahí mismo llamé al 911, después compré pasaje para el próximo barco.
Bajo ninguna circunstancia quería que muriera. Necesitaba que viva así los próximos cincuenta años, quería que se despierte y los enfermeros le cuenten cómo lo habían encontrado, con su pene en el ano y que esa imagen lo atormente día y noche durante mucho tiempo, mientras que con su forzada y perpetua castidad tendría que tolerar vivir una vida de deseos insatisfechos y torturantes.
Cuando llegué a Montevideo llamé a mi mamá. Sorprendentemente estaba en su casa. Apenas atendió y escuchó mi voz se quebró en llantos. Le dije que necesitaba verla y que se tomara el próximo barco hasta la costa uruguaya.
Los pobres no podemos huir muy lejos, pero fuera del país me sentía a salvo. No sabía si me denunciarían a la policía o no, ni siquiera sabía si él realmente había sobrevivido a la hemorragia. Esperaba que sí y que al día siguiente la noticia saliera en el diario para que les sirva de lección a todos esos proxenetas y machitos de mierda.
La plata que me había llevado me alcanzó para pagar una semana en una pensión en Montevideo y mi mamá se quedó conmigo.
Fue una semana maravillosa, nos contamos lo que en ocho años de silencio no supimos la una de la otra. Y yo le conté todo, el miedo, los golpes, la prostitución… todo. Con miedo, con vergüenza con ganas de que me perdone por haberla dejado por todo ese tiempo. Pero entonces pasó algo que no me esperaba. Ella, que para mí era sólo eso, una madre, me reveló algo que no sabía.
Hace veintitrés años, cuando yo tenía un poco más de un año y medio, el hombre que fue mi padre, le dio una paliza colosal. Era una paliza más entre tantas palizas, pero hubo una diferencia, esa vez estaba yo y él la amenazó con matarme. Ella esperó que se durmiera y me llevó lejos, nos fuimos a Buenos Aires y nunca más supimos de él. Mi abuela un tiempo después dejó todo para seguirnos y que no estuviéramos solas, para poder cuidar de mí y que mi mamá pudiera trabajar.
Ahí empezó nuestra vida en la gran ciudad, lejos de todo lo que ella había conocido en su provincia de Andes y aire fresco.
Fueron bellas tardes de charla en la rambla de Montevideo porque aprendí que vengo de un linaje de guerreras, que la vida es un lugar ancho y con espacio para todo, para cambiar de rumbo cada vez que lo consideremos necesario, y que empezar de nuevo es difícil pero vale la pena; que es posible que existan otro tipo de hombres y no sólo hombres de mierda, pero sobre todo, que no es su mirada la que le da sentido al mundo, sino la mía.
Texto extraído del libro Danzando entre la Nada y la Furia publicado por Ediciones Frenéticos Danzantes
Autora: Marina Klein
Soy autora de De Fauces al Subsuelo y de Danzando entre la Nada y la Furia, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.
Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura y estudio para los últimos finales que me quedan para obtener la licenciatura en sociología.
Facebook: Marina Klein
Twitter: @Marina_Kle
Imagen de Andre Masson