La nena
Ya se le empieza a notar la panza. No puede seguir ocultándola bajo camisas holgadas y buzos tres talles más grandes. Las vecinas hablan en los pasillos. Que es una nena, dicen. Que bastante puta la nena. Que qué dirán sus padres. Que si sabrá quién es el padre. Cuando la ven venir, fingen hablar de cualquier otra cosa. La nena no tiene más de dieciséis años. Les pasa por al lado sin notarlas. No las escucha. No quiere escuchar a nadie. Tiene puesta la mochila del colegio. Pero no va al colegio. Hace varios días que no va. Prefiere pasar el tiempo fumando en la plaza y leyendo un libro. Prefiere que sus compañeros piensen que tiene broncoespasmos o gripe. Cualquier otra cosa antes que el embarazo. La palabra le molesta. No la pronunció en voz alta ni una sola vez desde que se enteró. No quiere ni imaginarse cuando tenga que hacerlo.
Sus padres no lo saben. Y si lo saben no dicen nada. Casi nunca están en casa. Él es gerente de una empresa de automóviles en microcentro. Trabaja catorce horas al día. Ella no trabaja, pero tampoco está en casa. Los martes y sábados se reúne a tomar el té con sus amigas. Los lunes y viernes va a clases de pilates. Y los miércoles, jueves y domingos, asiste a un curso avanzado de francés.
A la nena tampoco le gusta estar en casa. Le cuesta estar sola. Se aburre. A veces, después del colegio se iba a la casa de Federico. Almorzaban juntos y después cogían. Apenas se hablaban. No tenían mucho que decirse. Ella comía muy rápido. Tragaba el último pedazo de comida, dejaba los cubiertos sobre el plato y se levantaba de la mesa. Se iba desnudando camino a la habitación. La bombacha era lo último que se sacaba. Dejaba toda la ropa tirada en el suelo. Federico no se apuraba en terminar su plato. Comía despacio, y cuando termina, levantaba la mesa. Ponía a remojar todo en la bacha de la cocina. Se desperezaba. Y como un pajarito que va comiendo migas de pan, juntaba la ropa de la nena siguiendo el camino hacia la habitación.
Muchas veces, cuando estaban en la cama, la novia de Federico lo llamaba por teléfono. Él se levantaba de un salto y se encerraba a hablar en el baño. Entonces la nena sabía que tenía que irse. Se vestía con lentitud. A propósito. Dale, le decía él. Que ya viene, y no te puede encontrar acá. Ella se demoraba más. Le divertía la situación. Se imaginaba a la novia golpeando la puerta. Encontrándola a ella de rodillas en la cama usando sólo un collar. La cara de Federico. Las explicaciones que le daría. Se reía en voz baja. De que te reís, le decía. ¿No ves que está llegando? Apurate.
La nena bajaba en el ascensor con la mochila colgada de un hombro. Para cuando llegaba a la planta baja ya se había acomodado la pollera del uniforme y atado el pelo. Saludaba al portero con la mano y abandonaba el edificio.
Una tarde Federico le dice que tienen que hablar. Que es importante. Ella le pide que le ponga el corpiño, que no sabe abrochárselo atrás. Él intenta tocarla lo menos posible. Que ya no pueden verse más, le dice. Que quiere empezar de nuevo con… Que por favor no diga su nombre, le pide la nena. Que había venido a decirle lo mismo. Que había conocido a un chico. Y que hablaban de casarse y de alimentar palomas juntos. Que deje, que el corpiño se lo abrocha sola. Que no pasa nada. Que igual ya se va.
Entonces el evatest le da positivo. Hace ya más de tres meses que no habla con Federico y un mes que no va al colegio. Camina rodeando su edificio a eso de las cinco de la tarde. No lo ve. Tampoco ve a la novia.
Da vueltas en la cama. Ya es demasiado tarde para abortar. Tampoco tiene la plata como para hacerlo. Puede darlo en adopción. No sabe qué hacer. Federico tiene que saberlo, piensa. En algún momento se tiene que enterar. Pero no quiere verlo. Sabe que si lo ve se va a largar a llorar. Y no quiere que la vea llorar. Le manda un mensaje. No le importa si lo lee la novia. Ya no le importa casi nada. El mensaje es crudo. Frío. Conciso. Le escribe que está embarazada. Que si se quiere hacer cargo que venga. Y que si no quiere que no venga. Que a ella le da lo mismo. Que se lo cuenta por obligación. Llora, porque no le da lo mismo. Se queda dormida. Suena el timbre. Se sobresalta. No piensa levantarse a atender. Se siente pegajosa. Se toca la pierna. Toca la sábana. Suena de nuevo el timbre. Federico le grita que le abra, y la nena sostiene una sábana manchada de sangre.
Autora: Camila Alonso
Nazco el día más aburrido del año (domingo) y le corto el desayuno a mi papá. Como soy del ’97 todos en el curso siempre son más grandes que yo. A los cinco años mi mamá me enseña a leer. Y a partir de ahí pido libros para mis cumpleaños. Empiezo natación. Lo dejo. Empiezo básquet. Lo dejo. Crezco y a los once me creo capaz de escribir novelas de ficción románticas y cuentos de terror. A los doce me doy cuenta de que no puedo. Empiezo gimnasia artística. Lo dejo. Empiezo teatro. Lo dejo. A los catorce me ofrecen ir a un taller de literatura y en la segunda clase decido que no quiero dejar de ir nunca más. Pasa un año o dos hasta que encuentro mi estilo y me inclino a escribir cuentos o textos cortos haciendo críticas sociales. También me gusta matar a mis personajes. Termino el secundario y empiezo la facultad. A los 18 participo con un cuento sobre un suicida en un concurso. No gano pero igual mi familia me lleva a comer a Mc Donalds. Sigo escribiendo. Cumplo diecinueve y no tengo ni idea de lo que estoy haciendo, pero sé que quiero seguir haciéndolo.
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Imagen de portada: Luis Otero