top of page

El viejo de allá, el que estaba en el escalón


Esto me pasó hace ya varios años, cuando yo era todavía bastante pibe y empezaba a tener los ojos y los oídos atentos y a prestarle atención a los pequeños detalles del mundo que me circundaba.

Cursaba las últimas materias de la facultad, escribía a veces para algunas revistas y andaba por ahí como cazador de historias.

En ese entonces me encontraba muy seguido, cerca de donde vivía, que por aquel entonces era en San Cristóbal, a un viejito sentado en el escalón de un negocio cerrado. Él iba ahí todas las mañanas en aquella época porque un rayo de sol se colaba entre los edificios y durante un rato ese pedacito de mundo era un lugar cálido y apacible.

Salía de su casa, compraba el pan en la panadería –la misma panadería de siempre en los últimos veinte años, desde que había abierto- y se dirigía hasta su escaloncito. Se sentaba ahí a sentir en la cara los rayos del astro grande y a comer pan de a bocados; manso, tranquilo.

Algunos vecinos cuando pasaban lo saludaban, otros no, pero a él le daba lo mismo. Le gustaba pasar el rato mirando a la gente que caminaba de un lado al otro. A veces venían también las palomas a comer las migas que se le caían y otras veces se arrimaba algún gato a refregarse entre sus piernas.

A mí me gustaba pasar por ahí y verlo, lo saludaba, le preguntaba cómo estaba y después me despedía.

A veces me sentaba unos minutos a la pasada y me contaba cosas con ese acento tan particular que me llevaba un poco a otros lugares y a otras épocas, a otros barrios, a otros países.

Una mañana como tantas pasé por ahí y el viejito ya no estaba.

Pregunté en el barrio después de varios días de no verlo y resulta que el viejito había muerto.

Al principio pensé que qué lástima, que me gustaba hablar con él de vez en cuando; pero al cabo de un tiempo me di cuenta que me pasaba algo más. Me daba la sensación, cada vez que pasaba por su escalón vacío, que un cacho de historia había quedado atrapada en ese lugar, cristalizada, latente.

Como que de algún modo me incomodaba que la vida se cuele de manera tan obscena y sea tragada de forma tan definitiva por la muerte. En un sentido es como que es válido admitir que la gente muera, pero no así las historias. Las historias no deberían morir. Las historias no son de la persona, son universales, son patrimonio de todos, no pueden terminar olvidadas en un cajón y bajo tierra. La gente es parte de la naturaleza del universo y como tal, está sujetas a sus normas, a sus leyes: todo nace y todo muere. Las historias no, las historias son construcciones sociales, nos pertenecen y nos las apropiamos, les otorgamos innumerables sentidos, las enarbolamos como banderas, son las que nos enmarcan, las que nos dan un parámetro de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos gustaría ir.

No me sentí para nada un héroe de causas perdidas, era lo lógico a hacer. Agarré mi libretita de hojas lisas y tapas duras y anduve dando vueltas por el barrio entrevistando gente que lo hubiera conocido para ver qué podía averiguar de su vida.

Nadie sabía mucho de él, más que nada que estaba jubilado hacía ya bastante tiempo y que evidentemente venía de algún país de Europa. Los vecinos sólo decían que era un tipo simpático, que tenía una hija que iba a verlo bastante seguido, que era siempre atento… pero nada más, nadie lo había conocido demasiado.

La casa donde vivía era para mí sólo una puerta de madera en una pared gris.

Un tiempo después logré ponerme en contacto con la hija de la que me habían hablado para que me contara un poco más. Cuando le comenté del proyecto de escribir un artículo sobre su padre al principio le pareció raro pero después que le expliqué las razones se sonrió –o eso creo porque fue por teléfono- y combinamos un día para que me muestre la casa y pueda conocer por dentro los secretos que guardaba la puerta de madera en la pared gris.

Ella, que se llamaba Ema, me acompañó por las habitaciones desiertas y me iba contando cosas como si fuera un tour que a mí me pareció a otro planeta o a otra dimensión donde el tiempo tenía una densidad diferente.

Adentro había tres cuartos, uno era la habitación de él, otro era una especie de depósito de cualquier cosa…

En el tercero nos detuvimos un rato más. Se veía una cama con un acolchado rosa, un velador en una mesita de luz, una repisa blanca llena de libros para jóvenes y un escritorio con una silla.

Todo pertenecía a otra época, tenía otra estética y olía diferente.

Cuando llegamos a ese último cuarto Ema tembló un poco y los ojos se le humedecieron.

-Éste era mi cuarto. Siempre fue mi cuarto hasta que crecí y me fui a hacer la especialización afuera. Cuando volví ya había conocido a mi marido y nunca más vine a vivir acá. Él me dejó todo como estaba por si alguna vez necesitaba un lugar para pensar o para huir. Siempre me decía eso… O por si alguna vez tenía hijos y querían venir a dormir.

-Algunas veces vine a pensar, nunca huí ni tuve hijos.- La voz parecía a punto de quebrarse en cualquier momento pero se mantenía pausada y constante.

No quería romper su trance de recuerdos y de emotividad así que me quedé callado, apoyado en el marco de la puerta y con la mirada en la cama con acolchado rosado.

Me contó como a la pasada que se había ido a hacer unos años de especialización en malaria pero no me dijo dónde ni agregó nada sobre el asunto.

Así nos quedamos un rato, suspendidos en ese aire casi sólido de una casa deshabitada y con las persianas a medio subir. Yo sabía que cada objeto, que cada rincón, que cada utensilio guardaba significados e historias y moría por conocerlos.

Ema me preguntó si quería un té así conversábamos un poco y le dije que sí. Puso a hervir agua en la pava y nos acomodamos en la cocina.

Evidentemente todo seguía en el lugar que había estado siempre, parecía que desde que el viejo Carlos murió nadie había tocado nada y todo permanecía como si él fuera a volver en cualquier momento. Pero sabíamos que no, que Carlos no iba a volver. Sólo que para mí era un hecho más, algo que se trazaba hacia adelante como una crónica a concluir, mientras que para Ema era un dolor agudo en cada parte de su ser.

Ella era una mujer grande, no me atrevo a garabatear su edad por temor a errarle, pero ya tenía varias arrugas y el pelo algo encanecido.

Nos sentamos con las tazas en las manos sobre una mesa de madera con mantel de cuadros azules.

-Vinimos de Viena en el 38. En realidad no fue que vinimos sino que él venía en el mismo barco que venía yo con mi mamá… todavía no era mi papá. –Me quedé callado aunque no entendí bien lo que quería decir, pero quería darle el tiempo a que me lo contara por sí misma.

-Yo tenía tres años y él tenía treinta. Escapábamos de la guerra, aunque todavía no había guerra, olía a guerra. Él era alemán, comunista, militante desde muy chico, antinazi a morir. Había participado con su madre del Levantamiento Espartaquista cuando era un niño en Alemania, había ido a oír hablar a Rosa y a Karl. Siempre me contaba eso, como vivió esos días de revolución. Y cómo después todo se vino abajo…

-¿Y cómo fue a parar a Viena?- suelto mi pregunta curiosa.

-Su padre había muerto en la primera guerra, la Gran Guerra le decían en aquel tiempo. Después que el levantamiento quedó fallido su madre volvió al trabajo que tenía en una fábrica pero al poco tiempo descubrió que tenía tuberculosis y el invierno frío y húmedo la destrozó. Murió unos meses más tarde y él quedó a cargo de una tía que lo detestaba hasta que pudo juntar algo de plata y mudarse a una habitación que compartía con unos amigos.

-Apenas tuvo edad suficiente empezó su militancia en el KPD y vivió los mejores años de la República de Weimar andando por todos lados con la certeza absoluta de que el mundo estaba en sus manos–continuó. -Pero el mundo no estaba en sus manos. Estaba en manos de otros.

-Cuando en el 33 Hitler ganó las elecciones los integrantes del KPD fueron perseguidos, torturados y asesinados… Todos sus amigos se evaporaron tragados por cárceles, por la muerte o por la huida. Parecía que en Berlín no quedaba nadie de sus viejos camaradas.

-Carlos por aquel entonces tenía una novia, parece que muy bonita, que era austríaca y cuando las cosas empezaron a complicarse mucho, decidieron irse a pasar una temporada a Viena a esperar que todo se calme y a seguir su militancia allá. Pero las cosas no se calmaron nada, las cosas empeoraron bastante.

-Después la novia lo dejó– Ema se ríe un poco y sigue-, lo que pasa es que él era muy mujeriego, era militante también del amor libre como le decimos ahora… -acentúa las dos palabras y vuelve a reírse…-. La chica nunca entendió qué quería decir eso de amor libre. Casi ninguna mujer con la que se relacionó lo entendía muy bien.

-La cuestión fue que cuando en el 38 las tropas nazis entraron en Austria, él decide irse otra vez. Pero esta vez, solo. Viene a América en un barco lleno de gente que escapaba de algo que se veía venir como un monstruo gigante, gris y horrible.

-En el barco venía yo con mi mamá. Mi mamá era judía y se había quedado sin trabajo por la prohibición del nuevo gobierno a que las empresas contraten judíos.

-Yo ya no tenía padre, había muerto hacia algunos años pero no sé de qué. En el barco mi madre empezó a escupir sangre y no logró completar la travesía.

-Él ya se había arrimado a mí varias veces para jugar y pasar el rato, habíamos jugado los tres juntos también y nos habíamos divertido. También habían charlado entre ellos bastante, a veces pienso que tal vez se gustaran pero no lo sé... Cuando una mañana desperté y vi que mi mamá no se movía me asusté mucho y corrí a buscarlo. Él me agarró de la mano y fue conmigo. Después de comprobar que estaba muerta se las arregló para no separarse de mí en todo el resto del viaje. Cuando llegamos a Buenos Aires me anotó con su apellido y él cambió su nombre; a partir de ahí se llamó Carlos.

-Desde ese momento fui su hija. Él me contó lo que le acabo de contar del barco y lo poco que sé de mis padres, yo no me acuerdo nada porque era muy chica, sólo recuerdo vagamente algo del perfume de mi madre y de cómo me gustaba recostarme en ella. El resto, cómo salimos de Viena y llegamos hasta el puerto, cómo fue el viaje… De eso no me acuerdo nada de nada. Sí tengo muy presente la mano de él apretando siempre fuerte la mía.- Le salen algunas lágrimas pero igual sonríe de manera muy dulce.

-¿Y cuando llegaron acá cómo hicieron, tenían plata… cómo fue?

-Plata no teníamos. Debíamos tener algún poquito pero sé que casi nada. Apenas llegamos él fue a ver a un amigo alemán que había venido antes y le pidió trabajo. El amigo era relojero y tenía un pequeño taller en el centro. Carlos no sabía nada de relojes pero fue aprendiendo con el tiempo. Al principio fue muy duro, no hablábamos castellano y hacerse entender era un esfuerzo gigantesco, comprar pan o aceite era un triunfo.

-El amigo de la relojería nos consiguió un cuartito muy cerca del Abasto y ahí nos quedamos los primeros años. Yo lo acompañaba al trabajo hasta que pude empezar a ir a la escuela, después todo fue más fácil porque ahí aprendí bien el idioma y con el tiempo él también y pudo abrir su propio negocio.

Ema hace una pausa y toma un poco de té, mira un rato algo que yo no veo en la pared blanca, y continúa.

-Acá no tuvo mucho tiempo de dedicarse a la política porque trabajaba día y noche para mantenernos a los dos, para pagarme los cuadernos, los libros, la ropa… para pagar el alquiler… En fin, desde que llegamos su vida giró en torno a mí, a una niña que conoció en un barco y con la que no tenía ninguna obligación, ninguna responsabilidad. –Ya no lloraba, continuaba con la mirada fija en el vacío y se la veía muy triste.

Después me dio permiso para que husmee un rato por la casa y mire lo que me pareciera.

Curioseé un rato, vagué por los cuartos, miré las fotos en los portarretratos, abrí los armarios pero no quise sacar nada, no quise desacomodar nada ni buscar viejos álbumes. Sólo miré lo que estaba a la vista, me dio pudor la intromisión, meterme en un mundo tan ajeno, tan íntimo y que se me hacía sagrado.

Me di cuenta también que Ema quería dejar todo tal cual para poder volver cuando necesitara aspirar un poco de la presencia de ese padre que la vida le había regalado.

Los libros en los estantes estaban ordenados, había uno en la mesita de luz como si Carlos en cualquier momento fuera a volver para leerlo, era un libro de Zweig pero el título no lo entendí porque estaba en alemán.

La mesita de luz estaba al lado de la cama de una plaza cubierta por una frazada marrón. Además del libro había una foto en un portarretratos; la foto era de Ema y era el único adorno de la habitación, el resto era de una austeridad completa. Un armario empotrado en la pared y las paredes desnudas, nada más.

En la biblioteca del living casi todos los libros estaban en castellano, sólo tenía unos de poesías de Rilke que estaban en idioma original y parecían muy viejos. Se me ocurrió que tal vez los haya traído en aquel viaje, tal vez hubiera estado enamorado y le recordara a alguna mujer… No sé por qué pensé eso pero recuerdo que fue lo que pensé... El de Zweig no, ese era casi nuevo, quizás haya sido un regalo reciente.

Tenía gruesos tomos de teoría política de varios autores, libros de todo tipo, de todas las temáticas. Tenía a Marx, a Gramsci y también a Bakunin, también estaba Emil Zola, había libros sobre el peronismo, sobre las dictaduras latinoamericanas, sobre cocina de la India… Había libros de Borges, de Raymond Chandler y de Rodolfo Walsh... y por supuesto muchos más que no voy a enumerar. Y los libros tenían ese olor de los libros viejos que a mí me obnubila, me transporta, me encanta.

Además en el living había unos sillones grandes y pesados de esos que ya no hay, de épocas que ya no existen y una mesa ratona donde también los únicos objetos eran unas fotos de Ema.

En una de las fotos estaban juntos, abrazados como debajo de una parra, me pareció que podía ser en el patio de atrás que se entreveía desde la cocina, pero no lo sé. Se veían felices y tenían un perro peludo blanco y gris que les saltaba a las piernas. Él estaba sentado en una silla y Ema lo abrazaba desde atrás, el perro estaba entre los dos, parado sobre sus patas traseras, con la cabeza en alto y la lengua afuera. La foto era una foto color de ese color raro que tenían las fotos en los setenta.

Me detuve un rato en ese living pensando cómo habrá sido para él vivir nuestras dictaduras ya sin poder escapar. Quedarse en este país para que su hija pudiera crecer en un lugar, educarse, tener raíces, tener un futuro… Y él que se había rehusado a la opresión en Europa se la tuvo que fumar acá sin poder patalear para cuidar de otra vida que lo necesitaba de forma visceral y completa.

Me acordé de él de nuevo en su escalón, comiendo pan y compartiendo ese pan con las palomas y con los gatos. Me acordé de las pequeñas charlas que manteníamos cuando yo me sentaba un rato a su lado. Ahora todo tenía más sentido. Siempre hablaba de cosas profundas y de la vida, siempre citaba algún autor. Sus recuerdos de paisajes eran sombríos, eran de guerras y de luchas, eran de tristezas y de batallas, de ganas de sacudir al mundo fuerte y con las dos manos.

Sus recuerdos de pronto fueron como mis recuerdos.

Nos despedimos con Ema en la puerta de la casa de Carlos. Le di las gracias por haber compartido conmigo su historia y le prometí mandarle por correo una copia del artículo que pensaba publicar.

Ella se fue caminando lento y me la imaginé con las lágrimas corriendo a chorros por las mejillas.

Yo no sabía todavía cómo era eso de extrañar a alguien para siempre, cómo era esa sensación sin forma y horrible que deja la muerte.

El artículo se publicó un mes después en una revista que ya no existe. Más tarde también lo incluí en una recopilación que hice de crónicas y relatos que todavía se puede encontrar en algunas librerías o en los puestos de libros de las plazas.

Todavía, cada tanto, cuando vuelvo a San Cristóbal por algún motivo, me acuerdo del viejo Carlos y del olor a su casa vacía. También me acuerdo de Ema, de su andar lento después que nos despedimos y de su letra redonda que se me hizo muy dulce en la carta que me mandó cuando recibió la copia de la revista.

 

Texto extraído del libro Danzando entre la Nada y la Furia publicado por Ediciones Frenéticos Danzantes

Autora: Marina Klein

Soy autora de De Fauces al Subsuelo y de Danzando entre la Nada y la Furia, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.

Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura y estudio para los últimos finales que me quedan para obtener la licenciatura en sociología.

Facebook: Marina Klein

Twitter: @Marina_Kle

bottom of page