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Hotline suicida


Foto: Mora Garzón

Que se va a matar, le dice. Que tiene un arsenal de pastillas en el botiquín del baño y que piensa tragárselas todas juntas. Que primero se le va a morir el cerebro y el corazón. Y que después se va a morir ella.

El hombre del centro de asistencia al suicida le dice que no se preocupe. Que la vida es hermosa y que todo le va a ir bien. Que tenga paciencia.

La mujer amenaza con colgar el teléfono. Que no está para pelotudeces, le dice. Que la deje hablar. Que quiere pedirle un favor. Le da la dirección de su casa y le pide que en dos horas mande a la policía. Que a ella nunca nadie la va a visitar. Y que no quiere que el olor de su cuerpo en descomposición moleste a los vecinos. Que es de mala educación.

El hombre tarda en responder. En ese tipo de trabajo no se puede perder tiempo pero no se le ocurre que decir. Mira el reloj de la pared, todavía le falta media hora para que termine su turno. Que cómo se llama, le pregunta. Susana, le contesta ella, pero que ese no es su nombre real, que no le interesa decírselo. Que a alguien tiene que tener, Susana, le dice. Que uno nunca está totalmente solo en el mundo.

Ella habla en voz baja, casi en susurros. Que antes tenía una madre y un novio, dice. Pero que ya no. Que hace tiempo que no. Si fallecieron, le pregunta el hombre. Que no, dice, pero que para ella igual están muertos. Y también casados, y esperando un hijo. O una hija. Que en realidad no le importa. Que si se casó con él fue por capricho. Que nunca lo quiso. Y que su mamá le da lo mismo. Pero que ojalá que el bebé les nazca con problemas, dice. Se ríe, es una risita nerviosa pero sincera.

Que si tiene amigas, le pregunta. Ella suspira. Que no, que ya le dijo que estaba sola. Que se peleó con la única amiga que tenía y que no volvió a verla desde la secundaria. Y que ya nunca más se van a volver a ver. Porque ella sí que se murió. Que quizás esté enterrada a seis metros bajo tierra. O descansando en una urna de mármol. Que en realidad no lo sabe. Que no quiere saberlo.

El hombre le dice que si quiere, que le cuente. Que para eso está. Susana tarda en hablar, más de un minuto. Cuando al fin lo hace le tiembla la voz. Que no hay mucho que contar, le dice. Que de eso, pasaron muchos años. Que a la chica la quería mucho, dice. Que se querían mucho. Que se escapaban del aula para besarse en el descanso de las escaleras. Y que si no podían, esperaban al recreo y se encerraban en el baño del tercer piso. Que los martes después del colegio terminaban desvistiéndose en su casa. Y que a veces caminaban de la mano cuando iban a comprar al supermercado. De nuevo hace una pausa. Traga saliva. Raspa sus uñas a medio pintar contra la superficie de plástico del teléfono. Que un día las cosas se pusieron serias, dice. Que la chica le habló de una vida juntas. De tomar té de durazno en el desayuno. De manteles que hacían juego con el color de las paredes. De cuadros de arte abstracto. De adoptar un perro y ponerle Chaplin. De fumar porro en la terraza. Y de amor. Sí, le habló de amor. Que se rió, le cuenta al hombre. Que le agarró la cara a la pobre chica y la miró fijo a los ojos. Que le dijo que para ella el amor no existía. Que sólo eran amigas. Que se había confundido. Y que era mejor que ya no se vieran. Que la dejó llorando en su cama y se fue, le cuenta. Que no supo de ella hasta que la llamaron por teléfono para contarle lo del accidente. Que le temblaron las piernas, dice. Que si a él no le temblarían las piernas en un momento así. Que no fue al funeral. Que no se arrepiente de eso. No precisamente de eso.

Que no hay mucho más que contar, le dice. Que de eso, pasaron muchos años. Que a la chica la quería mucho. Que se querían mucho.

Que es una historia muy triste, le dice el hombre. Que lo siente mucho por ella. Pero que no se angustie. Que esas cosas están en el pasado. Que hay que seguir adelante. Que si es una mujer religiosa, le pregunta. Que a veces dios puede ser una buena guía espiritual para superar momentos difíciles. Susana se ríe de manera exagerada. Que por favor no siga, le pide. Que no diga estupideces. Que dios no existe. Que no cree en él, ni en buda ni en alá. Que estamos solos, dice. Que nacemos solos y morimos solos.

Que suena como una mujer independiente, dice el hombre. Que le cuente cosas sobre ella, le pide. Que algo bueno tiene que tener Susana.

Que no, que de bueno no tiene nada, dice ella. Pero que le gusta pintar cuadros. Que le gustaba. Que dejó de lado el arte por un trabajo estable, le dice. Que igual renunció hace dos semanas. Suspira. El hombre también suspira. Que seguro que el cambio es para mejor, dice. Que a él le gusta el arte. Que no lo entiende, pero que lo disfruta. Que a veces va a ver muestras culturales. Que a lo mejor, quién sabe, si ella vuelve a pintar, algún día pueda ver sus obras. Se hace una pausa. La pausa más larga hasta ahora en toda la conversación. La mujer llora. Empieza con pequeños sollozos y termina en un llanto incontenible. El hombre le pide que por favor mantenga la calma. Que están juntos en eso, dice. Que hable de lo que le hace mal. Que es más barato que pagar un psicólogo. Susana tarda en calmarse. Inhala y exhala aire muchas veces. Que no va a volver a pintar, le dice. Porque tiene cáncer de hueso y se va a morir en tres meses. Ahora el hombre es quien hace la pausa. Que si siente dolor, le pregunta después de un rato. Que no, responde ella. Que todavía no, pero que no quiere esperar a sentirlo. El hombre se queda mudo. No sabe que decir. Mira el reloj. Su turno terminó hace más de media hora pero no puede ni quiere soltar el teléfono. Ella tampoco habla, pero su respiración indica que todavía sigue del otro lado. El hombre mira el suelo, se mira los zapatos marrones que compró de oferta. Se mira la mano izquierda descansando sobre su pantalón de jean. Mira el cable del teléfono enroscado en su dedo índice y cierra los ojos. Se acuerda de su madre postrada en una camilla de hospital. De sus extremidades deformadas y de sus gritos de dolor. Piensa en Susana, en la voz de Susana. Se la imagina toda flaquita y entubada en la misma camilla. Gritando y alucinando por los calmantes. Más gritando que alucinando. Se muerde la lengua para no decirlo, pero quiere decirlo. Una gota de transpiración le recorre la frente. Tironea del cable enroscado en su dedo. Pega el auricular del teléfono a su boca y mira hacia los costados. Aunque nadie puede oírlo, habla en voz muy baja. Ponuncia las palabras con cuidado. Que. Se. Mate, le dice. Que ya no sufra más. Que agarre el arsenal de pastillas que tiene en el botiquín del baño y que se las trague todas juntas. Que lo haga antes de que sea demasiado tarde, y el dolor no la deje ni pensar. Ella llora. No tenga miedo, Susana, dice el hombre. Que no tiene miedo, le dice ella. Que sólo quería hablar con alguien antes de irse. Que no se olvide de mandar a la policía, le dice. Que muchas gracias por todo. Que hacía rato que nadie era amable con ella. Que adiós. El hombre le pregunta si quiere que se queden hablando hasta que... bueno. Que no, dice ella. Que de nuevo gracias. Pero no corta el teléfono. El hombre tampoco. Primero escucha pasos que se alejan. Una canilla de agua abierta. Un vaso de vidrio chocando contra alguna superficie. Una canilla de agua cerrada. Pasos que se acercan. El desenrosque de un frasco de plástico. Que encuentre la paz, Susana, le dice. Y Susana traga. Tose. El agua le corre por la garganta. El hombre mira el reloj de la pared. Perdió el colectivo que lo lleva de vuelta a su casa. Se encoge de hombros. Saca una lapicera negra del cajón del escritorio. Dibuja un tablero de ta-te-tí en una libreta amarilla. Marca cruz en el centro. Susana traga de nuevo. Su respiración se escucha cada vez más lenta y pausada. El hombre tironea de un hilo que se descosió del bolsillo de su pantalón. Se mira los zapatos de nuevo. Se ata los cordones. Mete la mano en el bolsillo sano y saca un paquete de cigarrillos sin abrir. Saca también un encendedor y los deja sobre la mesa. No se escucha nada del otro lado. Pega el auricular a su oreja. Nada. ¿Susana?, dice. ¿Susana estás ahí? ¿Susana?

Foto: Mora Garzón

 

Autora: Camila Alonso

Nazco el día más aburrido del año (domingo) y le corto el desayuno a mi papá. Como soy del ’97 todos en el curso siempre son más grandes que yo. A los cinco años mi mamá me enseña a leer. Y a partir de ahí pido libros para mis cumpleaños. Empiezo natación. Lo dejo. Empiezo básquet. Lo dejo. Crezco y a los once me creo capaz de escribir novelas de ficción románticas y cuentos de terror. A los doce me doy cuenta de que no puedo. Empiezo gimnasia artística. Lo dejo. Empiezo teatro. Lo dejo. A los catorce me ofrecen ir a un taller de literatura y en la segunda clase decido que no quiero dejar de ir nunca más. Pasa un año o dos hasta que encuentro mi estilo y me inclino a escribir cuentos o textos cortos haciendo críticas sociales. También me gusta matar a mis personajes. Termino el secundario y empiezo la facultad. A los 18 participo con un cuento sobre un suicida en un concurso. No gano pero igual mi familia me lleva a comer a Mc Donalds. Sigo escribiendo. Cumplo diecinueve y no tengo ni idea de lo que estoy haciendo, pero sé que quiero seguir haciéndolo.

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