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Culo sucio

Jairo Lozano

Ok, no nos andemos con falsas intrigas: soy el perro. Sí, el perro. Vamos, no se hagan los sorprendidos o los que son incapaces de poner en suspenso la incredulidad o esas cosas. No invento que los perros hablen o, en mi caso, escriban. Vengo a dar testimonio.

Es que, deberían aceptarlo, nadie los conoce me­jor que nosotros. Al menos, nadie conocía a Violeta mejor que yo. Ni su madre, que en paz descanse, a la que no le contaba cómo se revolcaba en la tierra antes de ir a bañarse. Ni su marido, al que no le confesaba cuánto le gustaba mi lengua áspera en su puto sexo.

Sí, como lo leen. Todos guardan secretos.

Pero es así: nosotros les olemos el culo. ¿Qué se creen? Cuando están distraídos, o cuando no, fíjense que ni siquiera nos importa, les olemos el culo. ¿A qué creen que huele un culo? ¡A culo! ¡A qué carajos va a oler? Con un poco de práctica ustedes también apren­derían a reconocer los matices, el culo de uno, el culo de la otra. No hace falta olfato canino para eso. Pero en el fondo, y en última instancia, un culo huele a culo.

Sus culos cuidaditos no son tan especiales.

Imagínense pobre Violeta el día que se dio cuenta de eso. Ella, tan amante de la limpieza, tan enfermita de la pulcritud. No exagero: habrá estado dos horas con el culo en el bidet.

Se lo fregó con verdadera pasión. Y con bastante jabón también. No tengo dudas de que lo disfrutó. Yo creo que lo de esa jornada fue mi obra maestra. Mirá que hacerse chupar la concha por el perro cuando el marido no está. Yo la quería a Violeta, pero no podía aceptar el papel de esclavo sexual.

Violeta me había criado de cachorro. Me había alimentado, me había dado abrigo. Y yo era feliz ha­ciéndola feliz. Pero también era ella quien había de­cidido, un buen día, cuando ya me había vuelto un pe­rro grande y lanudo, cuando había empezado a dejar pelos y baba en los almohadones del sillón de la sala, cuando se le pegó la manía de exigir a todos andar por la casa con esos ridículos patines de fieltro, cuando fue evidente que yo jamás podría usarlos, que ya no ingresara a la casa.

Desde ese día, sólo me hacía entrar para que le chupara la concha. Tenía una rica concha. Y yo creía que era feliz haciéndola feliz.

Como sea, luego de alcanzar el orgasmo, Violeta me arrojaba otra vez al patio, excitado perro caliente, y se ponía a lustrar el piso de la sala donde mis uñas habían dejado sus marcas, cepillaba mi pelo de los si­llones, incluso de aquellos que no había tocado, cam­biaba las sábanas, se bañaba (dos veces; tres veces).

El desprecio se convirtió en humillación. No pude soportarlo. Afirmé mi ánimo de vengan­za un día que le olí el culo después de uno de esos baños. Ella salió al patio, creo que a encender el lavarropas donde había puesto las sábanas y yo me acerqué a olerle el culo. Nada especial. Sólo cumplir el canino y ancestral ritual de reconocimiento. Pero ella se que­dó de una pieza.

Puedo imaginarlo: “Me quedó el culo sucio”, habrá pensado. Entró de nuevo al baño y se sentó en el bi­det. Se lavó el culo una vez más. Cuando salió al patio, me volví a acercar a olerle el culo. No con ingenuidad, sino para probar una hipótesis.

Y acerté: Violeta volvió al baño a lavarse una vez más. Se cambió la ropa interior. Hirvió las sábanas. Supe que tenía un poder sobre ella.

Ese día comenzó mi hostigamiento. Cada vez que Violeta salía al patio, yo me acercaba a olerle el culo. Cada vez que me hacía entrar a la casa para que se la chupara, le olía primero el culo.

Logré hacerle sentir que su culo hedía.

Un día ya no se hizo chupar más la concha y em­pezó a retacear sus salidas al patio. Yo era infalible e impiadoso: la escasez de oportunidades agudizó mi insistencia. Recibí golpes en el hocico, empujones, patadas. Fui rociado con perfumes y desodorantes. Perseveré. Y para enfatizar el efecto, dejé de olerle el culo a Martín, el marido.

Al mismo tiempo, la obsesión de Violeta con la limpieza fue empeorando. El colmo fue el día que le planteó a Martín que verificara la dirección del vien­to antes de entrar a la casa, para escoger la puerta del lado opuesto y evitar que el polvo entrara.

«Loca de mierda», pensé yo, que estaba escuchan­do todo del otro lado de la puerta del patio.

Martín debe haber pensado lo mismo, aunque no dijo nada. Escuché que se paraba, amasaba un gar­gajo y escupía sonoramente en el piso. El chasquido del garzo contra el mosaico me hizo mover las orejas.

Luego, Martín se fue de la casa.

Puedo imaginar la angustia de Violeta. Su mente delirando la multiplicación febril de gérmenes, bac­terias anidando en el escupitajo. La escuché arrojarse al piso. Ya no pudo parar. Se puso a limpiar frenética­mente. La escuché fregar, sacudir, cepillar, lavar, en­cerar, bruñir, pulir, perfumar, blanquear, abrillantar. Sentí olores de detergentes, ceras, abrillantadores, perfuminas, pulidores, lejías. Se le hizo la noche.

Ella me había contado, con esa inocencia del que cree que no es comprendido, de quien piensa que sólo produce ruido para azuzar al perro, cómo engañaba a su madre y se revolcaba en el barro antes de ir a bañarse, para estar bien sucia, el vestidito bien sucio, porque ella era sucia, una sucia perra. Había insuflado en mí su deseo, yo sabía lo que ella sabía: que por mu­cho que lavara, nunca podría tener el cuerpo limpio, que tendría siempre el culo sucio.

Tarde a la madrugada se hizo un silencio breve. Logré escuchar la respiración profunda de quien se ha dormido, el hipo de un sobresalto, otra vez el vai­vén de quien no duerme y limpia, rasquetea. Estor­nudé varias veces con el aserrín rojizo que el viento norte hacía cruzar la casa y salir por la puerta sur. “Esta mina está loca: está rasqueteando el piso en ple­na madrugada”, pensé. Y reí de esa forma solapada e incógnita en que reímos los perros.

(Traten de imaginarlo. Piensen en los magros la­bios tensos inhábiles, piensen en los dientes afilados o podridos, recuerden el brillo de los ojos. Esa mueca siniestra es la risa de los perros.)

En toda esa noche no ladré, ni rasqué la puerta. No quise interrumpirla. Más tarde o más temprano llegaría al fondo profundo de mierda que ya no podría limpiar.

A la mañana, cuando salió el sol, oí el ruido de unos huevos estrellarse contra el piso. Pegué el hocico a la hendija bajo la puerta para captar todos los detalles. Sentí olor a manzana, a huevo, a aceite. No escuché que intentara limpiar los huevos rotos. La nariz se me llenó del olor de un bife puesto a la plancha y se me hizo agua la boca. Ella también tenía hambre. No pude resistir y rasqué la puerta. Violeta no me abrió ni vino a poner el odioso alimento balanceado en mi plato.

Con el hocico pegado al piso, junto a la puerta, pude escuchar cómo Violeta arrojaba los trastos en la bacha y abría la canilla. Cómo dejaba el agua corrien­do. Escuché claramente cómo resbalaba, y caía al piso y ahí se quedaba.

A mí también me venció el cansancio y me dormí. Cuando me desperté, un jugo grasiento y sucio escu­rría bajo la puerta. Apenas podía escuchar unos soni­dos suaves, un leve jadeo, que no pude reconocer.

Entonces advertí que podía encaramarme para mirar el interior de la cocina a través de la ven­tana de la puerta.

Y ahí, en dos patas como andan ellos, impedido por el vidrio de percibir los más sutiles olores, vi a la mujer tirada en el piso, lamiendo como una perra el agua grasienta que había rebalsado de la bacha.

Me bajé de la ventana. De alguna manera, lo que yo quería se había consumado. Pero estaba triste, sin embargo.

Me eché al suelo y apoyé la trompa sobre las patas delanteras cruzadas, las orejas caídas, el rabo entre las patas. Me quedé así, viendo escurrir el agua mu­grosa que empezaba a enchastrarme el pelo. Al rato, sentí un fuerte olor a mierda. Me paré y pegué el hocico a la hendija. No había dudas: Violeta se había cagado en la cocina. Varios días después, vería las inscripciones que había pintado con los dedos en las paredes. Cinco días. Pasaron cinco días hasta que Martín reapareció. Traía un ramo de violetas, el muy pelo­tudo. Martín siempre me había parecido un nabo. De hecho, el gesto de carácter que había manifestado al escupir el piso y abandonar la casa me había sorpren­dido. Y ahí estaba, volviendo, con un ramo de violetas en las manos. Le hice fiesta cuando lo vi llegar. Des­pués de todo, yo estaba muerto de hambre. Antes de que pudiera entrar a la casa, le olí el culo. Qué se creen: identifiqué el olor de siempre y otro más. Él también tenía el culo sucio.

 

Obra: Culo sucio está publicado en la colección de este autor de relatos breves Elephant Talk, editada por Editorial Funesiana este año.

Autor: Pablo Ferraioli

Vive en La Plata y es músico, escritor, comunicador y padre de tres. Escribe narraciones breves y cuentos. Recientemente, Editorial Funesiana editó su primer libro de cuentos y relatos, el cual incluye el relato Culo Sucio. En 2013, su cuento Suena Zappa (también incluído en Elephant Talk) recibió una mención del jurado en el concurso Osvaldo Lamborghini, de la Universidad Nacional de La Plata. Otros relatos suyos han sido publicados en revistas de Argentina, España y Venezuela.

Imagen: Jairo Lozano

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