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Ernest Descals

La última sacudida lo dejó al borde del sillón. Cogió una toallita descartable del paquete colocado sobre el escritorio, se limpió el semen. En la pantalla de la laptop corría el video donde un desconocido follaba como un animal desatado a Deborah Sils, la conductora de programas infantiles expuesta por el hacker de turno. La envidia ante la potencia del amante fue menor que otras veces; había llegado a los tres minutos treinta segundos antes de acabar. Todo un récord. Puso stop y cerró la portátil. Arrojó las toallas sucias en el cesto, quitó la manta que colocaba sobre el sillón giratorio y la puso en su estante. Desnudo aún, encendió un cigarrillo. Podrían acusarlo de pajero, pero no de que lo hiciera sin estilo. Tenía un vaso de whisky servido, bebió un sorbo. En pleno estado de relajación, Máximo oyó el timbre.

Fantaseó con aparecer desnudo en la puerta; resultaría una experiencia única para el intruso que interrumpía sus minutos finales de placer. El timbre sonó por segunda vez. Desestimó la idea, ¿si se trataba de una niña o un niño que habían equivocado la dirección? Su vecina daba clases particulares de matemáticas, era un accidente probable. Tomó una bata de seda, roja. Se cubrió. Ante el espejo del pasillo, comprobó el estado de su cabello. Lo satisfizo. Con las ojeras no tenía nada para hacer. El timbre sonó por tercera vez, lo intrigó la insistencia. La puerta de calle carecía de visores; la persiana del frente estaba baja, no podía alzarla sin denunciarse. Abrió.

Una muñeca de veinte años le sonreía, como una estatua viviente destinada a su exclusiva contemplación. El efecto duró segundos. La joven de cabello rubio y ojos claros, inició una perorata donde las palabras se pisaban unas a otras. En cada punto, echaba una breve ojeada a la carpeta que sostenía bajo sus pechos, asegurándose de incluir todos los beneficios de la propuesta. Máximo se hizo a un costado y la invitó a pasar. La sonrisa de la joven se extendió y con dos pasos vivos se ubicó en la sala. Había dos sillones, individuales, detrás una mesa con sillas plásticas en derredor. Máximo encendió la luz y cerró la puerta. Se sentaron enfrentados. Ella iba de minifalda azul y blusa blanca, casi transparente. Ambos dejaron ver sus piernas al cruzarlas. La joven, entusiasmada por la recepción, continuó mencionando las ventajas que tenía asegurarse con su compañía.

Le ofreció un whisky. Demasiado calor. Una cerveza. Tenía que continuar trabajando. Una gaseosa fresca. Aceptó. Mejor, pasar a la cocina, estaba más fresco y venía luz desde el patio. ¿Por qué no? Ella marcó el paso ante sus indicaciones, Máximo saboreó la cola que dibujaba la tela estrecha. Había gaseosa fresca, la que tenía para su sobrino. La imitó en la elección de la bebida, no quería ofrecer una imagen distorsionada. Si Máximo adquiría uno de los seguros, ella podía dar por terminada la mañana de trabajo, explicó la joven. La blusa tenía dos botones, uno desprendido. La chica se inclinó sobre la mesa, donde había dejado la carpeta y un portafolio con varios formularios. Los pechos nacían pálidos y suaves. Máximo recordó que no tenía la vivienda asegurada. La oportunidad perfecta, dijo ella, colocando una mano sobre la del dueño de casa. Sin temor por lo que mostrara –o consciente de ello– la chica se volvió, estirándose sobre la mesa mientras repartía las copias a firmar. Desde esa posición, a centímetros del pene erecto de Máximo, leyó los artículos de la póliza.

Máximo tomó la lapicera y estampó las firmas que hacían falta. Un cobrador pasaría el día quince por el primer cheque. Ahora la joven podía relajarse. Máximo insistió con una cerveza fresca. ¿Por qué no? La puerta que comunicaba con el dormitorio estaba abierta; veían el sillón giratorio y el extremo de la cama. La cama se ve tentadora, dijo ella. Máximo olvidó la cerveza y la condujo hacia la habitación. Olor a sexo. No había tenido tiempo de ventilar. Ella no lo disimuló, lo hizo más evidente. Se ve que no soy la primera del día, expresó, insinuante. Llevó una mano a la entrepierna de Máximo, por debajo de la bata. Acarició el miembro duro. Máximo le hundió una mano entre las nalgas mientras buscaba un beso. Ella le pidió un minuto; extrajo un celular del bolsillo trasero de la falda, lo colocó sobre la mesa. La pantalla se encendió unos segundos. Los suficientes para que Máximo viera la foto del amante de Deborah Sils. Ella advirtió la mirada. ¿Lo conocés?, es mi novio, y vos sos mi venganza.

Máximo dijo que no había mirado la foto sino la hora. Recordó la reunión urgente que tenía; disculpándose, se vistió antes que ella se recuperara del quiebre. Salieron juntos de la casa, dos minutos más tarde. Ella, atónita, se preguntaba el por qué del fenómeno; cada vez que los hombres veían la foto, interrumpían sus intentos de bajarle la bombacha. Él maldecía la oportunidad; ¿por qué se había presentado tan temprano, cuando su performance aún estaba lejos de los cinco minutos diez que duraba el video?

 

Autor: Juan Pablo Goñi Capurro

Breve semblanza

Publicó ““La puerta de Sierras Bayas”, Pukiyari Editores, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera (España) 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, Ed. Dunken, Argentina, 2002.

Publicaciones en antologías y revistas de Argentina, España, Ecuador, México, Perú y Estados Unidos.

Finalista 2015: Mad Terror Fest (Madrid); ¡BAN! Extremo Negro (Argentina); Premio novela Abducción (Chile)

Ganador premio Novela Corta 2015 La Verónica Cartonera (España)

Ganador EDI II (corredor Latinoamericano de Teatro)

Ganador Teatro mínimo Guerrero (2015 y 2016)

Como dramaturgo, ha estrenado:

–Bajo la sotana (México); Por la patria mi general- Paseo La Plaza (CABA, Argentina); “Vengo por el aviso”(Argentina); “El cañón de la colina” (Grupo Taetro, España) ; “Caza de Plagas” (Chile).

Blog: http://juanpablogoicapurro.blogspot.com.ar/

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